sábado, 22 de junio de 2024

Décimo segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 




La tormenta puede ser símbolo de la tormenta de las pasiones o de las circunstancias adversas y peligrosas que se presentan en la vida que infunden miedo y en las que no sabemos qué hacer. Como los Apóstoles tenemos que luchar con todas nuestras fuerzas para vencer todos los obstáculos con la gracia de Dios, pero sabiendo que estamos ayudados por Jesús, que está pendiente de todos nuestros problemas. Y cuando se presenten los inminentes peligros, acudir a Jesús, convencidos de que vendrá a nosotros, aunque nos parezca que es un fantasma. El nos dirá como a sus discípulos: ¡Ánimo, que soy yo! No seamos inoportunos, como Pedro, pidiendo un milagro para saber que es Él. Cuando nos parezca que nos hundimos porque las tentaciones son muy fuertes y vehementes y las circunstancias nos van a ahogar, gritemos: ¡Sálvanos, Señor, que perecemos! Y con toda seguridad Jesús vendrá donde nosotros, nos agarrará de la mano, nos sacará a flote, aunque cariñosamente nos reprenda para aumentar nuestra fe: ¡Hombres de poca fe! ¿Por qué dudasteis? Y luego, amainado el viento de la tempestad, nos llevará a la barca de la Iglesia donde de rodillas le adoraremos como a nuestro Dios y Señor.

Fuera de peligro, en la vida ordinaria debemos pedir al Señor las gracias que necesitamos en momentos difíciles con humildad y confianza, esperando de Él la respuesta que sea, que será la mejor. Él no nos concede muchas veces las gracias que le pedimos, porque sabe, y nosotros no, que no son realmente necesarias para la vida eterna, según su santísima voluntad. Pedimos, por ejemplo, el milagro de la salud, y no se nos concede, porque tal vez la enfermedad puede ser el único y mejor medio para nuestra conversión, la de otros o para un bien desconocido, que sólo Dios sabe. A Dimas, el buen ladrón, el mejor de los ladrones porque supo robar el corazón de Jesús, su crucifixión, un castigo legal que él no quería, le sirvió precisamente para arrepentirse de sus pecados y ganar el Cielo en un instante.

No nos ama el Señor más cuando nos concede aquello que nos gusta, nos interesa o mejor se ajusta a nuestros caprichos o necesidades, que cuando nos manda o permite la cruz dolorosa, que por ningún motivo queremos. Nos quiere de igual manera, y quizás más, aunque la carne se revuelva contra el espíritu y nos parezca que no se explica que el sufrimiento venga de Dios, que es Padre. Es natural que nos guste más el gozo, siempre deseado, que el dolor que se rechaza por naturaleza. El amor al dolor, por el dolor, es una filosofía excéntrica masoquista. Sólo tiene sentido como medio para un bien, expresión del amor, motivos religiosos o causas nobles y sublimes.

Porque Jesús, Dios, hecho hombre, padeció y murió en la cruz para redimirnos del pecado por amor, el dolor tiene sentido divino. Dios te ama siempre de todas formas, y mucho, aunque no te lo parezca. Te ama tanto como si fueras tú la única persona del mundo, objeto exclusivo de su amor infinito. No pedimos, como Pedro, inconsecuencias a Dios, cuando como niños, le suplicamos que nos conceda lo que creemos que es mejor; ni tampoco es falta de fe rogar al Señor gracias milagrosas

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