sábado, 29 de junio de 2024

Décimo tercer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 



El Evangelio que acabamos de proclamar en el nombre del Señor, hoy domingo décimo tercero del tiempo ordinario, ciclo b, nos habla de la fe de dos grandes personajes, que han pasado a la Historia de la Iglesia como modelos de fe para el cristiano: la fe de Jairo y la fe de una mujer conocida con el nombre de Hemorroísa.    
       

La homilía de hoy va a consistir en hacer un comentario espiritual sobre el texto del Evangelio.           

No se sabe cuándo ocurrieron estos dos milagros, que nos cuentan los evangelistas Mateo (Mt 9,20-26); Marcos (Mc 5,25-43; y Lucas (Lc 8,43-56) con pequeñas diferencias en la narración. Es probable que Jesús se encontrara ya en el segundo año de su vida pública, teniendo por residencia Cafarnaúm, sede central desde donde realizó su apostolado en Galilea. En distintos lugares y en diferentes ocasiones Jesús predicó las principales parábolas del Evangelio. Después hizo una breve expedición a Gerasa donde curó a dos posesos , y luego,  acompañado de sus discípulos, se dirigió en barca a la ribera de Cafarnaúm. Apenas desembarcaron, observaron que en la orilla había una gran muchedumbre. Estaba todavía Jesús junto al mar, cuando un personaje, presidente de una de las sinagogas de la ciudad, con expresión de suma tristeza en el rostro, se acercó a Jesús, se postró a sus pies, le adoró y le hizo la siguiente apremiante súplica:             

Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.

Y Jesús, compadecido de este padre que tenía el corazón partido de pena, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud se encaminó hacia la casa de Jairo con el fin de curar a su hija, que tenía 12 años. Y sucedió que en el camino, irrumpió una mujer conocida por los comentaristas del Evangelio por el nombre de la hemorroísa.  Estaba enferma de hemorragias durante doce años, y había gastado todo su capital en médicos, y cada día se encontraba peor. A empujones y tratando de no molestar, esta buena mujer de fe intentaba acercarse a Jesús, a quien sólo conocía de oídas, pensando para sí que si lograba tocar el manto de Jesús, se curaría. Y lo consiguió, pues silenciosamente por detrás tocó su manto, sin que nadie lo advirtiera. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado.

Jesús, notando que había salido fuerza de Él, se volvió a la turba entre la que se encontraba la hemorroísa, y preguntó:

-¿Quién es el que ha tocado el manto?

Pedro, los discípulos y los que con Él estaban, alborotados le contestaron:

-Qué cosas tienes, Señor! ¡Qué preguntas! Estás viendo que todos te tocamos porque no puedes rebullirte, y preguntas: ¿Quién me ha tocado?

Entonces Jesús echó una mirada sobre la turba buscando a la persona que le había tocado, mientras decía:

-Alguien me ha tocado, porque de mí ha salido una fuerza curativa.

Jesús debió posar su mirada, de manera significativa, sobre la hemorroísa de tal manera que quedó descubierta. Entonces la pobre mujer temiendo y temblando se postró a los pies de Jesús y le confesó todo. Y Jesús con semblante bondadoso y mirada agradecida, le dijo:

-Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.


Todavía estaba hablando cuando llegaron de la casa de Jairo, jefe de la sinagoga, unos criados para decirle un poco en privado:

-Jairo, tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?

Jesús alcanzó a oír esta misiva y dijo a Jairo.

-No temas, basta que tengas fe.

Y luego, acompañado solamente por Pedro, Santiago y Juan llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Y dijo:

-La niña no está muerta, está dormida. Y se reían de Él. Entró donde estaba la niña con sus padres y acompañantes y cogiéndola de la mano, le dijo:

- Niña levántate.

Y la niña se levantó y echó a andar. Y todos se quedaron viendo visiones.

¿Cómo era la fe de estos dos personajes?

Tanto la fe de la hemorroísa como la de Jairo era una fe  en Jesús, popular, religiosa, un tanto supersticiosa, considerado como profeta taumaturgo de Galilea, y no como verdadero Dios. Para que la hemorroísa pudiera ser curada, tenía que tocar el manto de Jesús; y para que la hija de Jairo fuera sanada, tenía que ir Jesús a su casa e imponer las manos. Más perfecta fue la fe del Centurión que creía en el poder de la palabra de Jesús, sin necesidad de tocar al enfermo:

-“Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, más di una sola palabra y mi criado quedará sano”. Sabía que no era necesario el tacto de Jesús, aunque Él solía hacer siempre un gesto, imponer las manos, tocar, como hizo con un leproso que le pedía:

-“Señor, si quieres, puedes curarme”.  Bastaba para que fuera curado que Jesús quisiera. Y Jesús quiso, pero extendió su mano y le tocó para curarlo.           

La fe de los personajes del Evangelio no era teológica, como la que tenemos nosotros, heredada y estructurada en definiciones dogmáticas, debido a una formación catequética o teológica. Pero era fe del corazón bueno y creyente.

