sábado, 3 de mayo de 2025

Tercer domingo de Pascua. Ciclo C

 


El apóstol San Juan en un estilo sugestivo de belleza literaria sin igual, nos cuenta que Tomás llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los Hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y otros discípulos más, motivados por San Pedro, marcharon al lago de Tiberíades a pescar; y pasaron toda la noche surcando todas las aguas, y llegaron a la madrugada sin capturar  ni un solo pez. 

Cuando la luz del sol estaba ya iluminando el lago, apareció Jesús en la orilla, haciéndose un desconocido, y  preguntó a sus discípulos si tenían algo para comer. Y ellos le dijeron que en toda la noche no habían pescado nada. Entonces les dijo: Echad las redes a la derecha de la barca y encontraréis peces. Obedecieron este extraño mandato, impulsados por un instinto de obediencia superior, pues ese lugar había sido ya explorado muchas veces durante toda la noche; y el resultado fue que se encontraron con la sorpresa de que en un momento capturaron abundancia de peces, que tuvieron la curiosidad de contar: ciento cincuenta y tres. Después de anclar Pedro la barca en las arenas, Jesús les dio a todos pan y peces, sin que nadie le preguntara quién era, sabiendo todos que era el Señor.

Después de haber realizado Jesús la pesca milagrosa, signo poderoso del poder divino y preparación para transferir a Pedro el primado o la total y plena potestad en la Iglesia, comieron; y  a continuación  confirió la máxima autoridad de Pedro sobre Obispos, sacerdotes, diáconos y laicos, es decir sobre todos los hombres, valiéndose del precioso y sugerente diálogo que transcribo:

Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?

Pedro le contestó:

Sí, Señor, tú sabes que te quiero.

Le dice Jesús:

Apacienta mis corderos

Jesús vuelve a preguntarle por segunda vez:

Simón, hijo de Juan, ¿me amas?

 Pedro le respondió:

- Sí, Señor, tú sabes que te quiero.

Le dijo Jesús:

Apacienta mis ovejas

Jesús le hizo por tercera vez la misma pregunta:

Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?

Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: ¿me quieres? Y le dijo:

Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.

Le dijo Jesús:

Apacienta mis ovejas.

 No sabemos por qué Jesús reiteró a Pedro por tres veces la misma pregunta, que obtuvo de Pedro idéntica respuesta, a excepción de la tercera a la que añadió con tristeza: Tú lo sabes todo; tú sabes que te amo.

Puede pensarse que Jesús en este diálogo  estaba aludiendo mentalmente a la afirmación que hizo Pedro a Jesús en la última cena: “Aunque todos te abandonen, yo nunca te abandonaré”, frase que significaba que Pedro amaba más que los demás a Jesús.

Pedro no se conocía, presumía, convencido y de buena voluntad, de fuerzas que no tenía. Necesitaba la prueba del pecado, llamemos traición, para llegar a su conocimiento total; y surgió la ocasión cuando la portera del palacio de Caifás y los soldados que se calentaban dentro del patio le abordaron con una pregunta comprometida: ¿No eres tú uno de sus discípulos? Pedro, por miedo a correr la misma suerte que Jesús, la muerte, le negó tres veces o en tres ocasiones distintas, incluso con imprecaciones y juramentos, nos dice San Mateo y San Marcos. Fue necesario, repito, la humillación del pecado de Pedro para que conociera su debilidad, su presunción, su vanidad, su inconsciencia, sin que esto significara no querer al Maestro.

Esto mismo nos ha pasado o nos pasa a cada uno de nosotros. Cuando éramos niños o jóvenes y comprobábamos pecados en los hombres sin fe o en cristianos empecatados, nos escandalizábamos, y asegurábamos en nuestro interior que nosotros nunca cometeríamos semejantes barbaridades.

La triste experiencia demostró con el tiempo que nosotros, cuando se presentaron las ocasiones y estuvimos en iguales o parecidas circunstancias, hemos sido tan pecadores o más que los demás; y ahora no nos atrevemos a presumir de nuestras virtudes, porque nuestros pecados nos delatan, y nos consideramos tan pecadores como cualquiera o con la capacidad de serlo, si Dios no nos tuviera sujetas “las manos” con las esposas de la gracia. Santa Teresa  del Niño Jesús decía que ella no había sido una gran pecadora porque Jesús iba delante de su camino quitando las piedras para que ella no tropezara.

