Dice un refrán castellano que “el que no es agradecido, no es bien nacido”. Todos los hombres unas veces somos bienhechores de los demás y otras beneficiarios, porque nadie es suficiente para sí mismo. Solamente Dios Trinitario es dador de todo bien y no necesita nada, porque es eterno, infinitamente perfecto.
Jesucristo en el Evangelio nos dice: “Dad gratis porque todo lo habéis recibido gratis”. Es cierto que la justicia es una virtud que exige dar a otro lo que realmente merece, pagar a cada uno lo que le corresponde por sus obras. Pero además de la justicia, y por encima de ella, está la caridad, que es la virtud formal de todas las virtudes, sin la cual no existe virtud alguna; y la caridad, que es amor de Dios, exige dar sin recibir nada a cambio. El que sólo obra en virtud de la justicia, no se puede considerar verdaderamente cristiano, pues si de Dios todo lo hemos recibido, debemos dar cosas gratis a los demás para obrar al estilo divino y compartir entre todos lo que es de Dios en última instancia.
La creación del ser humano es un privilegio entre todas las criaturas existentes, pues podríamos haber sido cualquier otra criatura, una piedra, una planta, un animal, y no un hombre o una mujer; y nada hubiera pasado y nada hubiera faltado a la perfecta Creación. Sin embargo, Dios fue infinitamente bueno para con todos nosotros. Nos predestinó, desde la eternidad, a ser hijos suyos en la Iglesia Católica, nos proporcionó unos padres que nos dieron la vida causada por Dios; unos padres que nos regalaron, según ellos entendieron, todo lo mejor que supieron y pudieron, aunque por excepción, tal vez, se diera el caso de que nos hubieran ocasionado males, debido a su desequilibrio personal o por muchas causas justificables; males que en su corazón fueron bienes subjetivos, pues nadie quiere el mal para sí mismo; y los padres responsables, de ninguna manera quieren hacerse mal a ellos mismos en los hijos.
Podríamos haber sido hijos de padres indiferentes a la fe, u opuestos a ella; o haber nacido en un país primitivo, de una cultura pagana, materialista, humanista, o acaso atea. Sin embargo, tanto nos amó Dios que volcó sobre cada uno de nosotros un amor singular, repleto de dones naturales y gracias sobrenaturales.
Siguiendo esta línea de gratitud a Dios por los beneficios recibidos, cada uno haga ahora, o en otro momento de más tiempo y soledad, el recuento de gracias que de Dios ha recibido; y no tendrá otra opción que rendir gracias a Dios, entonando un Tedeum por los muchos regalos que de Él ha recibido.
Además de esta gracia natural, que es la suprema entre todas las cosas creadas, podemos considerar, aunque sólo sea de paso, el hecho de ser cristiano, hijo de Dios por la gracia del bautismo en la Iglesia católica, haber conocido a Dios, desde siempre, haber sido arropado de muchas circunstancias y factores, que contribuyeron a mi vocación cristiana, en mi caso vocación sacerdotal, o en el tuyo vocación de vida consagrada o sacramental del matrimonio, o de vida cristiana en cualquier estado de la vida.
Siempre podemos dar gracias a Dios por los beneficios recibidos en la oración personal o comunitaria, en cualquier momento sobre la marcha de la vida ordinaria, con una simple acción de gracias, a modo de jaculatoria, en momento transitorio, que debería ser permanente. Cualquier ocasión es buena para agradecer a Dios el diluvio de gracias recibidas de Él, sin mérito alguno de nuestra parte y sólo por su bondad infinita. Pero el momento más oportuno, oficial y litúrgico es en la celebración de la Santa misa o de la Eucaristía.
La Eucaristía es en sí misma acción de gracias al Padre por el Hijo que se inmola de nuevo por nosotros y nos sigue redimiendo, perpetuando el mismo sacrificio que ofreció al Padre en el altar de la cruz, ministerialmente por medio del sacerdote. Por consiguiente, nuestra misa no debe ser solamente un acto de culto eucarístico, una obligación legal para librarnos del pecado mortal, un cumplimiento de la ley de Dios y de la Iglesia, sino el acto teológico y litúrgico de acción de gracias.
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