sábado, 31 de mayo de 2025
sábado, 24 de mayo de 2025
Sexto domingo de Pascua. Ciclo C
Podríamos decir que la esencia de la santidad
consiste en tres infinitivos, íntimamente relacionados entre sí: cumplir, aceptar y vivir. Cumplir los
mandamientos de la Ley de Dios, de la santa Madre Iglesia, las obligaciones
propias del estado, del trabajo, y sociales, aceptar la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste,
y vivir el misterio insondable de la
presencia de Dios Uno y Trino dentro del
alma por la gracia.
Al afirmar la esencia de la santidad, no menospreciamos
lo que es complemento de la santidad o accesorio, que hay que tenerlo en cuenta
si queremos medrar en la perfección evangélica, pues en la práctica es también
necesario, no de modo absoluto, sino de manera relativa. Cuando decimos, por
ejemplo, que el alimento es necesario para vivir, no negamos la necesidad
relativa o de conveniencia de un alimento
variado y bien regulado. De la misma manera cuando decimos que en teoría
la santidad esencial consiste en cumplir la ley, aceptar la voluntad de Dios y
vivir la presencia de Dios en el alma, suponemos todos los medios que en la
práctica se necesitan para la santidad, como son la oración, penitencia, vida
sacramental, ejercicio de virtudes y otros, que no son objeto de la homilía de
hoy.
Los mandamientos del Decálogo fueron
promulgados por Dios en el monte Sinaí para todos los hombres, porque son
necesarios para reciclar al hombre, desajustado por el pecado original, y
ordenarlo al estado para el que fue creado: la gloria de Dios y la salvación.
No son prohibiciones que el Señor de todas las cosas pone al hombre, para que
siga el buen camino que Él ha marcado y quiere en bien propio, sino son unos
preceptos que propone al hombre, cuyo cumplimiento es necesario para que sea lo
que tiene que ser: verdadero hijo de Dios, en el sentido pleno de la palabra;
tampoco son órdenes que impone Dios al hombre, su criatura, para que le
sirva, pues es inmensamente y
eternamente feliz, y nada necesita ni puede necesitar; ni mucho menos son yugos
que atan y esclavizan al hombre. Son gracias divinas, beneficios para que el
hombre se santifique y consiga la vida eterna. Cuanto más y mejor cumple el
hombre los mandamientos, más hombre es, más cristiano y más santo.
Nosotros, los cristianos, además de cumplir,
primero y fundamentalmente los mandamientos de la Ley de Dios, tenemos que
cumplir los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, las normas que dicta y la
doctrina que enseña.
Aceptar la
voluntad de Dios es condición indispensable para la santidad, viendo en
todos los acontecimientos agradables y desagradables la mano de Dios, que
gobierna todas las cosas con sabiduría y bondad.
El tercer infinitivo consiste en vivir el misterio de la Santísima
Trinidad dentro del alma, una realidad transcendente que nos asegura el evangelio
de hoy: “El que me ama guardará mi
palabra y mi Padre lo amará y vendremos él y haremos morada en él”. Es una
consecuencia lógica del cumplimiento del Decálogo y de la aceptación de la
voluntad de Dios. El que cumple los mandamientos sustancialmente, en cuanto a
su preceptiva grave, está en gracia de Dios, y el que quebranta cualquiera de
ellos en materia grave, está en pecado mortal, rompe la amistad con Dios y deja
el alma muerta para la vida sobrenatural.
Como premio del cumplimiento de la Ley, la Santísima
Trinidad inhabita dentro del alma por la gracia; es decir, monta su morada
dentro del hombre en el que vive o convive, como en su propia casa o templo, y
donde realiza sus funciones divinas
trinitarias, santifica a los hombres y a la Iglesia y es objeto de experiencias
místicas.
¿Qué es la gracia?
Tenemos que empezar por decir que la gracia
es un regalo misterioso que Dios regala al hombre, mediante el sacramento del
bautismo, según la doctrina de la Iglesia; pero Dios que es omnipotente, sabio y
misericordioso, distribuye su gracia, amor misericordioso, por cauces
extraordinarios que no conoce la teología de la gracia y superan el
conocimiento y la imaginación del hombre.
Según enseña la Iglesia Católica es una
participación analógica de la misma naturaleza divina, por la que Dios Uno y
Trino se comunica, de alguna manera, al hombre para divinizarlo en el
sacramento del bautismo; es una unión real, pero “mística” de Dios con el
hombre por medio de la gracia, en la que Dios se da al hombre que queda
divinizado y transformado en todo su ser: el cuerpo queda convertido en templo
vivo del Espíritu Santo y el alma en sagrario de la Santísima Trinidad. La
gracia nos introduce en la vida trinitaria y nos hace hijos de Dios con derecho
a la vida eterna en el Cielo.