También en nuestros días los cristianos acuden a Jesús a pedirle gracias o milagros, y para conseguir estos favores tienen que ir y tocar, como por ejemplo a Jesús de Medinacelli. Aunque esta fe sea primaria y no teológica, hay que respetarla y jamás ridiculizarla, pero sí educarla, pues sólo Dios premia la fe del corazón sencillo y no la fe de la cabeza. Para que Jesús nos escuche, no hace falta tocarle, sino tocarle con fe. Cuando comulgamos, tocamos el Cuerpo de Jesús, que es más que tocar el manto, como hizo la hemorroísa, y no nos curamos.

sábado, 22 de junio de 2024

Décimo segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 




La tormenta puede ser símbolo de la tormenta de las pasiones o de las circunstancias adversas y peligrosas que se presentan en la vida que infunden miedo y en las que no sabemos qué hacer. Como los Apóstoles tenemos que luchar con todas nuestras fuerzas para vencer todos los obstáculos con la gracia de Dios, pero sabiendo que estamos ayudados por Jesús, que está pendiente de todos nuestros problemas. Y cuando se presenten los inminentes peligros, acudir a Jesús, convencidos de que vendrá a nosotros, aunque nos parezca que es un fantasma. El nos dirá como a sus discípulos: ¡Ánimo, que soy yo! No seamos inoportunos, como Pedro, pidiendo un milagro para saber que es Él. Cuando nos parezca que nos hundimos porque las tentaciones son muy fuertes y vehementes y las circunstancias nos van a ahogar, gritemos: ¡Sálvanos, Señor, que perecemos! Y con toda seguridad Jesús vendrá donde nosotros, nos agarrará de la mano, nos sacará a flote, aunque cariñosamente nos reprenda para aumentar nuestra fe: ¡Hombres de poca fe! ¿Por qué dudasteis? Y luego, amainado el viento de la tempestad, nos llevará a la barca de la Iglesia donde de rodillas le adoraremos como a nuestro Dios y Señor.

Fuera de peligro, en la vida ordinaria debemos pedir al Señor las gracias que necesitamos en momentos difíciles con humildad y confianza, esperando de Él la respuesta que sea, que será la mejor. Él no nos concede muchas veces las gracias que le pedimos, porque sabe, y nosotros no, que no son realmente necesarias para la vida eterna, según su santísima voluntad. Pedimos, por ejemplo, el milagro de la salud, y no se nos concede, porque tal vez la enfermedad puede ser el único y mejor medio para nuestra conversión, la de otros o para un bien desconocido, que sólo Dios sabe. A Dimas, el buen ladrón, el mejor de los ladrones porque supo robar el corazón de Jesús, su crucifixión, un castigo legal que él no quería, le sirvió precisamente para arrepentirse de sus pecados y ganar el Cielo en un instante.

No nos ama el Señor más cuando nos concede aquello que nos gusta, nos interesa o mejor se ajusta a nuestros caprichos o necesidades, que cuando nos manda o permite la cruz dolorosa, que por ningún motivo queremos. Nos quiere de igual manera, y quizás más, aunque la carne se revuelva contra el espíritu y nos parezca que no se explica que el sufrimiento venga de Dios, que es Padre. Es natural que nos guste más el gozo, siempre deseado, que el dolor que se rechaza por naturaleza. El amor al dolor, por el dolor, es una filosofía excéntrica masoquista. Sólo tiene sentido como medio para un bien, expresión del amor, motivos religiosos o causas nobles y sublimes.

Porque Jesús, Dios, hecho hombre, padeció y murió en la cruz para redimirnos del pecado por amor, el dolor tiene sentido divino. Dios te ama siempre de todas formas, y mucho, aunque no te lo parezca. Te ama tanto como si fueras tú la única persona del mundo, objeto exclusivo de su amor infinito. No pedimos, como Pedro, inconsecuencias a Dios, cuando como niños, le suplicamos que nos conceda lo que creemos que es mejor; ni tampoco es falta de fe rogar al Señor gracias milagrosas

sábado, 15 de junio de 2024

Décimo primer domingo. Tiempo ordinario. ciclo B

 


"Caminamos sin verlo, guiados por la fe" (2 Co 5,6)

“El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado” (Mc 16,16) 

La liturgia de la Palabra en la segunda lectura de este domingo me ofrece una oportunidad para exponer esquemáticamente unas breves reflexiones sobre la fe, recordarla,  vivirla consecuentemente y pedir por los que  la tienen  prendida con alfileres, equivocada o no la tienen. Los cristianos somos peregrinos en la tierra que caminamos con los ojos vendados, sin ver a Dios,  guiados por la fe, siguiendo el Magisterio de la Iglesia.

Enumero los títulos principales de la fe que voy a explicar doctrinalmente con comentarios espirituales: Naturaleza de la fe, la fe es misterio, la fe es gracia, la fe es vida, la fe es obediencia, la fe es compromiso, la fe es necesaria para la vida eterna, la fe divina se vive humanamente.

