sábado, 31 de mayo de 2025

Ascensión del Señor. Tiempo Pascual. Ciclo C

 

Como hemos indicado en la oración colecta que en nombre del pueblo cristiano he elevado al Padre, hoy es el día de la victoria de Jesús que ascendió a los Cielos, como cabeza del Cuerpo Místico, para prepararnos allí una morada eterna de visión y gozo.

Este misterio que estamos celebrando supone seis grandes etapas, que vamos a enunciar con breves explicaciones.
La primera es la Encarnación del Hijo de Dios, que como todos sabemos, consiste en que la segunda Persona de la Santísima Trinidad se hizo hombre por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de Santa María. Parece imposible y ciencia ficción pensar que Dios se rebaje hasta el punto de hacerse en todo como nosotros, menos en el pecado.

La segunda es la misteriosa y larga vida escondida de Jesucristo en Nazaret como Redentor, en la que se dedicó a realizar las cosas sencillas y ordinarias de la vida, durante casi treinta años, ocupado en la oración y en el trabajo bajo la obediencia de sus padres. Durante toda su vida oculta vivió en estado habitual de oración, es decir, unido al Padre en cada momento, trabajando en las tareas de la casa.

Con esta actitud nos enseñó Jesús que la vida ordinaria, de cualquier clase que sea, tiene sentido santificador y apostólico; y que la oración y el trabajo son medios que dignifican al hombre, lo santifican y lo redimen. Con ellos el hombre colabora a la obra del misterio de la salvación.
La tercera etapa de Jesús fue la vida pública, en la que dedicó aproximadamente tres años:

- a predicar el Evangelio, la gran noticia de que Dios nos ha creado para vivir eternamente con Él en el Cielo:
- a realizar milagros: curar a los enfermos, socorrer a los pobres, resucitar a los muertos y demostrar, de esta manera que Él era el Mesías o Redentor, y también la infinita misericordia de Dios Padre para con los pecadores.

La cuarta etapa de Jesús fue su pasión y muerte, la expresión máxima del amor, en la que padeció sufrimientos inconcebibles en la agonizante oración del huerto de Getsemaní, en la flagelación y coronación de espinas y, por último, en la crucifixión de un Dios encarnado, que murió en la cruz para salvar a todos los hombres.

Con esto nos enseñó que el dolor tiene sentido de redención y es necesario para la salvación eterna; y que la muerte de Jesús en la cruz, siendo Dios, la Vida eterna, da sentido místico a la muerte que, siendo el castigo del pecado original, es la última gracia que Dios nos concede en esta vida para poder resucitar con Cristo para el Cielo.

La quinta etapa es la resurrección de Cristo, el triunfo de la vida sobre la muerte y la gracia sobre el pecado, la restauración del hombre viejo, sometido al pecado, al dolor y a la muerte, en el hombre nuevo. La resurrección de Cristo es nuestra esperanza y nuestro gozo eterno, porque sabemos que cuando este mundo termine, gozaremos en el Cielo eternamente en unión de todos los ángeles y santos en los nuevos cielos y la nueva tierra.

Y, por último, la sexta etapa es la ascensión de Jesús a los Cielos,

Cuya fiesta estamos hoy celebrando.

Nosotros como cristianos, tenemos que seguir los mismos pasos que Jesús recorrió en su vida:

- haciendo que nuestra existencia en la tierra sea sencilla y humilde con sentido santificador y apostólico en cualquier estado y trabajo que desempeñemos;

- procurando que nuestra relación social de trabajo y amistad infunda en los demás ganas de ser mejores y acercarse a Cristo;

- ofreciendo al Señor nuestro dolor personal en todas sus dimensiones y las circunstancias adversas de la vida;

- aceptando la muerte como medio de transfiguración en Cristo resucitado con la esperanza de morir con Cristo y resucitar con Él, para después ascender al Reino de los Cielos a gozar eternamente de la gloria de la Santísima Trinidad.

sábado, 24 de mayo de 2025

Sexto domingo de Pascua. Ciclo C

 


El tema que voy a desarrollar en esta homilía está basado en un versículo del Evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él”.

Podríamos decir que la esencia de la santidad consiste en tres infinitivos, íntimamente relacionados entre sí: cumplir, aceptar y vivir. Cumplir los mandamientos de la Ley de Dios, de la santa Madre Iglesia, las obligaciones propias del estado, del trabajo, y sociales, aceptar la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste, y vivir el misterio insondable de la presencia de  Dios Uno y Trino dentro del alma por la gracia.

Al afirmar la esencia de la santidad, no menospreciamos lo que es complemento de la santidad o accesorio, que hay que tenerlo en cuenta si queremos medrar en la perfección evangélica, pues en la práctica es también necesario, no de modo absoluto, sino de manera relativa. Cuando decimos, por ejemplo, que el alimento es necesario para vivir, no negamos la necesidad relativa o de conveniencia de un alimento  variado y bien regulado. De la misma manera cuando decimos que en teoría la santidad esencial consiste en cumplir la ley, aceptar la voluntad de Dios y vivir la presencia de Dios en el alma, suponemos todos los medios que en la práctica se necesitan para la santidad, como son la oración, penitencia, vida sacramental, ejercicio de virtudes y otros, que no son objeto de la homilía de hoy. 

