No sabemos el lugar dónde se encontraba Jesús predicando el Evangelio, cuando su Madre y sus parientes acudieron a una casa para hablar con Él. Probablemente en casa de San Pedro o San Mateo ¿Sería Cafarnaúm?
A todos los pueblos iba llegando la noticia de Jesús, el carpintero Profeta de Nazaret. Unos por pura curiosidad, otros por santos deseos, y otros con escepticismo buscaban la ocasión de escuchar la nueva doctrina de Jesús, que iba calando en el pueblo llano y sencillo de corazón, y, a la vez, despertando intrigas en los incrédulos. A medida que iba pasando el tiempo crecía más su fama. La gente acogía en masa la doctrina del nuevo Maestro en un ambiente público de opiniones contrapuestas.
Sin embargo, pronto empezó la lógica persecución que suscita la envidia. Los maestros de la ley, sacerdotes, partidos políticos y autoridades estaban de acuerdo en que era peligroso dejar que Jesús sembrara nuevas ideas en Israel, pueblo profundamente religioso, anclado en la fe de Abrahán y doctrinalmente sustentado en la ley de Moisés. Había que vigilar a ese nuevo profeta revolucionario y no dejarle predicar por libre, porque, además de no acreditar título alguno, su doctrina atentaba contra la fe tradicional. Jesús con su autoridad creó en Israel problema político y religioso, sin pretenderlo, simplemente por la sencilla y llana predicación del Evangelio, que por sí mismo compromete. De modo que por el capítulo de la religión y el de la política era perseguido.
María y sus familiares íntimos, no conformes con las distintas noticias de pura referencia que les iban llegando, quisieron conocer de viva voz la doctrina de Jesús. Tal vez intentarían también apartarle del peligro de los enemigos, que cada vez eran más enconados. Con estas o parecidas intenciones, un buen día sus parientes decidieron escuchar a Jesús y hablar con Él.
Predicaba el Maestro en una casa de un lugar desconocido. Una inmensa multitud de hombres, mujeres y niños apiñados lo escuchaban en riguroso silencio, desde la puerta, por no poder entrar en la habitación. A duras penas se podía oír su voz potente y sonora que metía en el corazón chorros de gracia. No era posible franquear la entrada y acercarse más a Él para verlo mejor y escuchar la palabra en su propia salsa. Los que iban llegando tenían que situarse detrás de la última fila, donde había que afinar el oído para no perder el sentido de la frase, pues algunas palabras se quedaban prendidas en el aire. La gente tenía aguante para resistir los inconvenientes del lugar, de la postura y del clima, con tal de escuchar la nueva doctrina de Jesús, que predicaba palabras de fuego, que se metían a barrena en el corazón, y en él quedaban clavadas, sin posibilidad de sacarlas.
Sucedió que en un momento del discurso apareció un grupo nuevo de oyentes, presidido por una mujer mayor con aspecto rejuvenecido. Todos los que se encontraban en los últimos puestos, pegados a la masa, volvieron con disimulo la cabeza para averiguar quiénes eran aquellos personajes desconocidos. Uno del grupo, pariente de Jesús, dijo por lo bajo al que estaba más cerca de él:
—¿Tardará mucho Jesús en terminar el sermón?
—Cuando el Maestro empieza a hablar nunca se sabe cuándo termina. A veces se tira toda la tarde predicando, y todos le escuchamos entusiasmados, sin sentir cansancio. ¡Dice unas cosas tan bonitas, tan originales que deja a uno embobado!
—Es que somos la madre y los hermanos de Jesús, que queremos hablar con Él.
Pensando que se trataba de un recado urgente, la noticia fue pasando silenciosamente de boca en boca, de unos a otros hasta llegar a los primeros oyentes que escuchaban la palabra de Dios, sentados en el suelo. Jesús, que solía predicar observando todo, y sin perder el hilo de su discurso, se daba cuenta de que algún rumor se transmitía en silencioso y discreto cuchicheo. Veía que cada uno que recibía el mensaje clavaba en Él sus ojos, y volvía luego la cabeza para atrás, como queriendo buscar con la mirada a la madre del gran profeta.
Todos empezaron a empujarse con el fin de abrir un paso, para que la madre del predicador pudiera acercarse a Él y transmitirle el mensaje. Pero resultaba prácti-camente imposible, pues no había manera de hacer un claro en una multitud de personas tan espesa, apretada y compacta, en la que nadie podía rebullirse. A un oyente cercano, de esos que tienen soltura para romper la timidez natural, se le ocurrió que la mejor solución era decir al Maestro que su Madre y su familia querían hablar con Él. Y con aire resuelto dijo:
—"Tu madre y tus hermanos están afuera y quieren hablar contigo" (Mt 12,47).