 Naturaleza de la fe

La fe no es esencialmente:

- un gusto humano que se practica y se vive, si gusta; y si no gusta, como es opción libre, se deja, y no pasa nada;

un sentimiento religioso que se fomenta, si se siente o se abandona, si no se siente, aburre, cansa, y, si no dice nada, se deja;

- ni una costumbre de rezar oraciones, practicar devociones o asistir a actos religiosos, procesiones por devoción, obligación o compromiso. Porque la fe y el bautismo son necesarios para salvarse  (Mc 16,16) de hecho o en el deseo.

La fe es un don divino con cierta inclinación, distinta en cada persona, a las cosas de Dios. Puede ser verdadera, como la fe católica, vivida por los  cristianos de muchas maneras,  o equivocada o falsa, vivida por muchos hombres religiosos por distintas razones sociales o históricas. En sentido católico no tiene más fe el que más le gusta, practica y  siente las cosas de Dios, sino el que cumple con gusto, sin él o sacrificio los mandamientos de Dios, pues la fe  no es un gusto, sino una obligación; ni tampoco un sentimiento religioso, porque en bastantes personas es un  desequilibrio psíquico. "La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado" (Cat 151).    

La fe es misterio

Si  Dios es misterio en el ser y en el obrar, las verdades sobre Él tienen que  ser forzosamente misteriosas, pues no caben las realidades de Dios en el entendimiento humano, como no caben las aguas del mar en un dedal. Los misterios de fe superan la capacidad de los sentidos y la potencia del entendimiento, pero no se oponen a la razón, sino que están sobre la razón, porque son sobrenaturales y se viven sin entenderlos. "La fe es la garantía de las cosas que se esperan, la prueba de aquellas que no se ven" (Heb 11,1) 

La fe es gracia

La fe no  se puede conseguir con las fuerzas naturales porque es gracia que se recibe de Dios en el bautismo o en sus suplencias, como veremos después. Sólo el Espíritu Santo causa la fe, y  los medios naturales  la  ocasionan, como los padres transmiten la vida que Dios causa. "Por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda presumir" (Ef 2,8-9).   

La fe es vida

La fe no consiste en creer simplemente un conjunto de verdades reveladas, porque se cree para vivirla. Los cristianos que  viven en gracia  rezan el credo, y los que están en pecado mortal o no creen lo recitan. "El que cree tiene vida eterna" (Jn 6, 47)

Sólo el Papa es el Maestro Supremo de la fe en toda la Iglesia; los Obispos son también Maestros auténticos de la fe en su propia Diócesis, si están concordes entre sí y bajo la autoridad del Papa; los teólogos son estudiosos de la fe, y los sacerdotes, catequistas y cristianos son propagadores o evangelizadores de la fe que enseña y vive la Iglesia.

Se  avanza en la fe con la gracia de la persecución  y la providencia del tropezón. Por el camino de la fe se anda con los pies haciendo juego con las rodillas en la oración, vida sacramental y operatividad de buenas obras.   

La fe es obediencia

El que tiene fe obedece  siempre y todo lo que la Iglesia manda.

"Cuando Dios revela, hay que prestarle la obediencia de la fe, por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad. Para profesar la fe es necesaria la gracia de Dios que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad" (DV 5). Sin la gracia de Dios no se llega a la fe por la lógica de ciencia natural, ni se vive sin los auxilios del Espíritu Santo que ilumina la mente y mueve el corazón para aceptar y creer la  Verdad de Dios.

 La fe es compromiso

La fe es una exigencia bautismal que compromete a todos los cristianos, y no una opción libre que se elige.  Los mandamientos de la Ley de Dios son obligatorios pero libres, ateniéndose al examen final  del juicio de Dios, justo y misericordioso después de la muerte. Algo así como al estudiante es libre estudiar la carrera, pero es obligatorio aprobar el examen para obtener el título académico. 

La fe es necesaria

"El que crea y sea bautizado se salvará, pero el que no crea se condenará" (Mc 16,16), dice el Evangelio.

 Sin fe nadie puede salvarse. El Bautismo de agua es necesario para la salvación, pero tiene sus suplencias: la buena fe de los  que viven la religión que conocen y  la profesan con sincero corazón, la rectitud de conciencia en el  bien obrar y la misericordia infinita, pues Dios es tan infinitamente sabio, poderoso y misericordioso que no se somete a un solo medio para la salvación de todos los hombres, pues son infinitos los caminos,  no catalogados en la teología de la fe católica, por los que Dios salva. "El Bautismo de sangre, como el deseo del Bautismo, produce los frutos del Bautismo sin ser sacramento" (Cat  nº 1258). 

La fe divina se vive humanamente

La fe, que es divina, se vive de manera humana con virtudes, defectos, pecados, miserias, debilidades, condicionamientos, rarezas, manías, complejos, fanatismos,  evaluados por la misericordia infinita de Dios, Padre.  La fe coexiste con la ignorancia religiosa, y la ciencia teológica que puede existir sin  fe.