No sabemos quién ama más a Dios y quién es más pecador en su divina presencia. Todo depende del misterio de la gracia y de la libre correspondencia del hombre a ella. Dios permite, a veces, que los santos pequen para que se hagan comprensivos con los pecadores, experimentando en su propia carne las pasiones y debilidades de ellos,  para que aprendan  la acción de la misericordia divina,  y aprecien las virtudes que les regala.

Dios hace que los que luchan por ser virtuosos o son santos tengan  defectos  temperamentales, que a veces no son pecados, y difícilmente pueden corregir del todo, para propia humillación  y para que aprecien el valor de la infinita misericordiosa que Dios tiene para con todos los hombres. El hombre bueno o santo, porque se comprueba pecador o defectuoso, no juzga ni condena a nadie en el corazón; se considera en potencia tan pecador como cualquiera, y a los pecadores en potencia tan buenos o santos como él, si hubieran contado con sus mismas gracias.

San Pedro amó siempre a Jesús en el corazón, pero falló porque se comparaba con sus compañeros y se creía mejor que ellos. Presumió, a la hora de la Eucaristía, de fuerzas que se imaginaba tenía; y después, a la hora de la pasión, sucumbió y negó al Maestro. Pero cuando Pedro fue totalmente humillado por el pecado, recibió el perdón de Cristo, y recibió con el resto de los apóstoles el Espíritu Santo, se convirtió en un gran santo, hombre humillado; y gracias a la humillación del pecado, no volvió jamás a fiarse de sí mismo, y empezó a comprender a los demás y a considerarse igual o peor que otros.

Por eso, cuando Jesús le preguntó por tercera vez: Pedro, ¿me amas más que éstos?, se entristeció porque empezó a tener miedo de sí mismo por si podría volver a las andadas, al hombre viejo, al hombre pecador de antes. Y no se le ocurrió mejor respuesta que decir: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Tú, que eres Dios, me conoces más que yo mismo, sabes mi capacidad para el mal, mis malas inclinaciones, mi pasado y mi futuro, todo lo que he sido, soy y podré ser, pero tú sabes también, según mi parecer de ahora, que te amo como yo soy o te quiero amar, según mis santos deseos.

Algo así podemos decir nosotros. Hemos pecado, y tal vez gravemente y muchas veces, por inconsciencia, apasionamiento, desequilibrio psíquico, por presunción de nosotros mismos, creyendo que éramos capaces de meternos debajo del agua y no mojarnos, y nos hemos puesto como una sopa; de jugar con el fuego y no quemarnos, y nos hemos abrasado. 

Nuestros pecados nos enseñaron a ser comprensivos con todos los pecadores, a no fiarnos de nosotros mismos, a comprender a los pecadores, a excusar a todos, a buscar razones de bien en el mal obrar de los hombres, a justificar lo que nos parece injustificable, a perdonar a quienes nos ofenden y buscar un bien en el mal que nos intentan hacer.

Como San Pedro, podemos decir a Jesús: Tú lo sabes todo, cómo fui de niño, de joven, de mayor, conoces mis pecados, mis debilidades naturales, mi malicia, todo, absolutamente todo; y sabes también, porque no hay nada oculto a tus divinos ojos, que te quise querer con mi modo de ser pecaminoso, a pesar de todo, y que te quiero ahora y te quiero querer siempre.

Te respondo a la pregunta que me haces como hiciste a San Pedro: ¿Me amas más que éstos? Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.  Tú lo sabes todo: mi osadía en compaginar mi vida de fe con la del mundo, mi debilidad natural, aumentada por mis pecados, que fueron muchos. Sabes mi presunción en la virtud, sabes que no puedo decir que fui tentado irresistiblemente, de manera que me sintiera fuertemente avocado al pecado porque tenía que desfogar la pasión.

Pequé, tú  sabes cuánto y cómo,  pero sabes también que en el fondo o en la superficie, o de alguna manera, quise amarte, quiero amarte y quiero querer amarte siempre.

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