jueves, 28 de marzo de 2024

Viernes Santo. Ciclo B

 



Con Jesús habían sido crucificados dos ladrones, bandidos, salteadores, sediciosos, en cumplimiento de la ley judía para los criminales facinerosos de sangre fría. En aquella época toda Palestina estaba plagada de gentes de perversa condición social, nos dice el historiador Flavio Josefo.

Terminada la salvaje crucifixión de Jesús, levantaron la cruz en alto, la sujetaron en tierra, y colocaron a dos condenados a muerte de cruz, uno a la derecha y otro a la izquierda de Jesús, que estaba en el centro, para honrar con mofa al llamado rey de los judíos. De esa manera se cumplió el vaticinio de Isaías: “Se entregó a la muerte y entre rebeldes fue contado” (Is 53,12).

Como a estos actos populares asistía gran número de gente, porque resultaba un espectáculo de odio, diversión o curiosidad. Los que pasaban por delante ultrajaban a Jesús moviendo la cabeza diciendo: Tú que eres capaz de destruir el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo. Si eres hijo de Dios, baja de la cruz. De igual manera los sumos sacerdotes a una con los escribas y ancianos, mofándose de Jesús repetían con ironía: “A otros ha salvado y a sí mismo no puede salvarse. Que baje ahora de la cruz, y creeremos en él. También le injuriaban los ladrones crucificados con Él” (Mt 27,39-43).

Uno de los ladrones seguía insultando a Jesús repitiendo: “¿No eres tú el Cristo? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros” (Lc 23, 39). En cambio, el otro, conmovido por el silencio de Jesús y su actitud sufriente, reflexionó y, le reprendió con justicia: ¿“Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada” (Lc 23, 40-41). Y es que la gracia de Dios vino a él en aluvión, el corazón se le rompió por el intenso dolor de los pecados de toda su vida, volvió la cabeza hacia Jesús agonizante, clavó tímidamente sus ojos en los de Él, y con mirada, tristemente desencajada y voz resquebrajada, con absoluta confianza dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” (Lc 23, 42). Solamente pidió a Jesús un recuerdo de él en su Reino, no más, sabiendo que era el Mesías, y se convirtió en un instante totalmente. Y Jesús, Dios misericordioso, por esa petición perdonó toda su vida depravada y lo canonizó diciendo: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43). La fuerza de la gracia es tan omnipotente que convierte a un gran pecador, arrepentido, en un santo en unos instantes.

La conversión del pecador es un misterio de la gracia de Dios que humanamente no se puede entender, ni explicar, y ni siquiera imaginar. Los teólogos de todos los tiempos de la Historia de la Iglesia, especialmente Santo Tomás de Aquino, teniendo en cuenta la Sagrada Escritura y la revelación de la Tradición, han explicado minuciosamente y con atino la doctrina de la gracia sobre la conversión, basándose en las muchas y variadas experiencias de convertidos. La comprensión de la conversión de cada pecador corresponde solamente a la omnipotente sabiduría infinita de Dios, rico en misericordia, hecho real y misterio desconocido por los hombres.

¿Por qué unos hombres nacen con predisposición para la fe, la reciben en el bautismo de modo connatural, y la fomentan en su crecimiento, sin mayor problema? ¡Misterio de la gracia!

¿Por qué muchos reciben la fe, la conservan y aumentan con muchas dificultades, oposiciones, esfuerzos, luchas, vencimientos insoportables de carácter, triunfos apoteósicos y derrotas espectaculares? ¡Misterio!

¿Por qué otros nacen con cierta inclinación a la fe, la reciben y viven con alegría, la defienden a capa y espada, la viven con entusiasmo, y luego la abandonan, se apartan de Dios, teniéndolo escondido en el corazón, y después de muchos años vuelven a la Iglesia por cualquier insignificancia y sin motivos especiales, como conocemos los confesores?

¿Por qué otros, fervorosos cristianos y sacerdotes, apóstoles en una etapa de su vida, cayeron en los lazos del enemigo, perdieron la fe y no la recuperaron nunca aparentemente?

Estos y otros muchos interrogantes se pueden formular, sin que nadie pueda dar respuesta humana a ninguno de ellos.

La conversión del pecador en su inicio y desarrollo hasta llegar a su plenitud es un misterio de la gracia en el hombre, humanamente imposible de conocer. Nadie se convierte si antes no es convertido por la gracia de Dios, y nadie se santifica si Dios no le conduce con su gracia. Se efectúa por el poder de la gracia y la cooperación del hombre en las buenas obras, de infinitas maneras.

El hombre con la gracia actual que proviene de Dios puede prepararse para recibir la fe católica o convertirse, utilizando los medios que enseña la Iglesia: oración, lecturas piadosas, conferencias, retiros, ejercicios espirituales, charlas, buenas amistades, diversos apostolados, enfermedad, salud, y otras muchas circunstancias. Todos los católicos hemos llegado a la fe, la conservamos y aumentamos por las circunstancias buenas o por las gracias actuales que el Espíritu Santo nos ha regalado siempre, principalmente en momentos críticos.

El convertido puede con la gracia de Dios santificarse utilizando los medios tradicionales de santificación:

-la oración bien hecha, aunque no sea técnicamente perfecta en la forma, pues ora el que trata con Dios amistosamente con oraciones compuestas o palabras improvisadas, incluso sin ellas con el pensamiento y el corazón, de la manera que sepa y pueda, pues la oración sube al Cielo como la luz del sol baja a la tierra a través del espacio con luminosidad, oscuridades, nubes, borrascas, rayos, relámpagos y truenos;

-la Eucaristía bien celebrada y recibida, y no por rutina, costumbre o simplemente gusto personal. Hay muchas personas que participan en la Eucaristía porque les gusta simplemente o comulgan por cierto fervor humano, y no como alimento de la vida del alma, remedio de los pecados y progreso espiritual;

-la lucha decidida y resuelta contra todo pecado, pues con el pecado venial cometido con tibieza, la gracia no crece en el alma en su curso normal y se estanca. Con el pecado mortal desaparece la gracia y deja el alma muerta para la operación sobrenatural;

-la doma de las pasiones con la penitencia continua, pues las pasiones impulsan al pecado, y no dominadas o desbocadas animalizan al hombre, y la santificación se hace prácticamente imposible;

-el ejercicio de virtudes en las obras buenas que santifican juntamente con la oración y frecuencia de los sacramentos, especialmente el de la Confesión y Eucaristía. Las virtudes son las potencias sobrenaturales de la gracia, que convierten las obras buenas en meritorias.

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