Los mandamientos del Decálogo fueron promulgados por Dios en el monte Sinaí para todos los hombres, porque son necesarios para reciclar al hombre, desajustado por el pecado original, y ordenarlo al estado para el que fue creado: la gloria de Dios y la salvación. No son prohibiciones que el Señor de todas las cosas pone al hombre, para que siga el buen camino que Él ha marcado y quiere en bien propio, sino son unos preceptos que propone al hombre, cuyo cumplimiento es necesario para que sea lo que tiene que ser: verdadero hijo de Dios, en el sentido pleno de la palabra; tampoco son órdenes que impone Dios al hombre, su criatura, para que le sirva,  pues es inmensamente y eternamente feliz, y nada necesita ni puede necesitar; ni mucho menos son yugos que atan y esclavizan al hombre. Son gracias divinas, beneficios para que el hombre se santifique y consiga la vida eterna. Cuanto más y mejor cumple el hombre los mandamientos, más hombre es, más cristiano y más santo.

Nosotros, los cristianos, además de cumplir, primero y fundamentalmente los mandamientos de la Ley de Dios, tenemos que cumplir los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, las normas que dicta y la doctrina que enseña.

Aceptar la voluntad de Dios es condición indispensable para la santidad, viendo en todos los acontecimientos agradables y desagradables la mano de Dios, que gobierna todas las cosas con sabiduría y bondad.

El tercer infinitivo consiste en vivir el misterio de la Santísima Trinidad dentro del alma, una realidad transcendente que nos asegura el evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos él y haremos morada en él”. Es una consecuencia lógica del cumplimiento del Decálogo y de la aceptación de la voluntad de Dios. El que cumple los mandamientos sustancialmente, en cuanto a su preceptiva grave, está en gracia de Dios, y el que quebranta cualquiera de ellos en materia grave, está en pecado mortal, rompe la amistad con Dios y deja el alma muerta para la vida sobrenatural.

Como premio del cumplimiento de la Ley, la Santísima Trinidad inhabita dentro del alma por la gracia; es decir, monta su morada dentro del hombre en el que vive o convive, como en su propia casa o templo, y donde  realiza sus funciones divinas trinitarias, santifica a los hombres y a la Iglesia y es objeto de experiencias místicas.

¿Qué es la gracia?

Tenemos que empezar por decir que la gracia es un regalo misterioso que Dios regala al hombre, mediante el sacramento del bautismo, según la doctrina de la Iglesia; pero Dios que es omnipotente, sabio y misericordioso, distribuye su gracia, amor misericordioso, por cauces extraordinarios que no conoce la teología de la gracia y superan el conocimiento y la imaginación del hombre.

Según enseña la Iglesia Católica es una participación analógica de la misma naturaleza divina, por la que Dios Uno y Trino se comunica, de alguna manera, al hombre para divinizarlo en el sacramento del bautismo; es una unión real, pero “mística” de Dios con el hombre por medio de la gracia, en la que Dios se da al hombre que queda divinizado y transformado en todo su ser: el cuerpo queda convertido en templo vivo del Espíritu Santo y el alma en sagrario de la Santísima Trinidad. La gracia nos introduce en la vida trinitaria y nos hace hijos de Dios con derecho a la vida eterna en el Cielo.

El bautismo comunica al hombre la llamada gracia santificante, que es un don habitual, una disposición estable, como si fuera una “sobrenaturaleza” añadida a la misma sustancia del alma, principio radical de mérito sobrenatural. Es distinta a las gracias actuales que son mociones de Dios que iluminan el entendimiento para pensar en el bien que lleva a la vida eterna o fuerzas misteriosas que empujan a la voluntad a hacer el bien que conduce al Cielo visto y poseído por Dios. Estas gracias se dan en el origen de  la conversión y también en el curso de la santificación, cuando el hombre está convertido. Si el hombre es cristiano y está convertido, pero está en pecado mortal, recibe de Dios gracias actuales para que se reconcilie con Él en el sacramento de la Penitencia; y si está en gracia de Dios para que se perfeccione cada día más. Los medios por los que Dios envía estas gracias son muchos y diversos, principalmente por los acontecimientos, cosas, actos de diversa índole, y también sin mediaciones, directamente causados por Dios de manera inmediata en el interior del hombre de muchas maneras.

La gracia habitual se pierde por el pecado mortal o grave y se recupera, como hemos dicho antes por la Confesión, generalmente, y también por un acto de perfecta contrición, si no hay posibilidad de confesión.

La gracia es una iniciativa libre de Dios que exige libre respuesta humana: una acción divina que antecede a la respuesta del hombre, le acompaña siempre en su camino y concluye con  su santificación, que resulta ser obra divina con la colaboración del humana, siempre con la gracia.