Dialoga sobre la fe con quienes quieren conocerla; compártela  con quienes quieren vivirla contigo; enséñala a quienes quieren aprenderla; y predícala a quienes quieren escucharla, pero no la impongas a nadie.

 

sábado, 8 de junio de 2024

Décimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

  


No sabemos el lugar dónde se encontraba Jesús predicando el Evangelio, cuando su Madre y sus parientes acudieron a una casa para hablar con Él. Probablemente en casa de San Pedro o San Mateo ¿Sería Cafarnaúm?

A todos los pueblos iba llegando la noticia de Jesús, el carpintero Profeta de Nazaret. Unos por pura curiosidad, otros por santos deseos, y otros con escepticismo buscaban la ocasión de escuchar la nueva doctrina de Jesús, que iba calando en el pueblo llano y sencillo de corazón, y, a la vez, despertando intrigas en los incrédulos. A medida que iba pasando el tiempo crecía más su fama. La gente acogía en masa la doctrina del nuevo Maestro en un ambiente público de opiniones contrapuestas.

Sin embargo, pronto empezó la lógica persecución que suscita la envidia. Los maestros de la ley, sacerdotes, partidos políticos y autoridades estaban de acuerdo en que era peligroso dejar que Jesús sembrara nuevas ideas en Israel, pueblo profundamente religioso, anclado en la fe de Abrahán y doctrinalmente sustentado en la ley de Moisés. Había que vigilar a ese nuevo profeta revolucionario y no dejarle predicar por libre, porque, además de no acreditar título alguno, su doctrina atentaba contra la fe tradicional. Jesús con su autoridad creó en Israel problema político y religioso, sin pretenderlo, simplemente por la sencilla y llana predicación del Evangelio, que por sí mismo compromete. De modo que por el capítulo de la religión y el de la política era perseguido.

María y sus familiares íntimos, no conformes con las distintas noticias de pura referencia que les iban llegando, quisieron conocer de viva voz la doctrina de Jesús. Tal vez intentarían también apartarle del peligro de los enemigos, que cada vez eran más enconados. Con estas o parecidas intenciones, un buen día sus parientes decidieron escuchar a Jesús y hablar con Él.

Predicaba el Maestro en una casa de un lugar desconocido. Una inmensa multitud de hombres, mujeres y niños apiñados lo escuchaban en riguroso silencio, desde la puerta, por no poder entrar en la habitación. A duras penas se podía oír su voz potente y sonora que metía en el corazón chorros de gracia. No era posible franquear la entrada y acercarse más a Él para verlo mejor y escuchar la palabra en su propia salsa. Los que iban llegando tenían que situarse detrás de la última fila, donde había que afinar el oído para no perder el sentido de la frase, pues algunas palabras se quedaban prendidas en el aire. La gente tenía aguante para resistir los inconvenientes del lugar, de la postura y del clima, con tal de escuchar la nueva doctrina de Jesús, que predicaba palabras de fuego, que se metían a barrena en el corazón, y en él quedaban clavadas, sin posibilidad de sacarlas.

Sucedió que en un momento del discurso apareció un grupo nuevo de oyentes, presidido por una mujer mayor con aspecto rejuvenecido. Todos los que se encontraban en los últimos puestos, pegados a la masa, volvieron con disimulo la cabeza para averiguar quiénes eran aquellos personajes desconocidos. Uno del grupo, pariente de Jesús, dijo por lo bajo al que estaba más cerca de él:

¿Tardará mucho Jesús en terminar el sermón?

Cuando el Maestro empieza a hablar nunca se sabe cuándo termina. A veces se tira toda la tarde predicando, y todos le escuchamos entusiasmados, sin sentir cansancio. ¡Dice unas cosas tan bonitas, tan originales que deja a uno embobado!

Es que somos la madre y los hermanos de Jesús, que queremos hablar con Él.

Pensando que se trataba de un recado urgente, la noticia fue pasando silenciosamente de boca en boca, de unos a otros hasta llegar a los primeros oyentes que escuchaban la palabra de Dios, sentados en el suelo. Jesús, que solía predicar observando todo, y sin perder el hilo de su discurso, se daba cuenta de que algún rumor se transmitía en silencioso y discreto cuchicheo. Veía que cada uno que recibía el mensaje clavaba en Él sus ojos, y volvía luego la cabeza para atrás, como queriendo buscar con la mirada a la madre del gran profeta.

Todos empezaron a empujarse con el fin de abrir un paso, para que la madre del predicador pudiera acercarse a Él y transmitirle el mensaje. Pero resultaba prácti-camente imposible, pues no había manera de hacer un claro en una multitud de personas tan espesa, apretada y compacta, en la que nadie podía rebullirse. A un oyente cercano, de esos que tienen soltura para romper la timidez natural, se le ocurrió que la mejor solución era decir al Maestro que su Madre y su familia querían hablar con Él. Y con aire resuelto dijo:

"Tu madre y tus hermanos están afuera y quieren hablar contigo" (Mt 12,47).

