sábado, 30 de marzo de 2024

Domingo de Resurrección. Ciclo B


La propia resurrección de Cristo es el mayor de todos los milagros que realizó Jesús durante toda su vida apostólica, pues, como Dios que era, no sólo podía curar todo tipo de enfermedades y resucitar muertos, sino también poseía el superpoder de resucitarse a sí mismo.

La resurrección es el centro principal de la predicación de la Iglesia, la celebración más importante del año litúrgico y la culminación del misterio pascual. Es teológicamente:

- el fundamento de nuestra fe (1 Co 15,12-18;Rm 10,9) y de nuestra esperanza (1 Co 15,19), porque si “Cristo no ha resucitado la fe no tiene contenido” ni sentido, y “si sólo esperamos en Cristo para esta vida, somos los más desgraciados de los hombres”;

- y la causa de la rehabilitación del hombre (Rm 4,25). Es decir la restauración del hombre viejo en hombre nuevo. Expliquemos brevemente este misterio. 

La fe nos enseña que el  primer hombre fue creado por Dios, en el cuerpo y en el alma, perfecto, en estado de gracia santificante, don sobrenatural que supera la capacidad de la naturaleza creada, y con unas dotes en el alma y en el cuerpo que exceden las propiedades humanas.

En cuanto al alma, su entendimiento gozaba del privilegio de conocer la verdad sin posibilidad de equivocarse. Esto no quiere decir que fue sabio desde el principio de su existencia, de manera que conocía la verdad más que conoce hoy el más sabio de este mundo, sino que tenía una asombrosa facilidad para adquirir la máxima sabiduría en poco tiempo. Con su voluntad amaba de todo corazón a Dios y con el mismo amor puro y ordenado amaba a su esposa Eva y a todas las criaturas.

En cuanto al cuerpo estaba libre de la concupiscencia desordenada, es decir tenía las pasiones controladas tanto en la sexualidad como en las otras apetencias carnales, y además, por si fuera poco, no padecía el sufrimiento ni tenía que morir. Estos privilegios personales son conocidos en la doctrina del concilio de Trento como dones de integridad, impasibilidad e inmortalidad. 

Pero sucedió lo que nadie podía imaginar: el misterio del pecado que desbarató todos los planes de Dios y el hombre perdió el estado sobrenatural de gracia en el que fue creado y todo su ser personal, alma y cuerpo, quedó dañado en su propia naturaleza humana para él y para todos los hombres. El entendimiento, que tiene por propia función conocer la verdad pura, empezó desde entonces a conocerla de manerra limitada, defectuosa, con muchos esfuerzos, a lo largo de mucho tiempo, y mezclada con equivocaciones; la voluntad, que antes amaba sin egoísmos ni resentimientos, quedó vulnerada para amar y odiar; y el cuerpo, impasible e inmortal por creación, conoció el apetito desordenado del  mal, empezó a sufrir  y fue condenado a la pena de muerte. 

Pero esta tragedia se solucionó con la redención de Jesús, que es conocida en la liturgia y teología como el misterio pascual. Lo explicamos de manera sencilla.

El Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre en las entrañas purísimas de Santa María, Virgen, vivió, padeció y murió crucificado, y al tercer día resucitó de entre los muertos. Con su resurrección devolvió al hombre la gracia, perdida por el pecado, y  la capacidad de redimirse por medio del dolor, de la muerte y de la propia resurrección. El alma después de la muerte resucitará y con su entendimiento conocerá a Dios, Verdad infinita, tal cual es en su misterio Uno y Trino, y en Él conocerá a la Virgen María, a todos los santos y ángeles del Cielo, todos los misterios de la vida y todas las cosas; y con su voluntad amará a Dios y a todas las criaturas plenamente y gozará de Él por toda la eternidad, felicidad celestial que ni siquiera se puede imaginar.  Al final de los tiempos, los cuerpos de todos los muertos resucitarán y se unirán a sus propias almas resucitadas, y el hombre viejo resucitado totalmente quedará restaurado o rehabiltado en el hombre nuevo glorioso perfecto, impasible e inmortal para siempre. Entonces será más perfecto aún que el hombre que creó Dios  al principio en estado de gracia y con los dones de preternaturales de integridad, impasibilidad e inmortalidad con que fue adornado. 

Mientras tanto llega ese día final y glorioso acontecimiento, el hombre viejo debe vivir en estado de gracia, en lucha constante contra el pecado, asumiendo los males físicos, psicológicos y psíquicos del cuerpo, como redención de los pecados propios y de todos los hombres,  al estilo de Jesús, que nos redimió haciéndose pecado, si  ser pecador, como nos dice San Pablo. 

El modo como nos redimimos nos lo enseña la liturgia de la Palabra de hoy en la primera y segunda lectura:

- haciendo el bien: - “Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el pecado” ( Hechos 10)

- predicando el Evangelio: “Nos encargó predicar al pueblo ( Hechos,10)

- “Dando solemne testimonio de la resurrección de Cristo” con nuestras palabras y obras. 

Y viviendo la espiritualidad que nos enseña San Pablo en la segunda lectura:

“Resucitar con Cristo aspirando a los bienes de allá arriba y no a los de la tierra” Nuestro emepeño cristiano se debe cifrar en trabajar los bienes del Cielo por medio de la oración constante, el trabajo santificado y apostólico y la aceptación de todos los acontecimientos buenos y malos.