Entonces Jesús, utilizando la dialéctica propia de los judíos para las respuestas difíciles, respondió preguntando:
—"¿Quién es mi Madre y quiénes son mis hermanos?" Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,48-50).
El gesto solemne de extender la mano hacia sus discípulos formó parte sustancial del relato, pues el profeta no solía utilizar otra mímica que la que fluía natural en el transcurso de su predicación. El sacerdote extendía las manos solamente en la acción litúrgica para bendecir, como expresión de arrancar del Cielo gracias que impartía sobre los que eran bendecidos; y el profeta para subrayar las palabras que contenían un significado trascendente en la predicación.
La frase interrogativa ¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? produjo en los oyentes opiniones diferentes.
Los religiosos circunstanciales, indiferentes y descreídos, pensaron que las palabras de Jesús fueron despectivas, una especie de renuncia a la familia: renegar de la sangre, o como mínimo, posponer la familia a los amigos.
Dicen los racionalistas que María fue una mujer común, un personaje sin misión histórica. Aparece en la vida de Jesús de refilón, de paso, sin ser en ningún momento protagonista. Ernesto Renán afirma que Jesús, desde su infancia, se mostró en abierta rebeldía contra la autoridad paterna, como se demuestra en el episodio del Niño en el templo. En su vida pública fue descastado, despegado para con su propia familia, y predicó la ruptura o escisión entre sus miembros, como lo demuestra el siguiente texto: "Porque he venido a poner al hijo en contra de su padre, a la hija en contra de su madre, a la nuera en contra de su suegra. De suerte que los enemigos del hombre son los de su propia casa. El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí, y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí." (Mt 10,35-37).
Jesús, siguen diciendo los liberales del pensamiento racional, pertenecía a los hombres raros, aislados de este mundo, que no pisan tierra, y viven obsesionados por la idea de un mundo futuro, lleno de felicidad eterna, puramente imaginaria. El Mesías, para ellos, fue un profeta que habitaba en el cascarón de su mundo interior, que no se relacionaba con los hombres nada más que en razón de unas ideas obsesivas de un reino fantástico.
Seguramente los parientes de Jesús se sintieron también desconcertados, dolidos, y hasta ofendidos por sus palabras, que consideraron como un desprecio, un reproche, o como mínimo una desconsideración. Probablemente algunos, los más susceptibles, intentaron malmeter a María contra su Hijo, por la dureza con que les había tratado a todos. Pues no acudían a Él a pedirle un favor, sino para verle, hablar con Él, escuchar su palabra, llenarse de gozo y presumir de orgullo santo ante los demás, por tener en la familia un profeta sin igual.
Lo mismo sucede hoy con los cristianos "criticones", que a todo sacan punta y cogen las cosas por donde queman. Sin embargo, los virtuosos, y con más razón los santos, todo lo comprenden y juzgan con caritativa comprensión y misericordia. Es cierto que algunas palabras y comportamientos de los santos no se entienden y hasta molestan, siendo en ocasiones objeto de crítica familiar e incomprensión social, porque conceptúan las cosas desde perspectivas distintas a las del mundo. El santo está colocado en la cima de la montaña de la santidad, ve las cosas de la tierra desde la altura del Cielo, y ajusta su modo de vivir a un estilo que transciende la comprensión de los humanos. Los santos hablan de lo que conocen, y viven viendo las cosas con la potencia sobrenatural de la fe, mientras que los mundanos no tienen más visión que la miopía de sus propios ojos. Tan apegados están a la tierra que con sus pies pisan siempre barro, y no tienen alas para remontar el vuelo a las alturas. Las pasiones, el egoísmo y la vanidad les han cortado las alas, y no pueden volar para ver la hermosura de la Tierra desde Arriba.
Los oyentes espirituales, que escucharon la frase aparentemente desconcertante de Jesús, entendieron perfectamente su sentido, pues sabían por la Sagrada Escritura que el cumplimiento de la voluntad de Dios era la norma suprema de perfección, y estaban habituados a este lenguaje. Para ellos la sentencia se ajustaba perfectamente al gran mandamiento de la Ley: "Amarás a Dios sobre todas las cosas". La verdadera familia está constituida por aquellos que cumplen la voluntad de Dios. Esta frase por sí misma no condena las relaciones de sangre, sino las coloca en su sitio: primero Dios y los que cumplen su voluntad, y luego la familia de sangre y la humana. ¿Entendió María el significado de esta pregunta literalmente comprometida?
