Vamos a
explicar el sentido teológico de la fuerza salvadora de la Palabra de Dios, que
literalmente el apóstol explica con estas palabras que aparecen en la segunda
lectura de este domingo: “Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido
plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica y no os limitéis a
escucharla, engañándoos a vosotros mismos”.
La Palabra de Dios está contenida en dos fuentes de la Revelación: en la Sagrada Escritura y en la Tradición, donde están las verdades reveladas por Dios, que son necesarias fundamentalmente para la salvación eterna. Pero estas verdades no pueden ser interpretadas arbitrariamente por los hombres, ni libremente por grupos religiosos o cristianos, por muy doctos y sabios que sean en teología, pues los teólogos no son en la Iglesia maestros de la fe. Deben ser interpretadas por el magisterio auténtico de la Iglesia, porque por voluntad de Jesucristo es el órgano oficial de interpretación de la Palabra de Dios revelada, bajo la inspiración del Espíritu Santo. El contenido sustancial de la Revelación está explicado en el Catecismo de la Iglesia del Papa actual, Juan Pablo II, que debe ser el objeto de la predicación y enseñanza de la fe católica.
Nos dice San
Pablo (Rm 1,16-17) que "el Evangelio es la fuerza de salvación
de Dios para todo el que cree. Porque en él se revela la justicia salvadora de
Dios para los que creen, en virtud de su fe, como dice la Escritura: El justo
vivirá por su fe”.
La fe en la
Palabra de Dios es condición
indispensable para la salvación, pero no debe ser oída simplemente, como quien
oye un discurso, sino escuchada, meditada y practicada. La eficacia de la
Palabra de Dios depende de tres factores importantes:
- de la palabra de Dios en sí misma, que tiene fuerza para efectuar la
salvación, como el trigo contiene virtualidad para convertirse en espiga, si se
siembra oportunamente en tierra cultivada, como nos enseña la parábola del
Sembrador.
- de quien la predica, pues es importante que el comunicador de la fe
crea en la palabra de Dios y la viva, como importante es que el conductor del
agua sea cuanto más limpio mejor, pues
es evidente que si la tubería que conduce
el agua es de barro, la fuerza de la corriente puede desprender y arrastrar las
impurezas del medio. De la misma manera la palabra de Dios que es comunicada
por un hombre santo tiene más probabilidad de eficacia que si se comunica por
un pecador, que puede inmiscuir en la palabra que predica las impurezas de su
pensamiento y de su modo de vivir;
- y, por último y principalmente, de quien la escucha. Para quien tiene fe no hay palabra de Dios mal predicada, sino mal escuchada y mal aplicada. Tenemos el gran defecto de escuchar la Palabra de Dios, aplicándosela al vecino, porque estamos tan ciegos que vemos la mota en el ojo del vecino y no vemos la viga en el nuestro, como nos advierte el Evangelio.
Para llevar a
cabo la atenta y fructuosa palabra de Dios, hemos de practicar los mandamientos, que son nuestra
sabiduría e inteligencia, como hemos escuchado antes en la primera
lectura del libro del Deutoronomio, porque son los moldes que reciclan
el hombre viejo de Adán, hijo del pecado, en el hombre nuevo de Cristo, hijo de
la gracia. Los mandamientos no son normas de las que Dios se vale para servirse
de los hombres en beneficio propio, sino gracias o medios para que el hombre
perfeccione su ser y consiga la salvación eterna.
Resumiendo el
pensamiento con el que hemos iniciado la homilía: El cumplimiento de los
mandamientos consiste en
no mancharse las manos con este mundo, es decir en tener el alma limpia de
pecado, en estado de gracia, unida a Dios, y en visitar huérfanos y viudas en
sus tribulaciones, es decir, en ejercitar la caridad con todos los hombres,
especialmente con los más pobres. Porque de dentro, del corazón del
hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios,
adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación,
orgullo, frivolidad.
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