“Morir con Cristo de manera que nuestra vida esté con Cristo escondida en Dios” (Colosenses, 3, 1-4)

 

 

jueves, 28 de marzo de 2024

Viernes Santo. Ciclo B

 



Con Jesús habían sido crucificados dos ladrones, bandidos, salteadores, sediciosos, en cumplimiento de la ley judía para los criminales facinerosos de sangre fría. En aquella época toda Palestina estaba plagada de gentes de perversa condición social, nos dice el historiador Flavio Josefo.

Terminada la salvaje crucifixión de Jesús, levantaron la cruz en alto, la sujetaron en tierra, y colocaron a dos condenados a muerte de cruz, uno a la derecha y otro a la izquierda de Jesús, que estaba en el centro, para honrar con mofa al llamado rey de los judíos. De esa manera se cumplió el vaticinio de Isaías: “Se entregó a la muerte y entre rebeldes fue contado” (Is 53,12).

Como a estos actos populares asistía gran número de gente, porque resultaba un espectáculo de odio, diversión o curiosidad. Los que pasaban por delante ultrajaban a Jesús moviendo la cabeza diciendo: Tú que eres capaz de destruir el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo. Si eres hijo de Dios, baja de la cruz. De igual manera los sumos sacerdotes a una con los escribas y ancianos, mofándose de Jesús repetían con ironía: “A otros ha salvado y a sí mismo no puede salvarse. Que baje ahora de la cruz, y creeremos en él. También le injuriaban los ladrones crucificados con Él” (Mt 27,39-43).

Uno de los ladrones seguía insultando a Jesús repitiendo: “¿No eres tú el Cristo? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros” (Lc 23, 39). En cambio, el otro, conmovido por el silencio de Jesús y su actitud sufriente, reflexionó y, le reprendió con justicia: ¿“Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada” (Lc 23, 40-41). Y es que la gracia de Dios vino a él en aluvión, el corazón se le rompió por el intenso dolor de los pecados de toda su vida, volvió la cabeza hacia Jesús agonizante, clavó tímidamente sus ojos en los de Él, y con mirada, tristemente desencajada y voz resquebrajada, con absoluta confianza dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” (Lc 23, 42). Solamente pidió a Jesús un recuerdo de él en su Reino, no más, sabiendo que era el Mesías, y se convirtió en un instante totalmente. Y Jesús, Dios misericordioso, por esa petición perdonó toda su vida depravada y lo canonizó diciendo: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43). La fuerza de la gracia es tan omnipotente que convierte a un gran pecador, arrepentido, en un santo en unos instantes.

La conversión del pecador es un misterio de la gracia de Dios que humanamente no se puede entender, ni explicar, y ni siquiera imaginar. Los teólogos de todos los tiempos de la Historia de la Iglesia, especialmente Santo Tomás de Aquino, teniendo en cuenta la Sagrada Escritura y la revelación de la Tradición, han explicado minuciosamente y con atino la doctrina de la gracia sobre la conversión, basándose en las muchas y variadas experiencias de convertidos. La comprensión de la conversión de cada pecador corresponde solamente a la omnipotente sabiduría infinita de Dios, rico en misericordia, hecho real y misterio desconocido por los hombres.

¿Por qué unos hombres nacen con predisposición para la fe, la reciben en el bautismo de modo connatural, y la fomentan en su crecimiento, sin mayor problema? ¡Misterio de la gracia!

¿Por qué muchos reciben la fe, la conservan y aumentan con muchas dificultades, oposiciones, esfuerzos, luchas, vencimientos insoportables de carácter, triunfos apoteósicos y derrotas espectaculares? ¡Misterio!

¿Por qué otros nacen con cierta inclinación a la fe, la reciben y viven con alegría, la defienden a capa y espada, la viven con entusiasmo, y luego la abandonan, se apartan de Dios, teniéndolo escondido en el corazón, y después de muchos años vuelven a la Iglesia por cualquier insignificancia y sin motivos especiales, como conocemos los confesores?

¿Por qué otros, fervorosos cristianos y sacerdotes, apóstoles en una etapa de su vida, cayeron en los lazos del enemigo, perdieron la fe y no la recuperaron nunca aparentemente?

Estos y otros muchos interrogantes se pueden formular, sin que nadie pueda dar respuesta humana a ninguno de ellos.

La conversión del pecador en su inicio y desarrollo hasta llegar a su plenitud es un misterio de la gracia en el hombre, humanamente imposible de conocer. Nadie se convierte si antes no es convertido por la gracia de Dios, y nadie se santifica si Dios no le conduce con su gracia. Se efectúa por el poder de la gracia y la cooperación del hombre en las buenas obras, de infinitas maneras.

El hombre con la gracia actual que proviene de Dios puede prepararse para recibir la fe católica o convertirse, utilizando los medios que enseña la Iglesia: oración, lecturas piadosas, conferencias, retiros, ejercicios espirituales, charlas, buenas amistades, diversos apostolados, enfermedad, salud, y otras muchas circunstancias. Todos los católicos hemos llegado a la fe, la conservamos y aumentamos por las circunstancias buenas o por las gracias actuales que el Espíritu Santo nos ha regalado siempre, principalmente en momentos críticos.