Entonces Jesús, utilizando la dialéctica propia de los judíos para las respuestas difíciles, respondió preguntando:

"¿Quién es mi Madre y quiénes son mis hermanos?" Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,48-50).

El gesto solemne de extender la mano hacia sus discípulos formó parte sustancial del relato, pues el profeta no solía utilizar otra mímica que la que fluía natural en el transcurso de su predicación. El sacerdote extendía las manos solamente en la acción litúrgica para bendecir, como expresión de arrancar del Cielo gracias que impartía sobre los que eran bendecidos; y el profeta para subrayar las palabras que contenían un significado trascendente en la predicación.

La frase interrogativa ¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? produjo en los oyentes opiniones diferentes.

Los religiosos circunstanciales, indiferentes y descreídos, pensaron que las palabras de Jesús fueron despectivas, una especie de renuncia a la familia: renegar de la sangre, o como mínimo, posponer la familia a los amigos.

Dicen los racionalistas que María fue una mujer común, un personaje sin misión histórica. Aparece en la vida de Jesús de refilón, de paso, sin ser en ningún momento protagonista. Ernesto Renán afirma que Jesús, desde su infancia, se mostró en abierta rebeldía contra la autoridad paterna, como se demuestra en el episodio del Niño en el templo. En su vida pública fue descastado, despegado para con su propia familia, y predicó la ruptura o escisión entre sus miembros, como lo demuestra el siguiente texto: "Porque he venido a poner al hijo en contra de su padre, a la hija en contra de su madre, a la nuera en contra de su suegra. De suerte que los enemigos del hombre son los de su propia casa. El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí, y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí." (Mt 10,35-37).

Jesús, siguen diciendo los liberales del pensamiento racional, pertenecía a los hombres raros, aislados de este mundo, que no pisan tierra, y viven obsesionados por la idea de un mundo futuro, lleno de felicidad eterna, puramente imaginaria. El Mesías, para ellos, fue un profeta que habitaba en el cascarón de su mundo interior, que no se relacionaba con los hombres nada más que en razón de unas ideas obsesivas de un reino fantástico.

Seguramente los parientes de Jesús se sintieron también desconcertados, dolidos, y hasta ofendidos por sus palabras, que consideraron como un desprecio, un reproche, o como mínimo una desconsideración. Probablemente algunos, los más susceptibles, intentaron malmeter a María contra su Hijo, por la dureza con que les había tratado a todos. Pues no acudían a Él a pedirle un favor, sino para verle, hablar con Él, escuchar su palabra, llenarse de gozo y presumir de orgullo santo ante los demás, por tener en la familia un profeta sin igual.

Lo mismo sucede hoy con los cristianos "criticones", que a todo sacan punta y cogen las cosas por donde queman. Sin embargo, los virtuosos, y con más razón los santos, todo lo comprenden y juzgan con caritativa comprensión y misericordia. Es cierto que algunas palabras y comportamientos de los santos no se entienden y hasta molestan, siendo en ocasiones objeto de crítica familiar e incomprensión social, porque conceptúan las cosas desde perspectivas distintas a las del mundo. El santo está colocado en la cima de la montaña de la santidad, ve las cosas de la tierra desde la altura del Cielo, y ajusta su modo de vivir a un estilo que transciende la comprensión de los humanos. Los santos hablan de lo que conocen, y viven viendo las cosas con la potencia sobrenatural de la fe, mientras que los mundanos no tienen más visión que la miopía de sus propios ojos. Tan apegados están a la tierra que con sus pies pisan siempre barro, y no tienen alas para remontar el vuelo a las alturas. Las pasiones, el egoísmo y la vanidad les han cortado las alas, y no pueden volar para ver la hermosura de la Tierra desde Arriba.

Los oyentes espirituales, que escucharon la frase aparentemente desconcertante de Jesús, entendieron perfectamente su sentido, pues sabían por la Sagrada Escritura que el cumplimiento de la voluntad de Dios era la norma suprema de perfección, y estaban habituados a este lenguaje. Para ellos la sentencia se ajustaba perfectamente al gran mandamiento de la Ley: "Amarás a Dios sobre todas las cosas". La verdadera familia está constituida por aquellos que cumplen la voluntad de Dios. Esta frase por sí misma no condena las relaciones de sangre, sino las coloca en su sitio: primero Dios y los que cumplen su voluntad, y luego la familia de sangre y la humana. ¿Entendió María el significado de esta pregunta literalmente comprometida?

