sábado, 28 de septiembre de 2024

Vigésimo sexto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 

En la primera lectura de la liturgia de la Palabra de este domingo, que antes hemos escuchado, se nos cuenta  que Moisés eligió setenta ancianos de entre su pueblo para nombrarlos profetas, quizás con una ceremonia de imposición de manos u otra parecida. Hoy también en nuestros días el obispo elige a ciertos hombres y los ordena diáconos para que ejerzan oficialmente el profetismo o ministerio de predicar la Palabra de Dios; y nombra también a  laicos, hombres y mujeres, solteros o casados, para que desempeñen distintos ministerios en la Iglesia.  Y sucedió, nos cuenta el libro sagrado de los Números, que Edad y Medad, estando en la lista de los setenta para ser ordenados profetas, no asistieron a la ceremonia, no sabemos por qué motivos. Pero, a pesar de eso, el Espíritu se posó sobre ellos y empezaron a profetizar. Entonces un muchacho, escandalizado por el oficio de profetas que estaban ejerciendo, sin haber recibido el ministerio oficialmente, corrió a denunciar este hecho a Moisés. Para que esta denuncia tuviera más eficacia se valió de Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde joven. Y con fervor y amplia argumentación de  palabras persuasivas dijo  al gran profeta, su maestro: 

- Moisés, señor mío, prohíbeselo.

 Moisés, como respuesta a esta petición aparentemente justificada, contestó: ¡Ojalá todo el pueblo fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor! 

Este hecho bíblico nos da una ocasión para hacer unas reflexiones sobre el ministerio del profetismo, para sacar el mayor provecho posible para nuestra vida cristiana.

En la Iglesia Católica la palabra de Dios no puede ser predicada por  libre y por cualquier persona. Es necesario que el que la imparta reciba el sacramento del Orden sacerdotal,  del diaconado, o un mandato oficial del obispo que puede concederse a hombres o mujeres, solteros, casados o viudos, para que quede garantizada la palabra de Dios que se predica. Y esta norma  es razonable, pues la libre interpretación y predicación de la Palabra de Dios lleva al confusionismo y termina siendo palabra humana más que divina. El ministro de la Palabra debe ser un transmisor oficial de la fe enseñada por el magisterio de la Iglesia, y no un predicador de sus ideas, doctrinas y ocurrencias propias. Los dones y carismas del Espíritu Santo, en versión eclesiológica,  han de ser interpretados por el Obispo, y no por el teólogo o enseñante de la fe, por sabio y santo que sea.

Sin embargo, a título de excepción siempre, Dios derrama su espíritu sobre todo hombre (Hech 2,17) y   da cada individuo en particular lo que a él le parece (1 Co 12,11). No existe un monopolio de gracias, que son muchas y diversas, para los católicos exclusivamente, pues el Espíritu Santo, dador de todo bien, reparte sus dones  a quienes quiere, cuando quiere y de la manera que quiere, por medio de la Iglesia católica. Los cristianos recibimos las gracias por la oración, sacramentos  y obras buenas; y los creyentes de otras religiones o no creyentes, incluso los llamados ateos y agnósticos de maneras que la ciencia teológica no conoce, Basta para comprobar esta realidad misteriosa observar cómo hay hombres sin fe con  dones que los cristianos de a pie, incluso muy virtuosos, no tenemos. ¡Cuántas veces admiramos las virtudes humanas de hombres que no pisan la Iglesia, que son mundanos, que pertenecen a ideologías   contrarias a la fe de la Iglesia! ¿De quién proceden esas gracias sino de Dios?     

Los cristianos tenemos que reconocer, admirar y copiar las virtudes que hay en los hombres, aunque sean pecadores. A mí personalmente me hace  más bien copiar las virtudes que hay en los pecadores que las que hay en los santos, pues bendigo y alabo la bondad de Dios que hace llover sus gracias no solamente sobre los justos sino también sobre los pecadores ¡Qué infinita es la misericordia de Dios! Parece lo lógico que Dios premie a los buenos con bienes  y castigue a los malos con males. Y no es así, pues Dios regala por amor a sus hijos sus dones, sin tener en cuenta su bondad o malicia, porque es Padre. 

De la Palabra de Dios, proclamada en la primera lectura, que hemos escogido para pronunciar la homilía, podemos sacar cuatro consecuencias prácticas:

           1ª Dios regala sus dones a los hombres que quiere, cuando quiere y de la manera que quiere, sin mirar su fe y bondad, por razones que no conocemos.

            2ª Los dones del Espíritu Santo no son un monopolio de católicos, sino  un reparto de Dios entre los hombres no con justicia humana, sino conforme al misterio de la infinita sabiduría de Dios misericordiosa.

        3ª Los dones actúan en los cristianos con la gracia de Dios teológica y en los no cristianos, pecadores, creyentes con la gracia de Dios en la naturaleza, cuya naturaleza y actuación desconocemos.

             4ª Debemos dejar el juicio de las obras humanas a Dios misericordioso, sin críticas ni condenas en el corazón, y respetando la dignidad de la persona humana, imitar las virtudes y dones que hay en los hombres, principalmente en malos o enemigos teóricos de Dios y de la Iglesia, porque el Espíritu Santo con sus dones está presente en su Iglesia de maneras diversas.

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