El convertido puede con la gracia de Dios santificarse utilizando los medios tradicionales de santificación:

-la oración bien hecha, aunque no sea técnicamente perfecta en la forma, pues ora el que trata con Dios amistosamente con oraciones compuestas o palabras improvisadas, incluso sin ellas con el pensamiento y el corazón, de la manera que sepa y pueda, pues la oración sube al Cielo como la luz del sol baja a la tierra a través del espacio con luminosidad, oscuridades, nubes, borrascas, rayos, relámpagos y truenos;

-la Eucaristía bien celebrada y recibida, y no por rutina, costumbre o simplemente gusto personal. Hay muchas personas que participan en la Eucaristía porque les gusta simplemente o comulgan por cierto fervor humano, y no como alimento de la vida del alma, remedio de los pecados y progreso espiritual;

-la lucha decidida y resuelta contra todo pecado, pues con el pecado venial cometido con tibieza, la gracia no crece en el alma en su curso normal y se estanca. Con el pecado mortal desaparece la gracia y deja el alma muerta para la operación sobrenatural;

-la doma de las pasiones con la penitencia continua, pues las pasiones impulsan al pecado, y no dominadas o desbocadas animalizan al hombre, y la santificación se hace prácticamente imposible;

-el ejercicio de virtudes en las obras buenas que santifican juntamente con la oración y frecuencia de los sacramentos, especialmente el de la Confesión y Eucaristía. Las virtudes son las potencias sobrenaturales de la gracia, que convierten las obras buenas en meritorias.

miércoles, 27 de marzo de 2024

Jueves Santo. Ciclo B

 


La Pascua era para los judíos la fiesta más importante del año, día nacional religioso en el que se conmemoraba la espectacular salida del Pueblo de Dios de Egipto o la liberación de Israel de la esclavitud de los Faraones por medio de Moisés, con la milagrosa protección de Dios en todo momento. El lugar de esta celebración era Jerusalén, la ciudad más importante de toda Palestina.

Jesús, como buen judío religioso, celebraba la Pascua todos los años, pero quiso celebrar la última de su vida con sus discípulos en un lugar importante de Jerusalén, cedido por un amigo, a quien la tradición cristiana conoce con el nombre de Cenáculo. En la última Cena, después de haber lavado Jesús los pies a sus discípulos, instituyó la Eucaristía y el Sacerdocio, y como preludio del discurso de despedida, conocido como el sermón de la última Cena,  estableció el mandamiento nuevo.     

Tres temas importantes propone la liturgia de hoy para la homilía: la Eucaristía, el Sacerdocio y el mandamiento nuevo del Señor. Yo voy a fijar mi atención en el mandamiento nuevo del Señor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”.         

El mandamiento del amor al prójimo no es nuevo, forma parte esencial y complementaria del primero y gran mandamiento del Señor, establecido en el Decálogo del Antiguo Testamento: “Amar a Dios sobre todas las cosas”. No se puede dar verdadero amor a Dios sin amor al prójimo. El que ama a Dios ama  también, de manera consecuente, al prójimo. El que dice que ama a Dios y no ama al prójimo padece una psicosis religiosa. En cambio, el que ama al prójimo, sin ninguna referencia a Dios, cumple de manera imperfecta el gran mandamiento de la Ley de Dios, porque el prójimo es Cristo en sus miembros de Cuerpo místico.

El amor al prójimo existía ya en el Antiguo Testamento en diversos libros, Éxodo, Levítico y Libros Sapienciales principalmente, aunque fue interpretado de diversa forma en cada época histórica por el pueblo de Israel. En general los intérpretes solían entender por prójimo el judío o el extranjero que vivía en Israel, si bien la Sagrada Escritura hablaba claramente del amor al prójimo, incluso del amor al enemigo (Ex 23,4-5;Deut 15.12-15;Deut 24,19-22;Lev 19,33-34).

En el Nuevo Testamento aparece en muchos lugares del Evangelio, principalmente en el Sermón de la Montaña. Fue predicado en muchas ocasiones por Jesús quien le dio una novedad específica: amor al prójimo como como yo os he amado.

El amor al prójimo como a ti mismo no es cuantitativo, amar al hermano tanto cuanto uno se ama así mismo, ni como se ama a la familia y a los amigos, pues esto es imposible, y Dios no manda imposibles; sino que es cualitativo, de la misma manera, es decir amor modal, del modo con que yo me amo y amo a mis familiares o amigos. Porque es evidente que el amor al prójimo extraño a la sangre o a la amistad no puede ser igual que el amor que uno se tiene a sí mismo y a los familiares y amigos. Amar al prójimo como a uno mismo significa no excluir del corazón a ningún hombre, aunque sea enemigo, si bien el modo es diverso según la obligación y el imperativo del corazón. Y en cuanto al amor al enemigo, se le ama no teniéndole odio en el corazón ni venganza en la acción, aunque se sienta la ofensa que se ha recibido de él , no pueda olvidar y se procure el cumplimiento de la justicia para resarcirse del daño que se ha recibido.

 “Amar al prójimo como yo os he amado”, es decir al estilo de Jesús.

¿Cómo nos amó Jesús?

1º Con su vida oculta en oración, trabajo y obediencia.

2º Con su vida pública Jesús amó,  y ama ahora también, a todos y a cada uno de los  hombres del mundo. Pero su amor se especificó principalmente en cuatro grupos:

* Amor a los niños a quienes amó y ama como a las niñas de sus ojos. Nos cuenta el Evangelio que las madres presentaban a sus hijos a Jesús para que les impusiera las manos y orasen por ellos. Y como armaban mucho alboroto, los discípulos les regañaban para que se callaran. Entonces Jesús lo llevó a mal y les reprendió cariñosamente diciendo:

“Dejad que los niños se acerquen a mí, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Tm 19,13-15).