El bautismo comunica al hombre la llamada
gracia santificante, que es un don habitual, una disposición estable, como si
fuera una “sobrenaturaleza” añadida a la misma sustancia del alma, principio
radical de mérito sobrenatural. Es distinta a las gracias actuales que son
mociones de Dios que iluminan el entendimiento para pensar en el bien que lleva
a la vida eterna o fuerzas misteriosas que empujan a la voluntad a hacer el
bien que conduce al Cielo visto y poseído por Dios. Estas gracias se dan en el
origen de la conversión y también en el
curso de la santificación, cuando el hombre está convertido. Si el hombre es
cristiano y está convertido, pero está en pecado mortal, recibe de Dios gracias
actuales para que se reconcilie con Él en el sacramento de la Penitencia; y si
está en gracia de Dios para que se perfeccione cada día más. Los medios por los
que Dios envía estas gracias son muchos y diversos, principalmente por los
acontecimientos, cosas, actos de diversa índole, y también sin mediaciones,
directamente causados por Dios de manera inmediata en el interior del hombre de
muchas maneras.
La gracia habitual se pierde por el pecado
mortal o grave y se recupera, como hemos dicho antes por la Confesión,
generalmente, y también por un acto de perfecta contrición, si no hay
posibilidad de confesión.
La gracia es una iniciativa libre de Dios que
exige libre respuesta humana: una acción divina que antecede a la respuesta del
hombre, le acompaña siempre en su camino y concluye con su santificación, que resulta ser obra divina
con la colaboración del humana, siempre con la gracia.
El hombre por sí mismo no tiene mérito con
nada delante de Dios, pero en virtud de la gracia, merece sobrenaturalmente con
todas las obras que hace con las que puede alcanzar el Cielo o la vida eterna.
Copiamos sustancialmente las principales
ideas de la doctrina de la Iglesia contenida en el Catecismo de la Iglesia
Católica del Papa Juan Pablo II, sobre la gracia y el pecado:
“La gracia es una participación en la vida de Dios que nos introduce en la vida
trinitaria por el bautismo que nos hace
hijos adoptivos de Dios (Cat 1997). Hay
que distinguir entre gracia santificante y gracias actuales. La gracia
santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que
perfecciona el alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor;
y las gracias actuales son intervenciones divinas que están en el origen de la
conversión o en el curso de la obra de la santificación” (Cat 2000). El hombre
se prepara para recibir la gracia por obra del Espíritu Santo, porque Él, por
su acción, comienza haciendo que nosotros queramos; y termina cooperando con
nuestra voluntad ya convertida. Ciertamente nosotros trabajamos también, pero
no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja (S. Agustín).
La libre iniciativa de Dios exige respuesta
libre del hombre. La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu
que nos justifica y nos santifica (Cat 2001-2003).
Bajo la moción de la gracia, el hombre se
vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así la justicia de lo alto
(Cat 2018) El hombre convertido por la
gracia de Dios se justifica en el bautismo, que entraña la remisión de los
pecados, la santificación y la renovación del hombre interior (Cat 219). La justificación
nos fue merecida por la pasión de Cristo y se nos concede en el bautismo y
tiene como finalidad la gloria de Dios y de Cristo y el don de la vida eterna
(Cat 2020).
El hombre no tiene, por sí mismo, mérito ante
Dios sino como consecuencia del libre designio de asociarlo a la obra de su
gracia. El mérito pertenece a la gracia de Dios, en primer lugar, y a la
colaboración del hombre, en segundo lugar. El mérito del hombre retorna a Dios
(Cat 2025).
“El pecado mortal entraña la pérdida de la
caridad y la privación de la gracia santificante , es decir del estado de
gracia ... Aunque podamos juzgar que un acto en sí es una falta grave, el
juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia
de Dios” (Cat 1861)
sábado, 17 de mayo de 2025
Quinto domingo de Pascua. Ciclo C
Estoy seguro de que todos los que estamos en estos momentos escuchando la Palabra de Dios tenemos nuestra cruz, que no nos gusta, que nos hace sufrir lo indecible, que no nos podemos quitar de encima de nuestras espaldas. Y la mayor pena que podemos tener es saber que, algunas veces, el dolor es irreversible, tenemos que convivir con él para siempre y sin esperanzas de curación o solución ¿Qué hacer?