María tuvo tentaciones externas, como Jesús, y se preguntaba muchas cosas que no entendía de su propio Hijo. Aunque era Inmaculada, crecía en edad, sabiduría y gracia entre tribulaciones y tentaciones delante de Dios y de los hombres. El interrogatorio interno que se hacía sobre los misterios de la vida, palabras y actitudes de Jesús era sereno y pacífico. A cada pregunta que se hacía encontraba rápidamente su solución espiritual. Pongamos algunos ejemplos del cuestionario posible que se haría María:

¿Por qué siendo Dios se hizo hombre, hijo suyo, con todas las debilidades humanas menos el pecado? ¿Por qué tantos años oculto en Nazaret, y nada más que tres en la vida pública para predicar el Evangelio? ¿Por qué tan cariñoso con todos y tan arisco aparentemente para con su Madre en ocasiones? ¿Por qué recibía tanta persecución, si solamente predicaba la palabra de Dios y realizaba milagros en bien de los necesitados? ¿Por qué no le entendían los sacerdotes y lo rechazaban? ¿Por qué no ablandaba los corazones empedernidos de los escribas y fariseos, siendo Dios Todopoderoso? ¿Por qué...?

María entendía en su corazón los misterios de la vida de su Hijo por el don de sabiduría del Espíritu Santo. Desde que el Niño se perdió en el templo, y María escuchó sus extrañas palabras, que entonces no entendió, se acostumbró a pensar las cosas guardándolas en el corazón, dándoles una interpretación desde una perspectiva sobrenatural. Por eso, María comprendió divinamente, en su verdadero sentido espiritual, la frase que en su estructura gramatical rozó, tal vez, ligeramente la superficie de la sensibilidad de su corazón. Como Ella sabía el pensamiento de su Hijo, y estaba acostumbrada a oír este tipo de frases, entendió perfectamente el significado transcendente de "¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?"

Por el contexto de este pasaje se puede llegar a la conclusión de que Jesús aprovechó la ocasión de la visita de su madre y hermanos para improvisar una especie de parábola, que Willam explica con estas palabras: "El Reino de los Cielos se puede comparar con una parentela. En ésta hay una cabeza y muchos miembros. Todos los que están unidos con la cabeza por la misma sangre dependen de ella y forman con ella como un todo. Así sucede también en el parentesco celestial de los hijos de Dios, de todos aquellos que hacen la voluntad del Padre celestial: todos están emparentados unos con otros; son al mismo tiempo hermanos y hermanas y madres".

Jesús no desprecia ni menosprecia el parentesco de sangre, sino que establece el grado jerárquico que le corresponde dentro de la gran familia de los hijos de Dios.

 

DICHOSOS MÁS BIEN LOS QUE ESCUCHAN LA PALABRA DE DIOS Y LA PONEN EN PRÁCTICA (Lc 11,28)

 

"Acababa Jesús de expulsar a un demonio que había dejado mudo a un hombre. Cuando el demonio se fue, el mudo habló. La gente se quedó asombrada" (Lc 11,14).

Sus enemigos le acusaban de que hacía milagros con la fuerza del poder de Belcebú, príncipe de los demonios. Jesús refuta la calumnia con argumentos contundentes. Nadie tira piedras a su tejado. El demonio no puede ir contra sí mismo. Luego está claro que Yo, decía Jesús, realizo los milagros por la fuerza de mi propio poder, demostrando que el Reino de Dios se había hecho presente entre ellos. Por consiguiente, "el que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo desparrama" (Lc 11,23).

La palabra de Dios, argumentada con sabia dialéctica, se metía dentro del corazón de los oyentes que la escuchaban con sencillez, causando suavemente en ellos paz y alegría. Todos se sentían irresistiblemente atraídos por su fascinante Persona y entusiasmados por el fervoroso fuego de su palabra. Cada uno experimentaba en su interior una renovadora transformación misteriosa, que le impulsaba a dejarlo todo y seguir al Maestro, de formas diversas. Al mismo tiempo se acrecentaba la rabia satánica de los fariseos, que le acusaban de hacer los milagros en nombre de Belcebú (Lc 11,15). Los que escuchan la palabra de Dios con corazón endurecido reciben el castigo de la carcoma de la envidia.

Entre la multitud de oyentes que escuchaban la Palabra de Dios con pureza de corazón, había una mujer de pueblo, humilde y sencilla, tal vez madre, que fue noticia evangélica. Tenía la tez aceitunada, ojos negros grandes que en su brillo escondían una mirada recatada, ingenuamente entristecida. Su pelo negro estaba celosamente tapado con una burda toca, que le dejaba al descubierto su cara de mofletes pronunciados y con nariz respingona. Su túnica de color gris con rayas blancas verticales, "parcheada" de remiendos bien echados, cubría su diminuto cuerpo, de tipo desgarbado. Escuchaba atentamente la palabra de Jesús. Su comportamiento respetuoso denotaba nerviosismo. De cuando en cuando se pasaba la mano por la cara como para acariciarla, exhalando intermitentes suspiros nacidos de lo más profundo del corazón, que irremediablemente se dejaban oír. Empezaba a resultar molesta a los que a su lado la observaban con cara destemplada. De repente, se empinó para ver mejor a Jesús, que predicaba en plena calle, subido sobre el poyete de la puerta principal de una casa. Y, después de haber conseguido una visión aceptable, puesta de puntillas para salvar con su mirada la dificultad de las cabezas, emitió un profundo suspiro, que arrancó de su garganta el vulgar y clásico piropo de una mujer entusiasmada: "Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron" (Lc 11,27).

