Después del bautismo, el hombre sigue
pecando, porque quedó en él la concupiscencia, que no es pecado, pero que
inclina a él y permanece en su misma naturaleza
“a fin de que sirva de prueba en el combate de la vida cristiana ayudado
por la gracia de Dios. Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad
y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos”.
Existe dos conversiones sacramentales: la conversión bautismal y la conversión
penitencial.
La primera conversión es la conversión bautismal que convierte al hombre, nacido en pecado, en hijo de Dios y heredero de la vida eterna. En el bautismo se realiza una transformación total del ser del hombre, de manera que toda su persona se convierte en santa: su cuerpo en templo vivo del Espíritu Santo y su alma en sagrario de la Santísima Trinidad; y recibe la semilla de la inmortalidad con capacidad de desarrollarse por las obras santas, para poder fructificar en la gloriosa resurrección eterna, ahora en el alma hasta el fin del mundo, y después en la resurrección total de toda la persona.
El sacramento de la Penitencia es llamado segunda conversión porque convierte al hombre pecador, en estado de pecado mortal, en santo; y al pecador, en estado de pecados veniales, lo purifica y lo santifica, concediéndole fortaleza para la lucha y la vida de gracia.
Sin la conversión del corazón, la penitencia interior, las penitencias exteriores permanecen estériles y engañosas, y el sacramento no se recibe, porque el dolor o el arrepentimiento de los pecados es esencial para recibir el perdón de Dios. (1427-1431).
Sólo Dios perdona
el pecado
Jesús en el Evangelio dice de sí mismo: “El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados de conversión del la tierra (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino durante su vida perdonando pecados (Mc 2,5; Lc 7,48). En virtud de su autoridad divina, Jesús confirió este poder a sus Apóstoles (Jn 20,21-23), a sus sucesores y colaboradores, que son los sacerdotes, para que lo ejercieran en su nombre hasta el fin de los tiempos (Cat 1441.1444)
Cristo instituyó el sacramento de la
Reconciliación para los cristianos que después del bautismo hayan caído en el
pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión
eclesial. Por este sacramento admirable el cristiano recupera la gracia de la
justificación.
A lo largo de los siglos la forma concreta de administrar este sacramento ha variado mucho. Durante los primeros siglos los cristianos que cometían ciertos pecados graves (idolatría, homicidio o adulterio) recibían el perdón de sus pecados después de hacer algunas penitencias públicas, muy severas, durante largos años, y en algunos casos solamente se recibía una sola vez en la vida. Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica “privada” de la Penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. Y desde entonces este sacramento se celebra de manera secreta entre el penitente y el sacerdote, con una estructura fundamental con pequeñas variaciones en su celebración (1446-1448).
ACTOS DEL PENITENTE
Los actos del penitente son tres: contrición,
confesión y satisfacción.
Contrición es “un dolor del alma y una
detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar” (Cc de
Trento: DS 1676; Cat 1451). La pena de haber ofendido a Dios es el acto más
importante para hacer una buena confesión. Incluye el propósito de la
enmienda, es decir hacer lo posible por
corregirse del pecado. Prever que se puede volver a pecar no es obstáculo para
el arrepentimiento, si se tiene en cuenta la fragilidad humana y las
circunstancias personales del pecador.
Cuando la contrición brota del amor de Dios
amado sobre todas las cosas, se llama “contrición perfecta”, que borra los
pecados veniales y obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende la firme resolución de recurrir
tan pronto sea posible a la confesión sacramental (Cc de Trento: DS 1677;Cat
1452).
La contrición llamada “imperfecta” nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Arrepentirse del pecado por temor al castigo de Dios, vergüenza del acto que se comete, miedo a las penas que puedan sobrevenir y consecuencias humanas y sociales que se pueden padecer es suficiente dolor de atrición para recibir fructuosamente el sacramento de la Reconciliación. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia (Cc. De Trento:DS 1678,1705;Cat 1453).
La confesión
de los pecados es una confesión de los pecados que el hombre, hijo de Dios,
hace a su Padre Dios, infinitamente misericordioso; un Padre sin igual, que
nadie puede imaginar, como nos describe San Lucas (15,1-3.11-32) en la llamada
parábola del Hijo pródigo, en la que el Padre es un padre que no se da en este
mundo, cuya misericordia traspasa los límites de la concepción humana; un padre
que perdona a cada uno de sus hijos, que le ofenden de distinta manera, y ambos
reciben el perdón de sus pecados totalmente, sin imposición de penitencia
alguna, como si el Padre no hubiera sido
jamás ofendido por ninguna de los dos hijos.
La confesión, incluso desde un punto de vista
simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás.
En el sacramento constituye una parte esencial. Los penitentes deben enumerar
todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado
seriamente (Cat 1456), según su formación religiosa personal.
Según el mandamiento de la Iglesia “todo fiel
llegado a la edad de uso de razón debe confesar, al menos una vez al año, los
pecados graves de que tiene conciencia (CIC c 989;Cat 1457).
Sin ser estrictamente necesaria la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (CIC 988;Cat 1458).
La satisfacción
La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe "satisfacer" de manera apropiada o "expiar" sus pecados. Esta satisfacción de llama "penitencia" que el confesor impone teniendo en cuenta la situación personal del penitente y la gravedad de los pecados cometidos (Cat 1459-1460)
MINISTRO DEL SACRAMENTO
Los Obispos y los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, tienen el poder de perdonar todos los pecados "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" reconciliando al pecador con Dios y con la Iglesia (Cat 1461-1462)
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