El hombre por sí mismo no tiene mérito con nada delante de Dios, pero en virtud de la gracia, merece sobrenaturalmente con todas las obras que hace con las que puede alcanzar el Cielo o la vida eterna.

Copiamos sustancialmente las principales ideas de la doctrina de la Iglesia contenida en el Catecismo de la Iglesia Católica del Papa Juan Pablo II, sobre la gracia y el pecado:

“La gracia es una participación en la vida de Dios que nos introduce en la vida trinitaria  por el bautismo que nos hace hijos adoptivos de Dios (Cat 1997).  Hay que distinguir entre gracia santificante y gracias actuales. La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona el alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor; y las gracias actuales son intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación” (Cat 2000). El hombre se prepara para recibir la gracia por obra del Espíritu Santo, porque Él, por su acción, comienza haciendo que nosotros queramos; y termina cooperando con nuestra voluntad ya convertida. Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja (S. Agustín).

La libre iniciativa de Dios exige respuesta libre del hombre. La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica (Cat 2001-2003).

Bajo la moción de la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así la justicia de lo alto (Cat  2018) El hombre convertido por la gracia de Dios se justifica en el bautismo, que entraña la remisión de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior (Cat 219). La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo y se nos concede en el bautismo y tiene como finalidad la gloria de Dios y de Cristo y el don de la vida eterna (Cat 2020).

El hombre no tiene, por sí mismo, mérito ante Dios sino como consecuencia del libre designio de asociarlo a la obra de su gracia. El mérito pertenece a la gracia de Dios, en primer lugar, y a la colaboración del hombre, en segundo lugar. El mérito del hombre retorna a Dios (Cat 2025).

“El pecado mortal entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante , es decir del estado de gracia ... Aunque podamos juzgar que un acto en sí es una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios” (Cat 1861)

 

sábado, 17 de mayo de 2025

Quinto domingo de Pascua. Ciclo C

 


La pasión y muerte de Jesús, máximo dolor que se puede imaginar, porque es Dios quien sufre, es la prueba más clara de que el sufrimiento es necesario para ir al Cielo, porque el amor de Dios se hizo dolor humano para la redención de los hombres. El modo mejor de sufrir con Cristo es aceptar el dolor que nos viene de parte de Dios, que es amor con apariencia de desamor o castigo. 

Estoy seguro de que todos los que estamos en estos momentos escuchando la Palabra de Dios tenemos nuestra cruz, que no nos gusta, que nos hace sufrir lo indecible, que no nos podemos quitar de encima de nuestras espaldas. Y la mayor pena que podemos tener es saber que, algunas veces, el dolor es irreversible, tenemos que convivir con él para siempre y sin esperanzas de curación o solución ¿Qué hacer? 

Ante esta encrucijada sin salida, solamente tenemos importantes respuestas de fe. 

En primer lugar, la creencia de que la cruz es necesaria para seguir a Cristo y conseguir la vida eterna, como nos dijo Jesús en el Evangelio: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). No es la cruz una opción para seguir a Cristo, sino una necesidad para conseguir la vida eterna, pues todos la tenemos, tanto los que tenemos fe como los que no la tienen. 

Consecuentemente, los cristianos tenemos que seguir a Cristo con la cruz a cuestas, sabiendo que delante de nosotros va Él estimulándonos a llevarla y haciendo con cada uno de nosotros las veces de cirineo. 

Con el dolor aprendemos el conocimiento propio de nuestro ser y valer: nuestra debilidad, nuestra impotencia o nuestra capacidad limitada, y acudimos a quien todo lo puede para que nos ayude y fortalezca.

Con ella comprendemos a los demás, que sufren como nosotros o quizás más, y, como hermanos e hijos de un mismo Padre, rezamos juntos para conseguir la gracia de la fortaleza del Espíritu Santo para todos. 

Con la cruz se fortalece nuestra fe en la vida eterna, se aumenta nuestra esperanza y ponemos totalmente nuestro corazón en los bienes de Arriba, que son eternos e imperecederos, despegándonos de las criaturas, a las que estamos esclavizados. 

La cruz nos sirve para redimir las culpas y penas de nuestros pecados, que no han sido suficientemente reparados en la vida, y nos ahorra las penas temporales del Purgatorio; y los sufrimientos nos ayudan también a merecer la vida eterna, pues por muchos y graves que sean, son mayores los premios que, a cambio de ellos, recibiremos en el cielo eterno. 

Además de estos consuelos sobrenaturales, existe la esperanza humana de saber que el mal tiene su fin, pues no hay mal que cien años dure.

El mensaje de la cruz es sustancial para la vida del cristiano, sin embargo no nos gusta, no lo entendemos, lo rechazamos instintivamente.  

Cuando nos visita la tribulación, cuando el Señor nos acaricia con la cruz, cuando  el dador de todo bien pone sobre nosotros el pesado madero, cuando nos parece que Dios nos castiga, nos abandona, digamos con el santo Job: “Dios me lo ha dado, Dios me lo ha quitado, bendito sea su santo nombre”. 

