El hombre es esencialmente religioso, porque ha sido creado por Dios con una finalidad última, que es Él mismo. En el fondo de la intimidad de su ser se esconde la bondad de Dios llamándole al bien, aunque por culpa del pecado original lo confunda subjetivamente con el mal.
Psicológicamente el hombre no puede querer el mal para sí mismo y su inclinación natural es buscar la felicidad, que no se encuentra en la sabiduría humana, ni en el mundo, ni en las pasiones, ni en el pecado, como nos dice con profundidad de experiencia San Agustín, hombre experto en la ciencia humana y en la vida del mundo: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón no descansa hasta que descanse en ti”.
Luego concluimos afirmando que la vocación del hombre es religiosa: Dios conocido y amado en esta vida, como medio de felicidad en la tierra, y después visto y gozado eternamente en el Cielo, suma y completa felicidad que colma totalmente las aspiraciones más grandes del ser humano.
¿QUÉ ES LA VOCACIÓN?
Partiendo de la base de que toda vida cristiana es vocación bautismal para la vida eterna, existe además la vocación específica de consagración a Dios, difícil de definir. Podríamos decir que es una fuerza interior, misteriosa, como un instinto sobrenatural, que empuja al hombre vocacionado en lo más profundo de su corazón hacia Dios.
No es fundamentalmente un sentimiento religioso habitual, pues la sensiblería puede ser un defecto psíquico; ni un marcado gusto por las cosas espirituales, pues lo mismo puede ser un hobby que una llamada interior del Espíritu Santo.
Es como una especie de inclinación hacia Dios y sus cosas, suave como la brisa, que en su principio vive dentro del hombre, sin que él se entere, ambienta todo su ser y actúa en su vida, sin saber por qué ni para qué, hasta que poco a poco se va haciendo consciente y libre.
Es una llamada de Dios que exige la libre respuesta por parte del hombre: una acción conjunta de la gracia de Dios y la libertad del humana, en la que Dios tiene la iniciativa y concede la fuerza para que el hombre escuche su voz y tenga libremente capacidad para escucharla y seguirla.
Siendo en su esencia una invitación divina, resulta en la práctica como una orden. Cristo elige al cristiano que quiere, cuando quiere y como quiere para seguirle, y no al mejor dotado en inteligencia, voluntad, poder y cualidades. Los vocacionados son, al fin y al cabo, personas humanas, pecadoras, con pequeñas debilidades y rarezas comprensibles, pues la vocación, como la fe, es conciliable con los defectos humanos.
Si la vocación se fomenta con el cultivo de la gracia y el abono de las buenas obras en un ambiente propicio, se afianza cada vez más; pero si se descuida la vida espiritual y se vive a expensas de las corrientes del mundo, se debilita y hasta puede perderse. Pasa en esto, como con la salud, el talento y el dinero, que se pueden conservar o perder, si no se cuidan.
La verdadera vocación supone desgarros del corazón, fácilmente aguantables, constantes y costosas renuncias, no martirizadoras, y dolorosas persecuciones, sufridas con paciente equilibrio y consolaciones del Espíritu Santo.
Cuando Dios se empeña en que un cristiano realice en la Tierra la función para la que, desde la eternidad, ha sido elegido, no hay obstáculo que impida su desarrollo y fructificación.
La vocación religiosa es radicalmente cristiana, nace en el bautismo y crece y se desarrolla con la oración, los sacramentos, y buenas obras.
CLASES DE VOCACIÓN
La vocación de vida consagrada se puede reducir, en términos generales, a tres clases fundamentales: vida contemplativa, vida activa y vida de ministerio sacerdotal.
La vida contemplativa se vive en comunidad fraterna, con dedicación preferente a la oración o contemplación, complementada esencialmente con la acción del trabajo de la vida ordinaria, en la que se viven los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad, según el propio carisma determinado en los estatutos aprobados por la Iglesia. Es por sí misma medio de santificación personal y comunitaria y místicamente apostólica.
La vida activa es diversa, según el propio carisma, aprobado por la Iglesia. Se vive en comunidad fraterna o fuera de ella, con la vivencia de los consejos evangélicos u otros vínculos, que se especifican en las Constituciones propias de la Obra o Instituto. Los miembros pueden ser femeninos y masculinos; y los masculinos sacerdotes o laicos.
La vida consagrada en comunidad fraterna no puede concebirse como una convivencia humana de amistad, de ideologías, de compañía o de otros intereses, sino como una vida común entre hermanos que se aman espiritualmente en Cristo y por Cristo con constantes renuncias a la propia libertad, a la familia, y a todas las cosas del mundo.
El único vínculo que une a los hermanos en Comunidad es Cristo y solamente Cristo, y la única meta es la santidad evangélica. La entrega al servicio de los hermanos debe ser real, auténtica, igual o superior a la que existe en las comunidades humanas de sangre o de amistad natural, aunque no se sienta de igual manera, porque todo lo que se hace por el hermano, se hace por Cristo, por profesión de votos.
La vocación del ministerio sacerdotal es un estado de perfección evangélica, en virtud del sacramento del Orden Sacerdotal, en el que ciertos cristianos vocacionados son consagrados sacerdotes, ministros de Cristo, para ejercer en la Iglesia la misma misión que Él recibió del Padre: unos como simples sacerdotes y otros como Obispos.