María tuvo tentaciones externas, como Jesús, y se preguntaba muchas cosas que no entendía de su propio Hijo. Aunque era Inmaculada, crecía en edad, sabiduría y gracia entre tribulaciones y tentaciones delante de Dios y de los hombres. El interrogatorio interno que se hacía sobre los misterios de la vida, palabras y actitudes de Jesús era sereno y pacífico. A cada pregunta que se hacía encontraba rápidamente su solución espiritual. Pongamos algunos ejemplos del cuestionario posible que se haría María:
¿Por qué siendo Dios se hizo hombre, hijo suyo, con todas las debilidades humanas menos el pecado? ¿Por qué tantos años oculto en Nazaret, y nada más que tres en la vida pública para predicar el Evangelio? ¿Por qué tan cariñoso con todos y tan arisco aparentemente para con su Madre en ocasiones? ¿Por qué recibía tanta persecución, si solamente predicaba la palabra de Dios y realizaba milagros en bien de los necesitados? ¿Por qué no le entendían los sacerdotes y lo rechazaban? ¿Por qué no ablandaba los corazones empedernidos de los escribas y fariseos, siendo Dios Todopoderoso? ¿Por qué...?
María entendía en su corazón los misterios de la vida de su Hijo por el don de sabiduría del Espíritu Santo. Desde que el Niño se perdió en el templo, y María escuchó sus extrañas palabras, que entonces no entendió, se acostumbró a pensar las cosas guardándolas en el corazón, dándoles una interpretación desde una perspectiva sobrenatural. Por eso, María comprendió divinamente, en su verdadero sentido espiritual, la frase que en su estructura gramatical rozó, tal vez, ligeramente la superficie de la sensibilidad de su corazón. Como Ella sabía el pensamiento de su Hijo, y estaba acostumbrada a oír este tipo de frases, entendió perfectamente el significado transcendente de "¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?"
Por el contexto de este pasaje se puede llegar a la conclusión de que Jesús aprovechó la ocasión de la visita de su madre y hermanos para improvisar una especie de parábola, que Willam explica con estas palabras: "El Reino de los Cielos se puede comparar con una parentela. En ésta hay una cabeza y muchos miembros. Todos los que están unidos con la cabeza por la misma sangre dependen de ella y forman con ella como un todo. Así sucede también en el parentesco celestial de los hijos de Dios, de todos aquellos que hacen la voluntad del Padre celestial: todos están emparentados unos con otros; son al mismo tiempo hermanos y hermanas y madres".
Jesús no desprecia ni menosprecia el parentesco de sangre, sino que establece el grado jerárquico que le corresponde dentro de la gran familia de los hijos de Dios.
DICHOSOS MÁS BIEN LOS QUE ESCUCHAN LA PALABRA DE DIOS Y LA PONEN EN PRÁCTICA (Lc 11,28)
"Acababa Jesús de expulsar a un demonio que había dejado mudo a un hombre. Cuando el demonio se fue, el mudo habló. La gente se quedó asombrada" (Lc 11,14).
Sus enemigos le acusaban de que hacía milagros con la fuerza del poder de Belcebú, príncipe de los demonios. Jesús refuta la calumnia con argumentos contundentes. Nadie tira piedras a su tejado. El demonio no puede ir contra sí mismo. Luego está claro que Yo, decía Jesús, realizo los milagros por la fuerza de mi propio poder, demostrando que el Reino de Dios se había hecho presente entre ellos. Por consiguiente, "el que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo desparrama" (Lc 11,23).
La palabra de Dios, argumentada con sabia dialéctica, se metía dentro del corazón de los oyentes que la escuchaban con sencillez, causando suavemente en ellos paz y alegría. Todos se sentían irresistiblemente atraídos por su fascinante Persona y entusiasmados por el fervoroso fuego de su palabra. Cada uno experimentaba en su interior una renovadora transformación misteriosa, que le impulsaba a dejarlo todo y seguir al Maestro, de formas diversas. Al mismo tiempo se acrecentaba la rabia satánica de los fariseos, que le acusaban de hacer los milagros en nombre de Belcebú (Lc 11,15). Los que escuchan la palabra de Dios con corazón endurecido reciben el castigo de la carcoma de la envidia.