Hasta tal punto amó Jesúa a los niños que puso como condición indispensable para entrar en el Cielo ser como niño.

* Amor a los pobres. No se puede entrar en el Cielo como rico sino como pobre (Mc 10,21), pues el Reino de Dios es para los que eligen ser pobre (Mt 5,3). Ser pobre significa renunciar a la ambición del dinero, no considerar la riqueza como el máximo valor humano (Mt 6,19-21) optar por Dios contra el dinero, no estar agobiados por lo material (Mt 6,25-34).

* Amor a los enfermos a quienes curaba, como por ejemplo, a los diez leprosos, al ciego de nacimiento, al paralítico de Cafarnáun, al siervo del centurión, a la hemorroisa etc. Los milagros que realizó Jesús tenían como fin supremo demostrar que era Dios y curar el cuerpo y el alma. Es frecuente encontrar en el Evangelio esta consecuencia: Y creyó en Él o creyeron en Él y lo siguieron.

* Y, por último, amor a los pecadores a quienes perdonaba con su propio poder de Dios, como a María Magdalena, al paralítico de Cafarnaún, y al buen ladrón. Como nadie y más que nadie porque nos amó como Dios y hasta tal punto que dio la vida por nosotros, padeciendo y muriendo en la cruz. Todo lo que hizo Jesús durante toda su vida fue amor y amor también todo lo que sufrió por nosotros.

3º Con su dolorosa pasión: oración en el huerto, flagelación y corona de espinas, camino de la cruz, crucifixión y muerte.

4º Con la institución de la Eucaristía y del sacerdocio: quedándose con los hombres hasta el fin de los tiempos.

5º Con el regalo de su Madre.

6º Con el perdón a sus enemigos.

sábado, 23 de marzo de 2024

Domingo de Ramos. Ciclo B


Todas las semanas del año litúrgico son santas para la Iglesia Católica, pues todo tiempo es propio para llevar una vida cristiana, pero de una manera especial la llamada semana santa por excelencia. En ella los cristianos recordamos, celebramos y vivimos los misterios de la Pasión y Muerte de Jesús, que han calado profundamente en el pueblo cristiano. Los artistas han volcado su genio inspirado en plasmar estos misterios en  auténticas obras de arte, que ha consagrado la Historia, y han sido expuestas en templos, centros religiosos, y en los llamados pasos de Semana Santa, manifestaciones públicas de fe católica, que suscitan admiración emotiva y remoción de los más profundos y nobles sentimientos del corazón humano.

En los primeros siglos de la Iglesia, la Semana Santa se vivía, en sentido eminentemente espiritual, solamente en los templos, como corresponde a la celebración mística de la actualización y representación del Misterio Pascual. Más tarde la devoción popular suscitó la piadosa necesidad de representar en imágenes la Pasión y Muerte del Señor, que se instalaban en las Iglesias, ermitas, centros públicos y casas, como recuerdos piadosos de la fe popular. Con el correr de los tiempos se popularizaron las procesiones de imágenes sagradas con verdadero sentido cristiano, como manifestaciones de fe y respuestas al anticlericalismo, en defensa de la Iglesia Católica, que cristalizaron en Hermandades.

Hoy en el siglo XXI, la Semana Santa se ha convertido en un tiempo de vacación, que hay que invertir en lugares de diversión, ocio o descanso en las playas o en la montaña, dejando para los curiosos y turistas las procesiones, que con un fondo religioso han quedado reducidas a espectáculos procesionales de arte sacro en los  que los dirigentes de las Cofradías compiten con sus rivales por ganar la atención del público y de turismo religioso, con la participación masiva de cristianos de buena voluntad y también fanáticos, que desvirtúan en muchos casos el sentido verdadero de la fe. Y la verdadera celebración de la Semana Santa ha quedado como exclusiva para los mayores, casi de la tercera edad, que viven los misterios sacros, como en su origen, en las Parroquias de la capital, de pueblos y casas religiosas. 

¿Cómo hay que vivir la Semana Santa hoy?

No condeno, por supuesto, las procesiones de Semana Santa que recorren las calles de nuestro pueblo, de conmoción popular, y contribuyen a extender la cultura y a suscitar, de maneras muy diversas, la fe, que es un fondo es una exclusiva de la valoración de Dios, que no juzga las cosas con criterios humanos, pues los juicios de Dios no son como los juicios de Dios, nos dice la Palabra de Dos en la Biblia. Lo que sí digo, con la doctrina de la Iglesia en la mano, es que no se puede, desde la fe, celebrar la Semana Santa, a lo pagano, sin ninguna relación con la liturgia del Jueves Santo, institución de la Eucaristía, del sacerdocio y del amor fraterno, y ni sin conmemorar  la Pasión y Muerte de Jesús; y con más precisión aún no solamente con la asistencia a estos cultos, sino con la vivencia de la gracia y la participación activa, consciente y responsable en el drama sagrado de la salvación.

lunes, 18 de marzo de 2024

Solemnidad de San José. Ciclo B


 ¿Quién era San José?

 Podéis todos decir: que pregunta más simple, más fácil. Todos sabemos que era el esposo de la Virgen María, el padre legal de Jesucristo. Es cierto, pero yo no pretendo con esta pregunta saber la personalidad  evangélica de San José, sino que quiero explicar su personalidad humana y espiritual.