Ante esta encrucijada sin salida, solamente tenemos importantes respuestas de fe.
En primer lugar, la creencia de que la cruz es necesaria para seguir a Cristo y conseguir la vida eterna, como nos dijo Jesús en el Evangelio: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). No es la cruz una opción para seguir a Cristo, sino una necesidad para conseguir la vida eterna, pues todos la tenemos, tanto los que tenemos fe como los que no la tienen.
Consecuentemente, los cristianos tenemos que seguir a Cristo con la cruz a cuestas, sabiendo que delante de nosotros va Él estimulándonos a llevarla y haciendo con cada uno de nosotros las veces de cirineo.
Con el dolor aprendemos el conocimiento propio de nuestro ser y valer: nuestra debilidad, nuestra impotencia o nuestra capacidad limitada, y acudimos a quien todo lo puede para que nos ayude y fortalezca.
Con ella comprendemos a los demás, que sufren como nosotros o quizás más, y, como hermanos e hijos de un mismo Padre, rezamos juntos para conseguir la gracia de la fortaleza del Espíritu Santo para todos.
Con la cruz se fortalece nuestra fe en la vida eterna, se aumenta nuestra esperanza y ponemos totalmente nuestro corazón en los bienes de Arriba, que son eternos e imperecederos, despegándonos de las criaturas, a las que estamos esclavizados.
La cruz nos sirve para redimir las culpas y penas de nuestros pecados, que no han sido suficientemente reparados en la vida, y nos ahorra las penas temporales del Purgatorio; y los sufrimientos nos ayudan también a merecer la vida eterna, pues por muchos y graves que sean, son mayores los premios que, a cambio de ellos, recibiremos en el cielo eterno.
Además de estos consuelos sobrenaturales,
existe la esperanza humana de saber que el mal tiene su fin, pues no hay mal
que cien años dure.
El mensaje de la cruz es sustancial para la vida del cristiano, sin embargo no nos gusta, no lo entendemos, lo rechazamos instintivamente.
Cuando nos visita la tribulación, cuando el Señor nos acaricia con la cruz, cuando el dador de todo bien pone sobre nosotros el pesado madero, cuando nos parece que Dios nos castiga, nos abandona, digamos con el santo Job: “Dios me lo ha dado, Dios me lo ha quitado, bendito sea su santo nombre”.
Acongojados por el dolor y desconcertados por la cruz solemos formular una infinidad de porqués para los que no encontramos respuestas humanas: ¿Qué pecado habré cometido yo para que el Señor me trate de esta manera? ¿Por qué Dios me abandona tanto? ¿Qué he hecho yo para que los hombres se porten tan mal conmigo? ¿Por qué...? En lugar de concluir que estamos en línea con Jesucristo y aceptar la cruz que Dios nos manda o permite, nos rebelamos y nos convertimos en murmuradores de la cruz que el Señor nos manda para nuestro bien, con miras a la vida eterna.
Cuando nos vemos solos, abandonados, sin el amparo de los nuestros; cuando sufrimos en nuestra carne la enfermedad larga, costosa e insoportable; cuando somos perseguidos por parte de familiares y amigos; cuando nos sentimos despreciados, desconcertados en el fondo del corazón, expresamos al exterior nuestro sentimiento y nos olvidamos de que hay que padecer mucho para ganarse a pulso el Reino de Dios. El camino del Cielo está sembrado de espinas, y no de rosas; hay que tener siempre presente que la distinción de un hijo de Dios elegido de Jesucristo es la cruz, la persecución.
Si nos encontramos solos, si tenemos dolores físicos, psíquicos o morales, si estamos padeciendo depresiones, soledades y angustias, si estamos despreciados, o menos preciados por los demás, la conclusión de fe no es otra que la que venimos comentando: es muy clara: “hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios”
Para las almas espirituales, para los santos,
el padecer es sufrir con esperanza del gozo de la vida eterna. Muchas veces,
cuando leemos en la vida de los santos lo mucho que padecieron, decimos:
¡pobrecitos, cuánto sufrieron!
Y no es así, porque Dios da fortaleza suficiente para sufrir con gozo espiritual, no con gozo humano, la cruz, que se aguanta con la fortaleza del Espíritu Santo. El santo experimenta el dolor físico, a veces humanamente inaguantable, con la seguridad de que se identifica con Cristo que nos salvó por el amor hecho dolor, y con la esperanza de conseguir el Cielo.
