Para predicar la homilía en este domingo VIII del tiempo ordinario, ciclo C, voy a fijar mi atención en una frase del Evangelio de San Lucas, que es fundamento para la vida cristiana: ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo”.
El amor propio o egoísmo nos hace aminorar o
justificar nuestros defectos y pecados, aunque sean importantes y graves, y
agrandar y condenar los defectos de nuestros hermanos, aunque sean iguales que
los nuestros y aún más pequeños. Se parece nuestro comportamiento al de los
niños cuando riñen, que echan en cara a sus compañeros los mismos pecados que
ellos cometen, incluso calumniando a los inocentes. La malicia del corazón de
los hombres malos consiste en culpar a todos los hombres de los mismos males
que ellos cometen, según dice el refrán castellano: Se cree el ladrón que todos son de su condición.
La verdad de la moralidad de los hombres está
en la íntima esencia de su corazón. Lo que realmente somos, buenos o malos, es
una realidad exclusiva del misterioso conocimiento de Dios Padre, infinitamente
misericordioso.
Somos inconsecuentes e injustos con nuestros hermanos, a quienes juzgamos y condenamos sin suficientes elementos de juicio. Somos inconsecuentes e injustos con nuestros hermanos, a quienes juzgamos y condenamos sin suficientes elementos de juicio.
Es muy difícil saber dónde está la verdad humana, pues todo depende de muchos factores: de la capacidad intelectual del hombre, de la educación que se ha recibido en familia, en Sociedad y en la Iglesia, de la moral de costumbres buenas, de los signos de los tiempos
No llegamos a conocernos bien porque nos fiamos solamente de nuestro propio
criterio. No estamos de acuerdo con la opinión que los demás tienen de nosotros
mismos, y no hacemos caso a los que nos reprenden con cariño. Alguien dijo que
el que se hace maestro de sí mismo se
constituye en maestro de un tonto.
Nos ayuda mucho al propio conocimiento la
oración, examen de conciencia, lectura espiritual, confesión, director
espiritual.
Con el trato amistoso con Dios, mantenido en
humildad y obediencia, se llega uno a conocer poco a poco, aunque difícilmente
del todo. En reflexión sincera y humilde
de examen sobre la propia vida, sin apasionamiento, y admitiendo la posibilidad
de estar equivocados o ser algo, aunque no todo, de lo que se nos acusa,
podemos llegar a conocer nuestros fallos y a arrepentirnos de nuestros pecados. Con la ayuda de un buen libro de
espiritualidad, el consejo de personas santas, aunque sean seglares, y sobre
todo con la ayuda de sacerdotes virtuosos, confesor o directores espirituales,
podemos conseguir con la gracia de Dios el conocimiento propio y adecuado.
Solemos tener un defecto importante: obrar como a nosotros nos parece, diciendo que hemos consultado nuestras decisiones. Y, en realidad, muchas veces no hacemos otra cosa que hacer lo que queremos, respaldados falsamente en lo que decimos que se nos ha aconsejado, que es lo que nosotros hemos preparado con maniobra que se nos diga. Pongamos un ejemplo. Imaginemos que un profesor quiere hacer un viaje a un país lejano, que es muy costoso, y tiene que gastar mucho dinero. Y consulta a un sacerdote que quiere hacer un viaje para instruirse, culturizarse, con el fin de poder luego hacer bien a los alumnos. La verdad es que quiere viajar porque le gusta y disfruta viendo muchas cosas bonitas, que merece la pena. Pero para tranquilizar la conciencia de gastar demasiado dinero dice que quiere hacer un viaje cultural ¿Qué le va a decir el sacerdote? ¡Que haga ese viaje! Todo depende de cómo se haga la consulta.
El que es bueno todo lo echa a buena parte,
todo lo excusa, todo lo justifica, todo lo comprende, conforme nos enseña la
Palabra de Dios por medio de San Pablo: “La caridad todo lo excusa, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta” (1ª Co 13,7).
El amor verdadero, por ejemplo el de una
madre o el de un padre, busca siempre
motivos para justificar y perdonar al
hijo que se porta mal o ha cometido algún error, pecado o delito: “Él es bueno,
tienen la culpa de su mal los amigos, las desviadas costumbres de los tiempos,
la moda... Es bueno, pero le pilló en un mal momento de nervios y obró inconsecuentemente
de manera inculpable... Es bueno, pero
las circunstancias de las injusticias le obligaron a cometer ese acto o ese
pecado, justificable en cierto sentido.
El que es bueno, nos dice el Evangelio de
hoy, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien; y el que es malo, de
la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, habla la boca.
El que tiene el corazón limpio, su mirada
será limpia y verá en el prójimo el reflejo de la bondad que hay en su corazón.
En cambio, el que es malo, la malicia de hay en su corazón y en sus obras la
aplica a los demás, por aquello de que “se cree el ladrón que todos son de su
condición”.
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