Cuando la luz del sol estaba ya iluminando el lago,
apareció Jesús en la orilla, haciéndose un desconocido, y preguntó a sus discípulos si tenían algo para
comer. Y ellos le dijeron que en toda la noche no habían pescado nada. Entonces
les dijo: Echad las redes a la derecha de la barca y encontraréis peces.
Obedecieron este extraño mandato, impulsados por un instinto de obediencia
superior, pues ese lugar había sido ya explorado muchas veces durante toda la
noche; y el resultado fue que se encontraron con la sorpresa de que en un
momento capturaron abundancia de peces, que tuvieron la curiosidad de contar:
ciento cincuenta y tres. Después de anclar Pedro la barca en las arenas, Jesús
les dio a todos pan y peces, sin que nadie le preguntara quién era, sabiendo
todos que era el Señor.
Después de haber realizado Jesús
la pesca milagrosa, signo poderoso del poder divino y preparación para
transferir a Pedro el primado o la total y plena potestad en la Iglesia,
comieron; y a continuación confirió la máxima autoridad de Pedro sobre
Obispos, sacerdotes, diáconos y laicos, es decir sobre todos los hombres,
valiéndose del precioso y sugerente diálogo que transcribo:
—Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?
Pedro le contestó:
—Sí, Señor, tú
sabes que te quiero.
Le dice Jesús:
—Apacienta mis corderos
Jesús vuelve a preguntarle por segunda vez:
—Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
Pedro le
respondió:
- Sí, Señor,
tú sabes que te quiero.
Le dijo Jesús:
—Apacienta mis ovejas
Jesús le hizo por tercera vez la misma pregunta:
—Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?
Se entristeció Pedro de que le preguntase por
tercera vez: ¿me quieres? Y le dijo:
—Señor, tú lo
sabes todo; tú sabes que te quiero.
Le dijo Jesús:
—Apacienta mis ovejas.
No sabemos
por qué Jesús reiteró a Pedro por tres veces la misma pregunta, que obtuvo de
Pedro idéntica respuesta, a excepción de la tercera a la que añadió con
tristeza: Tú lo sabes todo; tú sabes que te amo.
Puede pensarse que Jesús en este diálogo estaba aludiendo mentalmente a la afirmación
que hizo Pedro a Jesús en la última cena: “Aunque
todos te abandonen, yo nunca te abandonaré”, frase que significaba
que Pedro amaba más que los demás a Jesús.
Pedro no se conocía, presumía, convencido y de buena
voluntad, de fuerzas que no tenía. Necesitaba la prueba del pecado, llamemos
traición, para llegar a su conocimiento total; y surgió la ocasión cuando la
portera del palacio de Caifás y los soldados que se calentaban dentro del patio
le abordaron con una pregunta comprometida: ¿No eres tú uno de sus discípulos?
Pedro, por miedo a correr la misma suerte que Jesús, la muerte, le negó tres
veces o en tres ocasiones distintas, incluso con imprecaciones y juramentos,
nos dice San Mateo y San Marcos. Fue necesario, repito, la humillación del
pecado de Pedro para que conociera su debilidad, su presunción, su vanidad, su
inconsciencia, sin que esto significara no querer al Maestro.
Esto mismo nos ha pasado o nos pasa a cada uno de
nosotros. Cuando éramos niños o jóvenes y comprobábamos pecados en los hombres
sin fe o en cristianos empecatados, nos escandalizábamos, y asegurábamos en
nuestro interior que nosotros nunca cometeríamos semejantes barbaridades.
La triste experiencia demostró con el tiempo que
nosotros, cuando se presentaron las ocasiones y estuvimos en iguales o
parecidas circunstancias, hemos sido tan pecadores o más que los demás; y ahora
no nos atrevemos a presumir de nuestras virtudes, porque nuestros pecados nos
delatan, y nos consideramos tan pecadores como cualquiera o con la capacidad de
serlo, si Dios no nos tuviera sujetas “las manos” con las esposas de la gracia.
Santa Teresa del Niño Jesús decía que
ella no había sido una gran pecadora porque Jesús iba delante de su camino
quitando las piedras para que ella no tropezara.