El amor integrado en el dolor es
el mandamiento grande del Señor: amor a Dios, objetivo prioritario y único, y
desde Dios descendiendo, amor a mí mismo, a los hermanos y a todas las cosas.
El mandamiento nuevo del Señor tiene unos aspectos y matices totalmente
desconocidos en el Antiguo Testamento.
Es nuevo por dos conceptos: nuevo por el modo y nuevo por su extensión. Por el modo, porque tenemos que amarnos los unos a los otros al modo divino como Jesús gratuitamente nos amó, sin esperar nada a cambio.
La esencia íntima del amor es amar, aunque no se sienta uno amado, como es el amor de la madre. La madre ama a su hijo con todos sus “aunques” y con todos sus “sin embargos”, aunque no reciba nada (aunque reciba desprecios del hijo). Este es el amor puro, el modo divino, con que Dios nos ha amado y nos ama.
Este amor, que es al modo divino, se extiende a todos los hombres en palabras y obras, tiene una dimensión universal, si bien no hay que amar a todos de la misma manera, como es evidente.
No debe amar la madre cristiana, de igual manera y con la misma intensidad a su hijo que al enemigo de su hijo. Pero un cristiano de verdad, no debe excluir de su corazón a ningún hombre de la tierra. Cómo tiene que ser el amor al enemigo, es tema de otra homilía.
Tengo que amar a los hermanos, aunque sienta repugnancia, aunque no me gusten, aunque me repelan, con obras y palabras, con amor efectivo, al menos, es decir, con el comportamiento que requiera cada caso.
En consecuencia, y resumiendo, hermanos, hay
que padecer mucho para ganarse a pulso el Reino de Dios. Y el modo de conseguir
esta meta es con el amor a Dios y en Dios a uno mismo, a los hermanos y hasta
las mismas cosas.
miércoles, 14 de mayo de 2025
San Isidro Labrador. Ciclo C
San Isidro Labrador, patrono de la Villa de Madrid, fue un santo singular,
sencillo y humilde. En el Cielo, igual que en la Tierra, hay muchos santos,
cada uno distinto, según la gracia que cada uno ha recibido del Espíritu Santo
y la correspondencia que da a ella con el esfuerzo personal de las buenas obras
que haga. Pero todos coinciden en una misma cosa: en la santidad. Así, por
ejemplo, San Francisco Javier fue un santo misionero excepcional, porque
colaboró a su vocación misionera apostólica predicando el Evangelio en países
lejanos a donde todavía no había llegado la cultura cristiana; o santa Teresa
de Jesús, doctora de la Iglesia, que fue una santa misionera mística, porque
correspondió a su vocación contemplativa con la oración, la penitencia, la fraternidad
de la convivencia conventual y el trabajo apostólico de la vida ordinaria del
claustro. Y así, cada santo, simple cristiano o religioso, con su propia vida
cristiana en estado de gracia y haciendo bien lo que tiene que hacer, puede ser
misionero en la Iglesia, siendo santo.
La santidad, hermanos, no es otra cosa que la bondad del hombre cristianizada o santificada, que resplandece en los que son y parecen santos, y, algunas veces, en los que no lo parecen; incluso, a los ojos de Dios, se puede dar la santidad en algunos hombres que la viven misteriosamente de maneras no conocidas por la teología católica de la Iglesia. Es verdad que, en sentido teológico, no se puede ser santo sin el bautismo, sin la fe con buenas obras, sin la vivencia de la gracia, sin la oración, y sin la recepción de los Sacramentos. Pero nadie puede dudar que estos medios ordinarios de santificación pueden suplirse por caminos misteriosos de la infinita misericordia de la sabiduría de Dios, que no conoce la teología de la Iglesia.
Este razonable supuesto se puede comprobar con la experiencia que muchos tenemos de algunos amigos y conocidos nuestros, honrados, que cumplen ejemplarmente sus deberes profesionales, son modelos en la familia, en el trabajo y en la relación social; y a muchos les parece que están lejos de Dios. Pero, ¿quién sabe, hermanos, quién está más cerca o más lejos de Dios?
Yo estoy personalmente convencido de que son muchísimos los hombres, casi todos, que se van a salvar, y conseguirán la santidad por vías misteriosas de la gracia de Dios, Padre, que sabe valorar y juzgar en verdad el secreto de los corazones.
La bondad es el fundamento de la santidad. Por eso, en el sentido católico, San Isidro labrador, fue un hombre bueno, un hombre sencillo, un hombre humilde, que se pronunciaba en el exterior, como realmente era por dentro: sin picardía, sin dobles intenciones, sin escondrijos en el corazón, sin componendas. ¡Qué difícil, hermanos, es encontrar a un hombre bueno y sencillo consigo mismo y con los demás!