El sacerdote es otro Cristo, que realiza la salvación de Jesús ministerialmente, y está llamado por su propia vocación sacerdotal a ser santo. Se vive personalmente en solitario, en familia o en comunidad, con el espíritu de los consejos evangélicos, aunque sin votos, pero sí con la promesa de obediencia al Obispo.
MEDIOS PARA RECIBIR LA VOCACIÓN
Como Dios es infinitamente sabio y poderoso, no se ajusta a unas normas concretas y fijas para regalar la gracia de la vocación a quienes quiere, cuando quiere y de la manera que quiere; y, por eso, utiliza los mejores medios que a Él le parecen. Sin embargo, la observación de los maestros de la vida espiritual ha detectado los siguientes:
- El ambiente familiar es generalmente el mejor semillero de vocaciones cristianas, con muchas excepciones, como lo demuestra la experiencia.
- La amistad, pues un buen amigo es un tesoro, dice la Sagrada Escritura; y puede ser en muchos casos vehículo para que por medio de él la vocación de Dios llegue a quien no ha tenido ambiente cristiano en la familia, sino pecaminoso, incluso pagano. En este caso se comprueba el poder sabio e infinito de Dios que con su amor llama a quien quiere para consagrarse a Él por caminos insospechados.
- La cultura que se recibe en colegios, Institutos y Universidades de inspiración cristiana o de la Iglesia proporciona oportunidades para que Dios regale la vocación a quienes él ha elegido para su servicio.
- La Parroquia o grupos de asociaciones cristianas, en los que Dios hace que la misericordia de Dios llegue, hecha vocación, a muchos por estos cauces propicios para encontrar a Cristo y seguirle.
- Medios de comunicación social, como, por ejemplo, la televisión, el teatro, el cine, la prensa, los libros, pues de la misma manera que proporcionan el camino para el pecado y de la perdición religiosa y moral, pueden suscitar buenos pensamientos y conversiones y hasta gracias para que Dios transmita la vocación religiosa, con el poder de la gracia divina.
- Circunstancias y ocasiones diversas que Dios aprovecha para suscitar vocaciones, como, por ejemplo, enfermedades, gracias materiales, favores, pruebas, desengaños, desilusiones, disgustos, contrariedades y otras.
- Gracias actuales que provienen directamente de Dios y actúan misteriosamente en el interior del hombre, sin mediaciones de personas ni cosas.
ESENCIA DE PERFECCIÓN ESPECIAL PARA SEGUIR A CRISTO
“Y, dejándolo todo, le siguieron” (Lc 5,11).
Para ser perfecto discípulo de Cristo es imprescindible dejarlo todo, absolutamente todo, tanto en sentido material como espiritual; es decir vaciar el corazón del apego desordenado a personas y cosas, poniendo el corazón solamente en Dios, valiéndose de las cosas y personas, sin ser esclavos de nada ni de nadie, pues nos dijo Jesús: "nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro, o bien despreciará a uno y se apegará a otro. No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6,24).
Para seguir a Cristo totalmente y sin reservas, hay que dejarlo todo, absolutamente todo, sin quedarse con nadie ni con nada. Me explico. Quedarse sin nadie no quiere decir ser un misántropo, huraño, insociable, sino significa no tener el corazón apegado a nada, sino pegado a Cristo con amor espiritual y equilibrado a las personas y cosas: amar a Cristo y en Él amar todo lo demás.
"Quedarse sin nadie" no es renunciar a las cosas buenas que hay en este mundo, pues es un contrasentido humano que Dios haya creado los bienes de este mundo para los hombres, y luego les exija privarse de ellos.
No hay que olvidar que las cosas han sido creadas por Dios no como fin del hombre, sino como medios para que con ellas ame, sirva a Dios en la Tierra y consiga la salvación eterna. No es nada fácil esta tarea, pues estando el hombre inclinado instintivamente a los bienes humanos, se siente atraído por ellos, como las cosas son atraídas por la ley natural de la gravedad de la Tierra.
Los bienes de esta vida, bien utilizados en justicia y caridad, son un símbolo o un anticipo de los bienes del Cielo, y, en cierto sentido, son el cielo de la tierra. Sin embargo, su utilización tiene que estar debidamente jerarquizada, de manera que lo eterno esté por encima de lo temporal, lo espiritual por encima de lo material y lo humano por encima de lo terreno.
Es un signo carismático de perfección evangélica privarse de algunos bienes materiales, no necesarios de modo absoluto, por buscar por la vía de mortificación otros sobrenaturales y eternos.
Seguir a Jesucristo, en definitiva, es poner el corazón en Dios, y no en los hombres, obedecer la ley divina, la ley de la Iglesia, Maestra de la vida, cumplir las obligaciones propias del estado, aceptar los acontecimientos de la vida, queridos o permitidos por Dios, observar en obediencia las constituciones del propio Instituto, luchar contra el pecado superando las pasiones desordenadas y trabajar por la santificación personal y la del mundo.
Este programa de perfección evangélica ofrece muchas dificultades, grandes luchas, continuas contrariedades, sufrimientos diversos, a veces sangrientos, sobre todo cuando se presenta el dolor y aparece la cruz de la incomprensión, soledad, traición, abandono y desprecio. Entonces, también seguimos a Jesús, aunque sea a regañadientes, a la fuerza, y gustosamente, aunque con lágrimas. Pero todo se supera con alegría y esperanza.
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