San José fue en cuanto a su personalidad humana un hombre, como todos los demás: concebido en estado de pecado original; sometido, como cualquier hijo de Adán, a tentaciones, a luchas, a vaivenes de la convivencia social, a malos momentos, como tú y como yo, y como cada hijo de Dios.

Tenía sus defectos temperamentales, que no se pueden evitar y no son pecados, aunque sean molestias u ofensas para los hombres. Fue un hombre bueno, inteligente, virtuoso, perfecto, santo. Sólo se diferenciaba de nosotros en que él era santo y nosotros queremos ser santos y trabajamos por serlo; en que él es el Santo más grande que hay en el Cielo, después de María Santísima, por ser el Esposo de la Virgen, Madre de Dios, y Padre adoptivo del Hijo de Dios, Jesucristo, y nosotros somos hijos de Dios e hijos de María Santísima.

Se podría decir que por ser San José el padre adoptivo de Jesús, y por ser nosotros hermanos de Jesús, San José es, de alguna manera, padre legal de todos los hombres, a diferencia de María, que es realmente Madre espiritual de todos los hombres.     

Hay un pasaje en el Evangelio donde aparece la virtud de San José, como hombre santo, y es aquél en que se cuenta el hecho de que San José  observó en su mujer, su esposa, signos evidentes de maternidad, al regreso de la visita que hizo a su pariente  Santa Isabel, en Ain Karin, cerca de Jerusalén. Este suceso está narrado por San Lucas 1,39-45, pero por ser un pasaje sabido, no merece la pena reseñarlo.

San José, ante este hecho evidente de la concepción de su mujer, lo debió de pasar muy mal. Probablemente pasó noches sin dormir dándole vueltas a la cabeza. ¿Cómo se explica esto en María, mi esposa? Sabía que su mujer era santa, virtuosa y virgen; y que en la maternidad de María, él no tenía arte ni parte, como decimos vulgarmente en castellano. Y como consecuencia de romperse la cabeza pensando en este asunto, le sobrevino la zozobra, la inquietud, la desazón, el malestar, la lucha, la tentación y una serie de interrogantes sin respuestas.

A esta lucha verdaderamente crucial, que tuvo que padecer San José, la llama Martín Descalzo la noche oscura de José, porque por más que pensaba y buscaba razonamientos para buscar una solución, no encontraba ninguna. Se sentía aprisionado en un laberinto sin salida.

Después de pasarse días y noches con cavilaciones de tortura, a San José se le ocurrieron tres posibles soluciones de comportamientos para con su mujer.

Primera: dejarla privadamente. Pero esta opción no le pareció humana ni religiosa, porque él hubiera quedado ante el pueblo con la mala fama, injusta, de mal esposo, que abandona a su mujer dejándola embarazada, hecho que merecería ser llevado a los tribunales del Sanedrín. Y desechó esta solución.

Segunda: Hablar serena y piadosamente con su esposa; y en el caso de que hubiera sufrido una posible violación, comprenderla, amarla y aceptar el fruto de sus entrañas como algo natural dentro del matrimonio. Nadie se iba a enterar y él cumplía un deber de amor comprensivo y un acto de caridad extrema para con el hijo de su mujer.

Pero esta decisión suponía par los dos, principalmente para él, tema muy espinoso y desagradable. Y desechó esta opción.

La tercera opción podría ser cumplir la ley: acudir a los tribunales y pedir el derecho de repudio que consistía en dejarla legalmente abandonada. Pero este comportamiento, aunque legal, era frío, poco humano y caritativo, porque sería dejar a su mujer, a la que suponía santa, con un desprestigio inmoral público.  Y para José era cumplir la ley con poca caridad y comprensión, cosa que le remordía la conciencia.

Ante esta situación angustiosa, de verdadero martirio cabe una pregunta de difícil contestación: ¿Por qué María no le dijo a José que había concebido por obra y gracia del Espíritu Santo? Sencillamente parece la mejor solución puesto que ambos eran santos, y ambos entenderían perfectamente los planes de Dios. Sin embargo, no lo hizo. ¿Por qué? ¡Misterio! ¿Por qué San José no pidió a su Esposa una explicación del hecho de su concepción?

Le dio vergüenza porque suponía culparla de algo malo que en Ella de ninguna manera ni siquiera imaginaba. Por supuesto que no podía adivinar la realidad el hecho de la concepción inmaculada de su mujer, por obra del Espíritu Santo.

Yo pienso que la mejor solución fue la que adoptó María, porque la tomó la Virgen que era Santísima, tal vez por inspiración divina: el silencio, ya que la concepción de María era  un misterio sobrenatural, que sólo se cree por la fe o por revelación de Dios, como sucedió. Si María se lo hubiera a San José ¿él la hubiera creído? Tal vez, pero si las cosas sucedieron de esa manera, hay que pensar que fue lo mejor.

En estas cábalas estaba José, terriblemente tentado y angustiado y sin saber qué hacer, cuando un ángel del Señor se le apareció y le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, a casa, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1,16.18-21.24).

Cuando la revelación vino de parte de Dios, por medio de un ángel, José, hombre de fe, creyó en la concepción de Jesús en el seno virginal de María.

Esto mismo pasa ahora con nosotros, que creemos en Jesucristo en la Eucaristía, no porque nos lo han dicho nuestros padres, ni porque nos lo han enseñado en la escuela o en la catequesis, sino porque tenemos fe. Nadie cree si no tiene la potencia de creer.