No sabemos quién ama más a Dios y quién es más
pecador en su divina presencia. Todo depende del misterio de la gracia y de la
libre correspondencia del hombre a ella. Dios permite, a veces, que los santos
pequen para que se hagan comprensivos con los pecadores, experimentando en su
propia carne las pasiones y debilidades de ellos, para que aprendan la acción de la misericordia divina, y aprecien las virtudes que les regala.
Dios hace que los que luchan por ser virtuosos o son
santos tengan defectos temperamentales, que a veces no son pecados,
y difícilmente pueden corregir del todo, para propia humillación y para que aprecien el valor de la infinita
misericordiosa que Dios tiene para con todos los hombres. El hombre bueno o
santo, porque se comprueba pecador o defectuoso, no juzga ni condena a nadie en
el corazón; se considera en potencia tan pecador como cualquiera, y a los
pecadores en potencia tan buenos o santos como él, si hubieran contado con sus
mismas gracias.
San Pedro amó siempre a Jesús en el corazón, pero
falló porque se comparaba con sus compañeros y se creía mejor que ellos.
Presumió, a la hora de la Eucaristía, de fuerzas que se imaginaba tenía; y
después, a la hora de la pasión, sucumbió y negó al Maestro. Pero cuando Pedro
fue totalmente humillado por el pecado, recibió el perdón de Cristo, y recibió
con el resto de los apóstoles el Espíritu Santo, se convirtió en un gran santo,
hombre humillado; y gracias a la humillación del pecado, no volvió jamás a
fiarse de sí mismo, y empezó a comprender a los demás y a considerarse igual o
peor que otros.
Por eso, cuando Jesús le preguntó por tercera vez:
Pedro, ¿me amas más que éstos?, se entristeció porque empezó a tener miedo de
sí mismo por si podría volver a las andadas, al hombre viejo, al hombre pecador
de antes. Y no se le ocurrió mejor respuesta que decir: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Tú, que eres Dios,
me conoces más que yo mismo, sabes mi capacidad para el mal, mis malas
inclinaciones, mi pasado y mi futuro, todo lo que he sido, soy y podré ser,
pero tú sabes también, según mi parecer de ahora, que te amo como yo soy o te quiero amar, según
mis santos deseos.
Algo así podemos decir nosotros. Hemos pecado, y tal
vez gravemente y muchas veces, por inconsciencia, apasionamiento, desequilibrio
psíquico, por presunción de nosotros mismos, creyendo que éramos capaces de
meternos debajo del agua y no mojarnos, y nos hemos puesto como una sopa; de
jugar con el fuego y no quemarnos, y nos hemos abrasado.
Nuestros pecados nos enseñaron a ser comprensivos con
todos los pecadores, a no fiarnos de nosotros mismos, a comprender a los
pecadores, a excusar a todos, a buscar razones de bien en el mal obrar de los
hombres, a justificar lo que nos parece injustificable, a perdonar a quienes
nos ofenden y buscar un bien en el mal que nos intentan hacer.
Como San Pedro, podemos decir a Jesús: Tú lo sabes
todo, cómo fui de niño, de joven, de mayor, conoces mis pecados, mis
debilidades naturales, mi malicia, todo, absolutamente todo; y sabes también,
porque no hay nada oculto a tus divinos ojos, que te quise querer con mi modo
de ser pecaminoso, a pesar de todo, y que te quiero ahora y te quiero querer
siempre.
Te respondo a la pregunta que me haces como hiciste
a San Pedro: ¿Me amas más que éstos? Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te
amo. Tú lo sabes todo: mi osadía en
compaginar mi vida de fe con la del mundo, mi debilidad natural, aumentada por
mis pecados, que fueron muchos. Sabes mi presunción en la virtud, sabes que no puedo
decir que fui tentado irresistiblemente, de manera que me sintiera fuertemente
avocado al pecado porque tenía que desfogar la pasión.
Pequé, tú
sabes cuánto y cómo, pero sabes
también que en el fondo o en la superficie, o de alguna manera, quise amarte,
quiero amarte y quiero querer amarte siempre.
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