Entre la multitud de oyentes que escuchaban la Palabra de Dios con pureza de corazón, había una mujer de pueblo, humilde y sencilla, tal vez madre, que fue noticia evangélica. Tenía la tez aceitunada, ojos negros grandes que en su brillo escondían una mirada recatada, ingenuamente entristecida. Su pelo negro estaba celosamente tapado con una burda toca, que le dejaba al descubierto su cara de mofletes pronunciados y con nariz respingona. Su túnica de color gris con rayas blancas verticales, "parcheada" de remiendos bien echados, cubría su diminuto cuerpo, de tipo desgarbado. Escuchaba atentamente la palabra de Jesús. Su comportamiento respetuoso denotaba nerviosismo. De cuando en cuando se pasaba la mano por la cara como para acariciarla, exhalando intermitentes suspiros nacidos de lo más profundo del corazón, que irremediablemente se dejaban oír. Empezaba a resultar molesta a los que a su lado la observaban con cara destemplada. De repente, se empinó para ver mejor a Jesús, que predicaba en plena calle, subido sobre el poyete de la puerta principal de una casa. Y, después de haber conseguido una visión aceptable, puesta de puntillas para salvar con su mirada la dificultad de las cabezas, emitió un profundo suspiro, que arrancó de su garganta el vulgar y clásico piropo de una mujer entusiasmada: "Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron" (Lc 11,27).
La alabanza pública que hizo aquella piadosa israelita a la madre de Jesús, expresada en sentido popular, no pudo ser más sincera, espontánea y cariñosa. Sin embargo, la respuesta de Jesús a esta alabanza pareció a muchos peregrina, extraña, fuera de contexto: "Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11,28). Esta frase contiene un sentido místico, que conviene explicar.
Si nos fijamos atentamente en el texto, las palabras de
Jesús no niegan la dignidad de su madre, sino que afirman que por encima de ella existe otra mejor: la de los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Es más importante, vino a decir, ser fiel cumplidor de la voluntad de Dios que ser madre de un profeta. Esto es lo que nos enseña, en definitiva, la más elemental teología de espiritualidad.
El fin supremo del hombre es dar gloria a Dios, y el inmediato y próximo cumplir siempre y en todo su voluntad, causa suprema de todo bien. Cuando el hombre se mete de lleno en Dios y ajusta su voluntad a la divina está en la órbita de la santidad. Salirse libremente del espacio del amor divino es lo mismo que negarse a respirar la atmósfera en la que se vive.
Dentro de la verdad absoluta y objetiva del bien, bajo la perspectiva sobrenatural, no existen valores humanos mejores unos que otros, porque cada uno de ellos tiene el mismo precio: el valor que les da el amor en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Humanamente hablando un hombre inteligente es más importante que otro menos inteligente y que un subnormal. Pero para Dios es igual el genio que descubre un invento de repercusión mundial que el pobre hombre que no tiene más que dos dedos de frente. Ambos valen igual, como criaturas de Dios, porque cada uno ha sido creado para cumplir su propia misión, dentro de un fin común: el cumplimiento de la voluntad divina. La criatura no se valora por su ser, sino por su obrar de hijo de Dios. De modo que un obrero con sus humildes trabajos, elevados al orden sobrenatural por la gracia, puede valer más a los ojos de Dios que un genio que hace obras artísticas, realizadas por una intención puramente natural.
Las dignidades, aunque humanamente sean apreciadas con valor objetivo distinto, son iguales delante de Dios. Un obispo, por ejemplo, tiene mayor dignidad que un cura de aldea, pero su valor de fin es el mismo: realizar entre los hombres el Único y Supremo Sacerdocio de Cristo. De cara a Dios el cura más humilde de la Tierra puede valer más que un obispo, si cumple mejor la voluntad divina que aquél.
Los estados de la vida, que tienen distinta apreciación humana, son también iguales en relación con la voluntad de Dios. Teológicamente y en teoría vale más el sacerdocio que el matrimonio. Pero en concreto, ambos tienen la misma finalidad: dar gloria a Dios y ser medios de santificación. Por lo que el casado puede ser más santo que el sacerdote y valer más en la presencia del Señor. Cada uno tiene que ser lo que Dios quiere que sea. No es el estado lo que constituye la grandeza del corazón del hombre, sino su virtud personal. Una pobre viuda sola en el mundo tiene igual valor divino que el hombre más popular, rodeado y acompañado por muchos. Y puede, incluso, tener más mérito en la evaluación divina, si acepta su cruz con espíritu de resignación cristiana, al menos. El hombre vale no por lo que tiene, sino por lo que es: hijo de Dios con sus méritos personales. No es la condición social la que cotiza en el reino de Dios, sino la bondad del corazón del hombre en Sociedad. Ni son las dignidades las que tienen en el Cielo preferencia, sino la supremacía del amor en el cumplimiento de la voluntad de Dios en cualquier estado de la vida.
Así es como se entienden las palabras que el Señor pronunció a su Madre. "¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Porque el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,48-50). "Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11,28).