Acongojados por el dolor y desconcertados por la cruz solemos formular una infinidad de porqués para los que no encontramos respuestas humanas: ¿Qué pecado habré cometido yo para que el Señor me trate de esta manera? ¿Por qué Dios me abandona tanto? ¿Qué he hecho yo para que los hombres se porten tan mal conmigo? ¿Por qué...? En lugar de concluir que estamos en línea con Jesucristo y aceptar la cruz que Dios nos manda o permite, nos rebelamos y nos convertimos en murmuradores de la cruz que el Señor nos manda para nuestro bien, con miras a la vida eterna.           

Cuando nos vemos solos, abandonados, sin el amparo de los nuestros; cuando sufrimos en nuestra carne  la enfermedad larga, costosa e insoportable; cuando somos perseguidos por parte de familiares y amigos; cuando nos sentimos despreciados, desconcertados en el fondo del corazón, expresamos al exterior nuestro sentimiento y nos olvidamos de que hay que padecer mucho para ganarse a pulso el Reino de Dios. El camino del Cielo está sembrado de espinas, y no de rosas; hay que tener siempre presente que la distinción de un hijo de Dios elegido de Jesucristo es la cruz, la persecución.           

Si nos encontramos solos, si tenemos dolores físicos, psíquicos o morales, si estamos padeciendo depresiones, soledades y angustias, si estamos despreciados, o menos preciados por los demás, la conclusión de fe no es otra que la que venimos comentando: es muy clara: “hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios” 

Para las almas espirituales, para los santos, el padecer es sufrir con esperanza del gozo de la vida eterna. Muchas veces, cuando leemos en la vida de los santos lo mucho que padecieron, decimos: ¡pobrecitos, cuánto sufrieron!

Y no es así, porque Dios da fortaleza suficiente para sufrir con gozo espiritual, no con gozo humano, la cruz, que se aguanta con la fortaleza del Espíritu Santo. El santo experimenta el dolor físico, a veces humanamente inaguantable, con la seguridad de que se identifica con Cristo que nos salvó por el amor hecho dolor, y con la esperanza de conseguir el Cielo. 

El amor integrado en el dolor es el mandamiento grande del Señor: amor a Dios, objetivo prioritario y único, y desde Dios descendiendo, amor a mí mismo, a los hermanos y a todas las cosas. El mandamiento nuevo del Señor tiene unos aspectos y matices totalmente desconocidos en el Antiguo Testamento.

Es nuevo por dos conceptos: nuevo por el modo y nuevo por su extensión. Por el modo, porque tenemos que amarnos los unos a los otros al modo divino como Jesús gratuitamente nos amó, sin esperar nada a cambio. 

La esencia íntima del amor es amar, aunque no se sienta uno amado, como es el amor de la madre. La madre ama a su hijo con todos sus “aunques” y con todos sus “sin embargos”, aunque no reciba nada (aunque reciba desprecios del hijo). Este es el amor puro, el modo divino, con que Dios nos ha amado y nos ama. 

Este amor, que es al modo divino, se extiende a todos los hombres en palabras y obras, tiene una dimensión universal, si bien no hay que amar a todos de la misma  manera, como es evidente. 

No debe amar la madre cristiana, de igual manera y con la misma intensidad a su hijo que al enemigo de su hijo. Pero un cristiano de verdad, no debe excluir de su corazón a ningún  hombre de la tierra. Cómo tiene que ser el amor al enemigo, es tema de otra homilía. 

Tengo que amar a los hermanos, aunque sienta repugnancia, aunque no me gusten, aunque me repelan, con obras y palabras, con amor efectivo, al menos, es decir, con el comportamiento que requiera cada caso. 

En consecuencia, y resumiendo, hermanos, hay que padecer mucho para ganarse a pulso el Reino de Dios. Y el modo de conseguir esta meta es con el amor a Dios y en Dios a uno mismo, a los hermanos y hasta las mismas cosas.

 

 

miércoles, 14 de mayo de 2025

San Isidro Labrador. Ciclo C


San Isidro Labrador, patrono de la Villa de Madrid, fue un santo singular, sencillo y humilde. En el Cielo, igual que en la Tierra, hay muchos santos, cada uno distinto, según la gracia que cada uno ha recibido del Espíritu Santo y la correspondencia que da a ella con el esfuerzo personal de las buenas obras que haga. Pero todos coinciden en una misma cosa: en la santidad. Así, por ejemplo, San Francisco Javier fue un santo misionero excepcional, porque colaboró a su vocación misionera apostólica predicando el Evangelio en países lejanos a donde todavía no había llegado la cultura cristiana; o santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia, que fue una santa misionera mística, porque correspondió a su vocación contemplativa con la oración, la penitencia, la fraternidad de la convivencia conventual y el trabajo apostólico de la vida ordinaria del claustro. Y así, cada santo, simple cristiano o religioso, con su propia vida cristiana en estado de gracia y haciendo bien lo que tiene que hacer, puede ser misionero en la Iglesia, siendo santo.