Hay muchas cosas en la vida que no entendemos, muchos interrogantes que nos hacemos frecuentemente, y para los que no encontramos solución. Nos preguntamos muchas cosas inútilmente ¿Por qué, por qué, por qué...? No pierdas el tiempo en romperte la cabeza, buscando soluciones humanas a los misterios de fe. Cree porque te ha revelado la fe.

A imitación de San José, ante los misterios de la vida que no entiendes, ora, sé fiel cumplidor de la Ley y espera que Dios solucione las cosas que no tienen solución humana, sabiendo que “en todas las cosas interviene Dios para el bien de los que ama” (Rm 8,28).

sábado, 16 de marzo de 2024

Quinto domingo. Cuaresma. Ciclo B

 


El sacramento  de la Reconciliación es llamado por los Santos Padres segunda conversión, porque en el bautismo se realizó la primera conversión,  sustancial y total que convierte al hombre, nacido con el pecado de origen, en cristiano, hijo de Dios por la gracia, de manera que queda convertido en persona divinizada: su cuerpo en templo vivo del Espíritu Santo y su alma en sagrario de la Santísima Trinidad.

El sacramento de la Penitencia, segunda conversión, convierte al cristiano, que se encuentra en estado de pecado mortal, en cristiano en gracia; y al cristiano que recibe el sacramento en estado de gracia en cristiano santificado.

Este  sacramento no fue instituido  por determinación de un Papa de la Historia, ni por un acuerdo de un concilio ecuménico, ni por un consenso de teólogos o un sentir de la Iglesia, sino por Jesucristo, como los otros seis sacramentos: “En la tarde de Pascua, el Señor Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,22-23).

Es cierto que Dios puede perdonar, y de hecho perdona, los pecados de los hombres de muchas maneras que no conoce la teología católica y que pertenecen al misterio del amor de Dios, infinitamente misericordioso. Pero “la confesión individual e íntegra de los pecados graves seguida de la absolución es el único medio ordinario para la reconciliación con Dios y con la Iglesia” (Cat 1497).

En el sacramento de la Penitencia celebramos el amor de Dios, hecho  misericordia de divina en sacramento. En él podemos distinguir tres personas importantes: la persona divina de Jesús que perdona, la persona del sacerdote que administra el perdón en la persona de Cristo y la persona del pecador que confiesa sus pecados.

El pecador confiesa sus pecados, según los conoce y están en su conciencia; el sacerdote escucha los pecados del penitente, a quien no conoce, o del que desconoce la personalidad constitutiva y psicológica, y todas las circunstancias en que comete cada uno de los pecados que confiesa, y los absuelve; y Jesucristo, persona divina, es quien conoce con misericordia infinita al pecador en su ser y obrar, sus circunstancias y los pormenores de cada pecado; y es el que realmente perdona.

El sacramento de la Penitencia es, en definitiva, un encuentro sacramental con Cristo, Dios rico en misericordia, que perdona todos los pecados del penitente, lo reconcilia con la Iglesia a la que ha ofendido con su pecado, el mayor mal que existe en el mundo, y le hace volver a la comunión con Dios y con los hermanos. 

El sacramento de la Penitencia está constituido por el conjunto de cuatro actos; tres realizados por el penitente, y uno por el sacerdote confesor. Los actos de penitente son: el arrepentimiento o dolor de los pecados, la confesión o manifestación de los pecados al sacerdote y la satisfacción o el propósito de realizar la reparación y las obras de penitencia (Cat 1491). 

- Arrepentimiento o dolor de los pecados     

El dolor de los pecados es una aversión respecto a los pecados cometidos, y el propósito firme de no volver a pecar, con la esperanza en la misericordia divina (Cat 1490).

Es decir, sentir pena de haber ofendido a Dios y el propósito de no querer ofender a Dios, teniendo en cuenta las condiciones del pecador.

La pena de haber ofendido a Dios no es un sentimiento en la parte sensible del hombre, que en algunos casos puede ser sentimentalismo humano o psíquico, sino un dolor de corazón o de reflexión espiritual de haber ofendido a Dios, con sensibilidad física o sin ella,  en la parte espiritual del hombre.

El arrepentimiento o dolor de los pecados (llamado también contrición) debe estar inspirado en motivaciones que brotan de la fe. Si el arrepentimiento es concebido por amor de caridad hacia Dios, se llama “perfecto”; si está fundado en otros motivos, como por ejemplo por la fealdad del pecado, temor al castigo u otros motivos humanos se llama “imperfecto”. 

La confesión o manifestación de los pecados al sacerdote 

El que quiere obtener la reconciliación con Dios y con la Iglesia debe confesar al sacerdote todos los pecados graves  que no ha confesado aún y de los que se acuerda tras examinar cuidadosamente su conciencia. Sin ser necesario, de suyo, la confesión de las faltas veniales está recomendada vivamente por la Iglesia (Cat 1493). Se necesita tener fe en el perdón de los pecados, no en confesarlos, puesto que los pecados se pueden comunicar a un hombre, por ejemplo psicólogo o psiquiatra con el fin de conseguir la curación.

Tanto el sacerdote como el penitente tienen que tener fe: el sacerdote para creer que perdona los pecados que el penitente ha cometido contra Dios, a quien ha ofendido; y el penitente para creer que Dios perdona sus pecados por medio de un hombre, que tiene el poder de perdonarlos. ¿Quién tiene que tener más fe? Acaso el sacerdote, porque siendo hombre pecador, como el penitente, se cree que perdona las ofensas que otro hombre ha hecho a Dios y no a él. 