La alabanza pública que hizo aquella piadosa israelita a la madre de Jesús, expresada en sentido popular, no pudo ser más sincera, espontánea y cariñosa. Sin embargo, la respuesta de Jesús a esta alabanza pareció a muchos peregrina, extraña, fuera de contexto: "Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11,28). Esta frase contiene un sentido místico, que conviene explicar.

Si nos fijamos atentamente en el texto, las palabras de

Jesús no niegan la dignidad de su madre, sino que afirman que por encima de ella existe otra mejor: la de los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Es más importante, vino a decir, ser fiel cumplidor de la voluntad de Dios que ser madre de un profeta. Esto es lo que nos enseña, en definitiva, la más elemental teología de espiritualidad.

El fin supremo del hombre es dar gloria a Dios, y el inmediato y próximo cumplir siempre y en todo su voluntad, causa suprema de todo bien. Cuando el hombre se mete de lleno en Dios y ajusta su voluntad a la divina está en la órbita de la santidad. Salirse libremente del espacio del amor divino es lo mismo que negarse a respirar la atmósfera en la que se vive.         

Dentro de la verdad absoluta y objetiva del bien, bajo la perspectiva sobrenatural, no existen valores humanos mejores unos que otros, porque cada uno de ellos tiene el mismo precio: el valor que les da el amor en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Humanamente hablando un hombre inteligente es más importante que otro menos inteligente y que un subnormal. Pero para Dios es igual el genio que descubre un invento de repercusión mundial que el pobre hombre que no tiene más que dos dedos de frente. Ambos valen igual, como criaturas de Dios, porque cada uno ha sido creado para cumplir su propia misión, dentro de un fin común: el cumplimiento de la voluntad divina. La criatura no se valora por su ser, sino por su obrar de hijo de Dios. De modo que un obrero con sus humildes trabajos, elevados al orden sobrenatural por la gracia, puede valer más a los ojos de Dios que un genio que hace obras artísticas, realizadas por una intención puramente natural.

Las dignidades, aunque humanamente sean apreciadas con valor objetivo distinto, son iguales delante de Dios. Un obispo, por ejemplo, tiene mayor dignidad que un cura de aldea, pero su valor de fin es el mismo: realizar entre los hombres el Único y Supremo Sacerdocio de Cristo. De cara a Dios el cura más humilde de la Tierra puede valer más que un obispo, si cumple mejor la voluntad divina que aquél.

Los estados de la vida, que tienen distinta apreciación humana, son también iguales en relación con la voluntad de Dios. Teológicamente y en teoría vale más el sacerdocio que el matrimonio. Pero en concreto, ambos tienen la misma finalidad: dar gloria a Dios y ser medios de santificación. Por lo que el casado puede ser más santo que el sacerdote y valer más en la presencia del Señor. Cada uno tiene que ser lo que Dios quiere que sea. No es el estado lo que constituye la grandeza del corazón del hombre, sino su virtud personal. Una pobre viuda sola en el mundo tiene igual valor divino que el hombre más popular, rodeado y acompañado por muchos. Y puede, incluso, tener más mérito en la evaluación divina, si acepta su cruz con espíritu de resignación cristiana, al menos. El hombre vale no por lo que tiene, sino por lo que es: hijo de Dios con sus méritos personales. No es la condición social la que cotiza en el reino de Dios, sino la bondad del corazón del hombre en Sociedad. Ni son las dignidades las que tienen en el Cielo preferencia, sino la supremacía del amor en el cumplimiento de la voluntad de Dios en cualquier estado de la vida.

Así es como se entienden las palabras que el Señor pronunció a su Madre. "¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Porque el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,48-50). "Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11,28).

 

sábado, 1 de junio de 2024

Corpus Christi. Ciclo B

 


El sacramento de la Eucaristía es conocido con diversos nombres que expresan cada uno de ellos algún aspecto de este sacrosanto misterio. Uno de ellos es el de Acción de gracias.  Vamos a explicar este título, porque la Eucaristía es, sin duda, la acción de gracias litúrgica por excelencia.

Dice un refrán castellano que “el que no es agradecido, no es bien nacido”. Todos los hombres unas veces somos bienhechores de los demás y otras beneficiarios, porque nadie es suficiente para sí mismo. Solamente Dios Trinitario es dador de todo bien y no necesita nada, porque es eterno, infinitamente perfecto.

Jesucristo en el Evangelio nos dice: “Dad gratis porque  todo lo habéis recibido gratis”. Es cierto que la justicia es una virtud que exige dar a  otro lo que realmente merece, pagar a cada uno lo que le corresponde por sus obras. Pero además de la justicia, y por encima de ella, está la caridad, que es la virtud formal de todas las virtudes, sin la cual no existe virtud alguna; y la caridad, que es amor de Dios, exige dar sin recibir nada a cambio. El que sólo obra en virtud de la justicia, no se puede considerar verdaderamente cristiano, pues si de Dios todo lo hemos recibido,  debemos dar cosas gratis a los demás para obrar al estilo divino y compartir entre todos lo que es de Dios en última instancia.