 ¿Qué es la santidad?

La santidad, hermanos, no es otra cosa que la bondad del hombre cristianizada o santificada, que resplandece en los que son y parecen santos, y, algunas veces, en los que no lo parecen; incluso, a los ojos de Dios, se puede dar la santidad en algunos hombres que la viven misteriosamente de maneras no conocidas por la teología católica de la Iglesia. Es verdad que, en sentido teológico, no se puede ser santo sin el bautismo, sin la fe con buenas obras, sin la vivencia de la gracia, sin la oración, y sin la recepción de los Sacramentos. Pero nadie puede dudar que estos medios ordinarios de santificación pueden suplirse por caminos misteriosos de la infinita misericordia de la sabiduría de Dios, que no conoce la teología de la Iglesia. 

Este razonable supuesto se puede comprobar con la experiencia que muchos tenemos de algunos amigos y conocidos nuestros, honrados, que cumplen ejemplarmente sus deberes profesionales, son modelos en la familia, en el trabajo y en la relación social; y a muchos les parece que están lejos de Dios. Pero, ¿quién sabe, hermanos, quién está más cerca o más lejos de Dios? 

Yo estoy personalmente convencido de que son muchísimos los hombres, casi todos, que se van a salvar, y conseguirán la santidad por vías misteriosas de la gracia de Dios, Padre, que sabe valorar y juzgar en verdad el secreto de los corazones. 

La bondad es el fundamento de la santidad. Por eso, en el sentido católico, San Isidro labrador, fue un hombre bueno, un hombre sencillo, un hombre humilde, que se pronunciaba en el exterior, como realmente era por dentro: sin picardía, sin dobles intenciones, sin escondrijos en el corazón, sin componendas. ¡Qué difícil, hermanos, es encontrar a un hombre bueno y sencillo consigo mismo y con los demás! 

Cuando decimos que San Isidro labrador fue un hombre humilde, no queremos decir que fue santo porque tenía una profesión humilde, la de labrador, pues la profesión no importa para ser santo, sino porque, como persona, fue humilde en su corazón y en su acción. La dignidad del Papa, por ejemplo, la superior que existe entre todas las dignidades humanas, religiosas y eclesiásticas no es, de suyo, mejor oficio que el de labrador para ser santo. 

La humildad espiritual, como virtud, no es lo mismo que la humildad de profesión. Consiste no en la “profesión que se ejerce”, sino en la humildad y comportamiento con que se vive la propia vocación, pues hay personas de alto rango social, que son humildes y santas; y, por el contrario, hay personas de condición social humilde que son engreídas y soberbias. 

San Isidro fue también humilde, porque reconocía que todo lo había recibido de Dios, se reconocía, como otro cualquiera o peor que los demás, y nunca superior, y no se consideraba mejor que nadie, ni se compara con los demás, ni juzgaba, ni criticaba. Todo lo excusaba, todo lo perdonaba, y todo lo olvidaba, sintiéndose pecador, necesitado del perdón de Dios y de la comprensión de los hombres. Tenía, digamos, dos pilastras fundamentales de la santidad: la sencillez y la humildad. Era un santo común, que no quiere decir que tenía una santidad de poca altura, sino que era un santo ordinario, normal, al alcance de cualquiera; y no un santo deslumbrante, de esos que nunca dormían en la cama y llevaban una vida penitente en todo, cono norma de conducta habitual, y hacían milagros que atraían a las turbas. 

San Isidro estaba casado con su esposa Santa María de la Cabeza. Era agricultor, y trabajaba al servicio de un amo, compaginando el trabajo con una vida de piedad intensa. Me imagino que ambos esposos santos tendrían que superar las pequeñas dificultades de la convivencia, que son necesarias para ejercer la virtud comunitaria, pues hacer vida común con otro o con otros es un medio muy eficaz para conseguir la santidad. Cada uno de ellos tenía su manera de ser diferente y santa, pero al ser distintos, la manera de ser y actuar santa de uno supondría para el otro pequeños sacrificios en algunas cosas; sacrificios que se aceptaban con alegre comprensión, porque se querían mucho y buscaban a Dios siempre y en todo. Las pequeñas trifulcas y roces en familia se deben, en su mayoría, a la falta de mutua comprensión, de humildad y sacrificio. 

Cuando uno es humilde, tiende a callar, a comprender, a ceder, porque es mejor callar y dejar al otro con la razón que no lleva, que con palabras convincentes defender la verdad en cosas indiferentes y tontas; incluso cuando se trate de defender verdades importantes, que no van a convencer, sino más bien crear discusiones, suscitar broncas, y romper la paz armando guerras tontas ¡Cuántos disgustos existen en las familias por simpleces, que no tienen otro fundamento que la soberbia de imponer la propia opinión. 