La satisfacción o propósito de corregirse             

Es el deseo firme de no volver a pecar. Se puede dar el caso de que un pecador tenga la triste desgracia del hábito del pecado grave, y al confesar, tiene arrepentimiento de su estado de pecado y no quiere volver a pecar, pero conociendo su debilidad sabe que, sin querer, va a cometer otra vez el mismo pecado. ¿Qué hacer? Confesar, hacer lo que pueda en la lucha contra el pecado, y pedir a Dios su infinita misericordia. Y Dios que conoce el secreto íntimo de su corazón, las causas y circunstancias de sus pecados, las debilidades y motivaciones que tiene al pecar, perdonará los pecados de este pecador que se encuentra en tan triste situación; y hará con él lo que mejor convenga. 

Efectos espirituales de la Penitencia 

Los efectos espirituales del sacramento de la Penitencia son:

- la recuperación de la gracia perdida por el pecado grave;

- la reconciliación con la Iglesia;

- la remisión de la pena eterna contraída por los pecados mortales;

- la remisión, al menos en parte, de las penas temporales, consecuencia del pecado;

- la paz y la serenidad de la conciencia y el consuelo espiritual

- el acrecentamiento de las fuerzas espirituales para el combate cristiano. 

Todos los que hemos venido esta tarde a la Iglesia a celebrar el gran acontecimiento de la misericordia de Dios, avivemos nuestra fe en el sacramento de la penitencia, hagamos con devoción un examen sincero y fervoroso de nuestros pecados, acerquémonos con fe y confianza al sacerdote para que nos perdone, y esperemos el perdón de Dios, que brota de la misericordia divina, hecha sacramento.

           

 

sábado, 9 de marzo de 2024

Cuarto domingo. Cuaresma. Ciclo B

 




En la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de Dios, que estamos celebrando hoy, cuarto domingo de Cuaresma, hay una frase, profundamente teológica, que me va a servir a mí para pronunciar la homilía. Y es ésta: “Estáis salvados por la gracia de Dios y mediante la fe”.

La salvación de los hombres es una obra de la gracia de Dios, teniendo en cuenta la libertad del hombre en las cosas buenas que hace. Se podría decir que es como una empresa limitada en la que intervienen fundamentalmente la gracia de Dios y complementariamente la libre cooperación del hombre con sus buenas obras. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”, nos dice el Apóstol San Pablo. Y para que este deseo divino se pueda llevar a efecto, regala a cada uno en particular, de muchas maneras, la mayor parte de ellas de modo misterioso, la gracia que necesita para que pueda salvarse, desigual en cada hombre porque es gracia.

Quizás pueda entenderse este misterio con el siguiente ejemplo que se me ocurre. Imaginemos que un arquitecto construye una vivienda grande con muchas y distintas habitaciones de medidas diferentes en metros cuadrados: una de 20, otra de 40, otra de 100, otra de 200, 500...Y en cada una de ellas instala la iluminación eléctrica que necesita para que con un regulador, a impulsos de fuerzas distintas, el usuario pueda suministrar la luz que quiera, desde el mínimo hasta el máximo. En la habitación de 20, por ejemplo, coloca una bombilla de 60 w, en la de 40 una de 120, en la de 100, una 250, y así sucesivamente, y de manera proporcionada a la capacidad de luz que necesita cada habitación. En esto se demuestra la sabiduría del arquitecto que sabe dar a cada habitación la luz necesaria. Para que haya luz en la habitación, el usuario tendría que activar el regulador a impulsos. Habrá en ella tanta más luz cuantos mayores sean los impulsos de activación.

De manera parecida, Dios crea a cada hombre, según sus planes, con los dones sobrenaturales que quiere para que pueda salvarse, y con un regulador de potencia de gracia para que pueda suministrar la luz que quiera con el impulso de sus buenas obras. Cada hombre recibe del Espíritu Santo su propia capacidad de luz de gracia, distinta, más o menos, según el beneplácito de Dios. Cuanto mayor sea la fuerza con que se active el regulador, mayor gracia habrá en su alma. Es decir, cuanto mayor sea la intensidad de amor que se ponga en las obras que se hacen por Dios, mayor gracia se recibirá. Si el hombre muere en estado de luz y no de tinieblas, merece la salvación, y mayor aún cuanto más luz de gracia haya proyectado en sus obras. Lo importante es tener siempre activado el regulador de la luz, procurando que su alma nunca esté apagada. Es decir hacer porque el alma esté siempre en gracia y en crecimiento. Por eso, cada hombre tiene su propia capacidad de luz de gracia, distinta, más o menos, según el beneplácito de Dios. Hay hombres que con un solo impulso, muy fuerte, hace que la luz de su alma adquiera la gracia en su plenitud, mientras que otros necesitan muchos impulsos y mucho tiempo para conseguir la luz en su alma.

Esta doctrina está enseñada en el Evangelio de San Mateo (20,1-16) en la parábola de los jornaleros enviados a la viña. En pocas palabras os la voy a explicar.

Un propietario envió a distintos jornaleros a trabajar a su viña a horas diferentes: al amanecer, a media mañana, a mediodía, a media tarde y al anochecer; y a todos los contrató por el mismo jornal. Cuando oscureció, dijo el dueño de la viña a su capataz:

- Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros.