La creación del ser humano es un privilegio entre todas las criaturas existentes, pues podríamos haber sido cualquier otra criatura, una piedra, una planta, un animal, y no un hombre o una mujer; y nada hubiera pasado y nada hubiera faltado a la perfecta Creación. Sin embargo, Dios fue infinitamente bueno para con todos nosotros. Nos predestinó, desde la eternidad, a ser hijos suyos en la Iglesia Católica, nos proporcionó unos padres que nos dieron la vida causada por Dios; unos padres que nos regalaron, según ellos entendieron, todo lo mejor que supieron y pudieron, aunque por excepción, tal vez, se diera el caso de que nos hubieran ocasionado males, debido a su desequilibrio personal o por muchas causas justificables; males que en su corazón fueron bienes subjetivos, pues nadie quiere el mal para sí mismo; y los padres responsables, de ninguna manera quieren hacerse mal a ellos mismos en los hijos.

Podríamos haber sido hijos de padres indiferentes a la fe, u opuestos a ella; o haber nacido en un país primitivo, de una cultura pagana, materialista, humanista, o acaso atea. Sin embargo, tanto nos amó Dios que volcó sobre cada uno de nosotros un amor singular, repleto de dones naturales y gracias sobrenaturales. 

Siguiendo esta línea de gratitud a Dios por los beneficios recibidos, cada uno haga ahora, o en otro momento de más tiempo y soledad, el recuento de gracias que de Dios ha recibido; y no tendrá otra opción que rendir gracias a Dios, entonando un Tedeum por los muchos regalos que de Él ha recibido. 

Además de esta gracia natural, que es la suprema entre todas las cosas creadas, podemos considerar, aunque sólo sea de paso, el hecho de ser cristiano, hijo de Dios por la gracia del bautismo en la Iglesia católica, haber conocido a Dios, desde siempre, haber sido arropado de muchas circunstancias y factores, que contribuyeron a mi vocación cristiana, en mi caso  vocación sacerdotal, o en el tuyo vocación de vida consagrada o sacramental del matrimonio, o de vida cristiana en cualquier estado de la vida.

Todo es gracia, nos dice el apóstol San Pablo en la carta a los Romanos. Todavía se acrecienta más la gratitud a Dios, si cada uno en particular reconsidera los dones espirituales que ha recibido y los guarda en el secreto íntimo de su corazón. Y más aún, si recuerda los pecados que ha cometido en la vida pasada, o sigue cometiendo tal vez en la vida presente, que son expresión de ingratitud para con Dios, de quien ha recibido todo bien. Por si esto fuera poco, el Señor es tan infinitamente misericordioso que, a cambio de la ingratitud del pecado, te perdona y te regala el don inestimable de su amor.

Siempre podemos dar gracias a Dios por los beneficios recibidos en la oración personal o comunitaria, en cualquier momento sobre la marcha de la vida ordinaria, con una simple acción de gracias, a modo de jaculatoria, en momento transitorio, que debería ser permanente. Cualquier ocasión es buena para agradecer a Dios el diluvio de gracias recibidas de Él, sin mérito alguno de nuestra parte y sólo por su bondad infinita. Pero el momento más oportuno, oficial y litúrgico es en la celebración de la Santa misa o de la Eucaristía. 

La Eucaristía es en sí misma acción de gracias al Padre por el Hijo que se inmola de nuevo por nosotros y nos sigue redimiendo, perpetuando el mismo sacrificio que ofreció al Padre en el altar de la cruz, ministerialmente por medio del sacerdote. Por consiguiente, nuestra misa no debe ser solamente un acto de culto eucarístico, una obligación legal para librarnos del pecado mortal, un cumplimiento de la ley de Dios y de la Iglesia, sino el acto teológico y litúrgico de acción de gracias.

Damos gracias a Dios en el acto penitencial en el que pedimos perdón por nuestros pecados con gratitud eterna; damos gracias a Dios cuando rezamos o cantamos el himno del gloria o de alabanza; cuando escuchamos la Palabra, que nos prepara para la liturgia eucarística; en la presentación del pan y del vino, en el que nos ofrecemos como somos y cuanto tenemos, para que cuando el pan deje de ser sustancia de pan y se convierta en el cuerpo de Cristo y el vino deje des sustancia de vino y se convierta en la sangre de Cristo, nuestra vida y todas nuestras cosas se conviertan en eucaristía; cuando recitemos la plegaria eucarística, con el cuerpo y la sangre de Cristo, presentes en el altar, pidamos por la Iglesia y los difuntos dando gracias a Dios por toda la creación, redención y santificación.

Y, por fin, con el rezo del padre nuestro en el que pedimos a Dios el perdón de nuestros pecados, con el propósito de perdonar a los que nos han ofendido, al estilo de Dios; y con el rito de la paz que entre los hermanos nos damos, y con la comunión al recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor, que es acción suprema de gracias, que no tiene parangón.