San Isidro Labrador, además, fue un hombre de vida interior, que vivía habitualmente en Dios escondido con Cristo; y no un santo de oraciones circunstanciales. Oraba a solas con Dios, y luego labrando la tierra, continuaba con la oración de acción, haciendo las cosas que tenía que hacer lo mejor que sabía y podía, procurando que el trabajo fuera también oración y un medio de santificación personal y apostólica. 

Por lo tanto, hermanos, seamos santos de verdad, santos como San Isidro, sencillos, humildes, de vida interior, trabajadores, de tal manera que la vida interior y el trabajo sean para cada uno de nosotros oración, medio de santificación personal y de apostolado, en cualquier estado de vida en que vivamos.

 

sábado, 10 de mayo de 2025

Cuarto domingo de Pascua. Ciclo C

 

Iglesia, "Sacramento universal de salvación”

Los fieles, como respuesta  a la Palabra de Dios de la primera lectura en el salmo responsorial de la santa misa de este domingo, proclaman esta afirmación: Somos su pueblo y ovejas de su Rebaño. Con estas palabras  afirman  la alegría de pertenecer a la Iglesia, figurada como Rebaño; y luego en el Evangelio se recalca la misma idea con la alegoría de Jesús, Pastor, y ovejas que son los hombres, que escuchan su voz y le siguen para la vida eterna. Estas ideas me ofrecen una oportunidad para hablar del misterio de la Iglesia.

La Iglesia, a la que por la gracia misericordiosa de Dios, Creador y Padre pertenecemos, es un misterio que sólo se puede conocer  por medio de metáforas o alegorías, que no definen su propia naturaleza, y ni siquiera se imagina. Las principales son: Cuerpo místico de Cristo, la Vid y los sarmientos y Sacramento universal de salvación, como enseña el Concilio Vaticano II, que significa que todas las personas que se salvan es por medio del bautismo de agua, bautismo de deseo, bautismo de sangre y bautismo de conciencia o sus suplencias que son infinitas y nadie puede saber ni imaginar, porque Dios es infinitamente sabio, lo sabe todo y todo lo puede.

¿Son pocos los que se salvan?

El número de los que se salvan ha sido, es y será siempre el gran interrogante para todos los hombres de todos los tiempos, porque nada hay revelado sobre este particular. 

En un lugar donde Jesús predicaba, tal vez en una sinagoga de Cafarnaún, el Maestro debió tratar el tema interesante de la salvación, y un oyente interrumpiendo su discurso preguntó a Jesús: Señor, ¿son pocos los que se salvan?

El Maestro no respondió directamente a la pregunta,  sino que se limitó a enseñar la necesidad de esforzarse para entrar en el Reino de Dios: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos intentarán entrar y no podrán” (Lc 13,24). Esta frase no significa que muchos no se salvarán, sino que cuesta mucho esfuerzo entrar por la puerta estrecha de la salvación por propia cuenta,  porque la salvación depende principalmente de la gracia de Dios y otros muchos factores. Sobre este problema angustioso, muchos judíos tenían ideas peregrinas, muy equivocadas, contrarias a la Biblia, hasta tal punto que pensaban que la salvación era una exclusiva para el pueblo de Israel,  porque Dios salva a los hombres como quiere con ellos o sin ellos y de muchas maneras no conocidas.   

Opiniones sobre la salvación

Entre los teólogos existen principalmente tres opiniones sobre la salvación universal de los hombres: rigorista, optimista y misericordiosa, cristiana y evangélica.

Opinión rigorista     

La opinión rigorista afirma que son muchos, muchísimos, los hombres que no se salvan, porque según se aprecia pocos, poquísimos, son los que trabajan por vivir en gracia y se preocupan por la salvación eterna. La mayor parte de la gente vive de espaldas a Dios, obcecada en el pecado, alucinada por el mundo, el dinero, el poder y la carne, y sin cumplir los mandamientos de la Ley de Dios ni  la doctrina de la Iglesia.    

Opinión optimista

La opinión optimista, muy común hoy, consiste en creer que todo el mundo se salva o pocos se condenan, pues la mayoría de los hombres no son pecadores, sino enfermos, débiles, tarados, incapaces de responsabilidad  moral para cometer un pecado mortal, acto humano, que merezca el infierno eterno.

Opinión misericordiosa

Sin duda alguna la opinión más aceptable es la misericordiosa.

Nadie sabe, ni siquiera la Iglesia, el número de los que se condenan. El Papa Juan Pablo II en su libro “Cruzando el umbral de la esperanza” nos dice textualmente que “cuando Jesús dice de Judas, el traidor, sería mejor para ese hombre no haber nacido, la afirmación no puede ser entendida en el sentido de una eterna condenación” (Pág. 187).

Para saber la doctrina de la Iglesia sobre este espinoso y agobiante problema establezco seis principios seguros de la doctrina de la Iglesia:

1º La Iglesia jamás ha hablado ni puede hablar del número de los que no se salvan porque no está revelado.

2º Según la doctrina de la Iglesia se salva el que muere en gracia y se condena el que muere en pecado mortal (Cat 1035). “Morir en pecado mortal  sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre  por propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno” (Cat 1034). ¿Pero  quién muere en gracia o en pecado mortal? Los juicios de los hombres no son como los juicios de Dios, nos dice la Sagrada Escritura.