Cuando los primeros observaron que a los jornaleros del atardecer el capataz les pagó el jornal, pensaron que a ellos se les iba a dar mayor jornal, en proporción justa a las horas que habían trabajado en la viña. Pero no fue así. Recibieron todos el mismo salario. Entonces empezaron a protestar contra el propietario diciendo:

- Estos últimos han trabajado sólo un poco tiempo y los has tratado igual que a nosotros, que hemos cargado con el peso del día y el bochorno.

Pero él repuso:

- Amigo, no te hago ninguna injusticia ¿No te ajustaste conmigo en ese jornal? Toma lo tuyo y vete ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera con lo que es mío? Y terminó diciendo: Los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.

¿Cómo se interpreta esta aparente injusticia?

El propietario no cometió ninguna injusticia con ninguno de los viñadores, pues a todos les pagó el salario convenido. Pero fuera de la justicia observada, quiso ser generoso más con unos que con otros, porque con lo suyo podía hacer lo que quería. Con los viñadores de la primera hora, y con los otros de distintas horas, obró en estricta justicia; y con los de la tarde y última hora en estricta justicia y con generosidad.

Cabe interpretar también esta parábola en el sentido de que a todos les recompensó por igual, dándoles el mismo salario de la gracia. Los primeros trabajaron todo el día, pero con poca eficacia; y los de la tarde y última hora trabajaron pocas horas o poco tiempo, pero con mucha intensidad y eficacia.

Dios no paga las obras que el hombre hace por horas, sino por intensidad de amor con las hace, sean grandes o pequeñas. Se prueba esta tesis con el ejemplo del buen ladrón, San Dimas, que en un par de minutos de trabajo en la salvación de su alma, consiguió el Reino de los Cielos.

sábado, 2 de marzo de 2024

Tercer domingo de Cuaresma. Ciclo B

 


Dios creó al hombre perfecto, en estado de gracia, elevado desde el primer instante de su creación al orden sobrenatural. Poseía en la misma entraña de su ser una participación analógica de la misma naturaleza de Dios, por lo que era, como una especie de “dios” en sentido creado y humano. Además le regaló a su persona, en cierto sentido “divinizada”, unos dones preternaturales, en cuanto al alma y en cuanto al cuerpo, que no correspondían a su naturaleza. 

El alma fue creada perfecta en sus facultades de entendimiento y voluntad. El entendimiento conocía perfectamente la verdad, sin equivocarse, y sin posibilidad de mezclas de verdades y errores. 

Esto no quiere decir que el primer hombre, Adán, antes de pecar conocía toda la verdad que el hombre conoce y podrá conocer hasta el fin de los tiempos, sino que iba descubriendo verdades, sin posibilidad de equivocación; las conocería progresivamente y con facilidad y rapidez, como quien se sabe una asignatura para el examen y la repasa mentalmente. 

La voluntad fue creada tan perfecta que Adán amaba el bien, con la capacidad progresiva de amar cada día más y mejor a Dios, y a  todas las cosas, ordenadamente, con equilibrio y con gozo. 

El cuerpo fue creado por Dios con unos dones privilegiados, que superan su naturaleza animal: impasibilidad, integridad e inmortalidad. 

Concebido el hombre de esta manera, se entiende que fuera creado por Dios, y no tal como el hombre es ahora: un ser perfecto y defectuoso, al mismo tiempo: el alma con un entendimiento que conoce la verdad con mucho esfuerzo y también mezclada con errores;  la voluntad que ama y odia; en cuanto al cuerpo, una naturaleza animal, que sufre el dolor, que tiene apetencias carnales desordenas y que muere, como es lo natural al cuerpo material. 

Sucedió lo que es un misterio que no tiene respuesta de razón, sino de fe. El hombre pecó y con su pecado original perdió el don sobrenatural de la gracia y el alma quedó sometida al error y a la maldad; y el cuerpo a las esclavitudes de la carne, del dolor y de la muerte. Y desde entonces vinieron al mundo los males que son consecuencia del pecado. ¿Por qué? ¡MISTERIO! 

Pero en el mismo instante en que Adán pecó, Dios tuvo misericordia del hombre y le prometió un Salvador, el Mesías, Jesucristo, Dios mismo encarnado, gracia que supera a los bienes que antes le había concebido en su creación. Así lo afirma la liturgia del Sábado Santo: Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor! 

Dios dio a Moisés los mandamientos, que no son cargas para el  hombre, ni órdenes que Dios le impuso para servirse de él, como Dios y Señor, sino que son  las estructuras necesarias para que el hombre sea reciclado de hombre viejo en hombre nuevo, las mejores gracias  para que sea él mismo. El cumplimiento del Decálogo es la única manera que necesita el hombre para conseguir la perfección humana y cristiana,  la felicidad en esta vida y la gloria eterna en el Cielo. 

El primer mandamiento, en el que están resumidos todos los demás, es, como hemos escuchado en la primera lectura: “No tendrás otros dioses fuera de mí”, que es lo mismo que decir: Amarás a Dios sobre todas las cosas. Es decir que no debemos endiosar a los ídolos de la tierra, que pueden resumirse en tres principales: el dios de poder, el dios de la sexualidad y el dios del dinero. 

A Dios se le ama siguiendo a Jesucristo, que como nos dice la segunda lectura de la liturgia de hoy, es Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los griegos. Hay que amar primero al Cristo de la cruz para gozar después del Cristo glorificado. La cruz es necesaria para demostrar el amor a Dios y conseguir el Cielo.