3º La moral católica nos enseña  que para que un acto sea grave o pecado mortal se necesitan tres condiciones: materia grave, advertencia plena del acto que se va a realizar y pleno consentimiento por parte de la voluntad, o sea, aceptación plena de la obra mala a sabiendas de lo que es, y libertad plena al realizarla, sin coacción externa ni interna. Si falta alguna de estas tres condiciones, el pecado no es grave. (Cat 1859).

En virtud de estos principios algunos pecados objetivamente graves por su materia pasan a ser leves por falta de plena advertencia y de pleno consentimiento libre. Y al revés, algunos otros, cuya materia es objetivamente leve, pasan a ser graves porque el pecador creyó equivocadamente que era grave y lo cometió a pesar de eso.

4º La gravedad del pecado no consiste simplemente  en la simple trasgresión voluntaria de la ley de Dios, evaluada por los hombres, sino del juicio de Dios Padre, infinitamente misericordioso, que evalúa el pecado del hombre, su hijo, sometido a muchas debilidades, taras hereditarias o adquiridas, desequilibrios temperamentales, condicionamientos de todo tipo, fuertes tentaciones, a veces insuperables, culturas diversas, educación familiar y social y otros muchos factores.

5º Y, por último, hay que considerar que la redención universal fue realizada por Dios, Jesucristo, que derramó su sangre divina por todos los hombres y la condenación de muchos sería un fracaso. La salvación es un misterio del amor infinitamente misericordioso de Dios, que el hombre no puede entender ni imaginar.

sábado, 3 de mayo de 2025

Tercer domingo de Pascua. Ciclo C

 


El apóstol San Juan en un estilo sugestivo de belleza literaria sin igual, nos cuenta que Tomás llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los Hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y otros discípulos más, motivados por San Pedro, marcharon al lago de Tiberíades a pescar; y pasaron toda la noche surcando todas las aguas, y llegaron a la madrugada sin capturar  ni un solo pez. 

Cuando la luz del sol estaba ya iluminando el lago, apareció Jesús en la orilla, haciéndose un desconocido, y  preguntó a sus discípulos si tenían algo para comer. Y ellos le dijeron que en toda la noche no habían pescado nada. Entonces les dijo: Echad las redes a la derecha de la barca y encontraréis peces. Obedecieron este extraño mandato, impulsados por un instinto de obediencia superior, pues ese lugar había sido ya explorado muchas veces durante toda la noche; y el resultado fue que se encontraron con la sorpresa de que en un momento capturaron abundancia de peces, que tuvieron la curiosidad de contar: ciento cincuenta y tres. Después de anclar Pedro la barca en las arenas, Jesús les dio a todos pan y peces, sin que nadie le preguntara quién era, sabiendo todos que era el Señor.

Después de haber realizado Jesús la pesca milagrosa, signo poderoso del poder divino y preparación para transferir a Pedro el primado o la total y plena potestad en la Iglesia, comieron; y  a continuación  confirió la máxima autoridad de Pedro sobre Obispos, sacerdotes, diáconos y laicos, es decir sobre todos los hombres, valiéndose del precioso y sugerente diálogo que transcribo:

Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?

Pedro le contestó:

Sí, Señor, tú sabes que te quiero.

Le dice Jesús:

Apacienta mis corderos

Jesús vuelve a preguntarle por segunda vez:

Simón, hijo de Juan, ¿me amas?

 Pedro le respondió:

- Sí, Señor, tú sabes que te quiero.

Le dijo Jesús:

Apacienta mis ovejas

Jesús le hizo por tercera vez la misma pregunta:

Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?

Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: ¿me quieres? Y le dijo:

Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.

Le dijo Jesús:

Apacienta mis ovejas.

 No sabemos por qué Jesús reiteró a Pedro por tres veces la misma pregunta, que obtuvo de Pedro idéntica respuesta, a excepción de la tercera a la que añadió con tristeza: Tú lo sabes todo; tú sabes que te amo.

Puede pensarse que Jesús en este diálogo  estaba aludiendo mentalmente a la afirmación que hizo Pedro a Jesús en la última cena: “Aunque todos te abandonen, yo nunca te abandonaré”, frase que significaba que Pedro amaba más que los demás a Jesús.

Pedro no se conocía, presumía, convencido y de buena voluntad, de fuerzas que no tenía. Necesitaba la prueba del pecado, llamemos traición, para llegar a su conocimiento total; y surgió la ocasión cuando la portera del palacio de Caifás y los soldados que se calentaban dentro del patio le abordaron con una pregunta comprometida: ¿No eres tú uno de sus discípulos? Pedro, por miedo a correr la misma suerte que Jesús, la muerte, le negó tres veces o en tres ocasiones distintas, incluso con imprecaciones y juramentos, nos dice San Mateo y San Marcos. Fue necesario, repito, la humillación del pecado de Pedro para que conociera su debilidad, su presunción, su vanidad, su inconsciencia, sin que esto significara no querer al Maestro.

Esto mismo nos ha pasado o nos pasa a cada uno de nosotros. Cuando éramos niños o jóvenes y comprobábamos pecados en los hombres sin fe o en cristianos empecatados, nos escandalizábamos, y asegurábamos en nuestro interior que nosotros nunca cometeríamos semejantes barbaridades.

La triste experiencia demostró con el tiempo que nosotros, cuando se presentaron las ocasiones y estuvimos en iguales o parecidas circunstancias, hemos sido tan pecadores o más que los demás; y ahora no nos atrevemos a presumir de nuestras virtudes, porque nuestros pecados nos delatan, y nos consideramos tan pecadores como cualquiera o con la capacidad de serlo, si Dios no nos tuviera sujetas “las manos” con las esposas de la gracia. Santa Teresa  del Niño Jesús decía que ella no había sido una gran pecadora porque Jesús iba delante de su camino quitando las piedras para que ella no tropezara.

No sabemos quién ama más a Dios y quién es más pecador en su divina presencia. Todo depende del misterio de la gracia y de la libre correspondencia del hombre a ella. Dios permite, a veces, que los santos pequen para que se hagan comprensivos con los pecadores, experimentando en su propia carne las pasiones y debilidades de ellos,  para que aprendan  la acción de la misericordia divina,  y aprecien las virtudes que les regala.

Dios hace que los que luchan por ser virtuosos o son santos tengan  defectos  temperamentales, que a veces no son pecados, y difícilmente pueden corregir del todo, para propia humillación  y para que aprecien el valor de la infinita misericordiosa que Dios tiene para con todos los hombres. El hombre bueno o santo, porque se comprueba pecador o defectuoso, no juzga ni condena a nadie en el corazón; se considera en potencia tan pecador como cualquiera, y a los pecadores en potencia tan buenos o santos como él, si hubieran contado con sus mismas gracias.

San Pedro amó siempre a Jesús en el corazón, pero falló porque se comparaba con sus compañeros y se creía mejor que ellos. Presumió, a la hora de la Eucaristía, de fuerzas que se imaginaba tenía; y después, a la hora de la pasión, sucumbió y negó al Maestro. Pero cuando Pedro fue totalmente humillado por el pecado, recibió el perdón de Cristo, y recibió con el resto de los apóstoles el Espíritu Santo, se convirtió en un gran santo, hombre humillado; y gracias a la humillación del pecado, no volvió jamás a fiarse de sí mismo, y empezó a comprender a los demás y a considerarse igual o peor que otros.

Por eso, cuando Jesús le preguntó por tercera vez: Pedro, ¿me amas más que éstos?, se entristeció porque empezó a tener miedo de sí mismo por si podría volver a las andadas, al hombre viejo, al hombre pecador de antes. Y no se le ocurrió mejor respuesta que decir: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Tú, que eres Dios, me conoces más que yo mismo, sabes mi capacidad para el mal, mis malas inclinaciones, mi pasado y mi futuro, todo lo que he sido, soy y podré ser, pero tú sabes también, según mi parecer de ahora, que te amo como yo soy o te quiero amar, según mis santos deseos.

Algo así podemos decir nosotros. Hemos pecado, y tal vez gravemente y muchas veces, por inconsciencia, apasionamiento, desequilibrio psíquico, por presunción de nosotros mismos, creyendo que éramos capaces de meternos debajo del agua y no mojarnos, y nos hemos puesto como una sopa; de jugar con el fuego y no quemarnos, y nos hemos abrasado. 

Nuestros pecados nos enseñaron a ser comprensivos con todos los pecadores, a no fiarnos de nosotros mismos, a comprender a los pecadores, a excusar a todos, a buscar razones de bien en el mal obrar de los hombres, a justificar lo que nos parece injustificable, a perdonar a quienes nos ofenden y buscar un bien en el mal que nos intentan hacer.

Como San Pedro, podemos decir a Jesús: Tú lo sabes todo, cómo fui de niño, de joven, de mayor, conoces mis pecados, mis debilidades naturales, mi malicia, todo, absolutamente todo; y sabes también, porque no hay nada oculto a tus divinos ojos, que te quise querer con mi modo de ser pecaminoso, a pesar de todo, y que te quiero ahora y te quiero querer siempre.

Te respondo a la pregunta que me haces como hiciste a San Pedro: ¿Me amas más que éstos? Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.  Tú lo sabes todo: mi osadía en compaginar mi vida de fe con la del mundo, mi debilidad natural, aumentada por mis pecados, que fueron muchos. Sabes mi presunción en la virtud, sabes que no puedo decir que fui tentado irresistiblemente, de manera que me sintiera fuertemente avocado al pecado porque tenía que desfogar la pasión.

Pequé, tú  sabes cuánto y cómo,  pero sabes también que en el fondo o en la superficie, o de alguna manera, quise amarte, quiero amarte y quiero querer amarte siempre.