Cuando decimos que San Isidro labrador fue un hombre humilde, no queremos decir que fue santo porque tenía una profesión humilde, la de labrador, pues la profesión no importa para ser santo, sino porque, como persona, fue humilde en su corazón y en su acción. La dignidad del Papa, por ejemplo, la superior que existe entre todas las dignidades humanas, religiosas y eclesiásticas no es, de suyo, mejor oficio que el de labrador para ser santo.
La humildad espiritual, como virtud, no es lo mismo que la humildad de profesión. Consiste no en la “profesión que se ejerce”, sino en la humildad y comportamiento con que se vive la propia vocación, pues hay personas de alto rango social, que son humildes y santas; y, por el contrario, hay personas de condición social humilde que son engreídas y soberbias.
San Isidro fue también humilde, porque reconocía que todo lo había recibido de Dios, se reconocía, como otro cualquiera o peor que los demás, y nunca superior, y no se consideraba mejor que nadie, ni se compara con los demás, ni juzgaba, ni criticaba. Todo lo excusaba, todo lo perdonaba, y todo lo olvidaba, sintiéndose pecador, necesitado del perdón de Dios y de la comprensión de los hombres. Tenía, digamos, dos pilastras fundamentales de la santidad: la sencillez y la humildad. Era un santo común, que no quiere decir que tenía una santidad de poca altura, sino que era un santo ordinario, normal, al alcance de cualquiera; y no un santo deslumbrante, de esos que nunca dormían en la cama y llevaban una vida penitente en todo, cono norma de conducta habitual, y hacían milagros que atraían a las turbas.
San Isidro estaba casado con su esposa Santa María de la Cabeza. Era agricultor, y trabajaba al servicio de un amo, compaginando el trabajo con una vida de piedad intensa. Me imagino que ambos esposos santos tendrían que superar las pequeñas dificultades de la convivencia, que son necesarias para ejercer la virtud comunitaria, pues hacer vida común con otro o con otros es un medio muy eficaz para conseguir la santidad. Cada uno de ellos tenía su manera de ser diferente y santa, pero al ser distintos, la manera de ser y actuar santa de uno supondría para el otro pequeños sacrificios en algunas cosas; sacrificios que se aceptaban con alegre comprensión, porque se querían mucho y buscaban a Dios siempre y en todo. Las pequeñas trifulcas y roces en familia se deben, en su mayoría, a la falta de mutua comprensión, de humildad y sacrificio.
Cuando uno es humilde, tiende a callar, a comprender, a ceder, porque es mejor callar y dejar al otro con la razón que no lleva, que con palabras convincentes defender la verdad en cosas indiferentes y tontas; incluso cuando se trate de defender verdades importantes, que no van a convencer, sino más bien crear discusiones, suscitar broncas, y romper la paz armando guerras tontas ¡Cuántos disgustos existen en las familias por simpleces, que no tienen otro fundamento que la soberbia de imponer la propia opinión.
San Isidro Labrador, además, fue un hombre de vida interior, que vivía habitualmente en Dios escondido con Cristo; y no un santo de oraciones circunstanciales. Oraba a solas con Dios, y luego labrando la tierra, continuaba con la oración de acción, haciendo las cosas que tenía que hacer lo mejor que sabía y podía, procurando que el trabajo fuera también oración y un medio de santificación personal y apostólica.
Por lo tanto, hermanos, seamos santos de verdad, santos como San Isidro,
sencillos, humildes, de vida interior, trabajadores, de tal manera que la vida
interior y el trabajo sean para cada uno de nosotros oración, medio de
santificación personal y de apostolado, en cualquier estado de vida en que
vivamos.
sábado, 10 de mayo de 2025
Cuarto domingo de Pascua. Ciclo C
Los fieles, como respuesta a la Palabra de Dios de la primera lectura
en el salmo responsorial de la santa misa de este domingo, proclaman esta
afirmación: Somos su pueblo y ovejas de su Rebaño. Con estas palabras
afirman la alegría de pertenecer a la Iglesia, figurada como Rebaño; y
luego en el Evangelio se recalca la misma idea con la alegoría de Jesús,
Pastor, y ovejas que son los hombres, que escuchan su voz y le siguen para la
vida eterna. Estas ideas me ofrecen una oportunidad para hablar del misterio de
la Iglesia.
La Iglesia, a la que por la
gracia misericordiosa de Dios, Creador y Padre pertenecemos, es un misterio que
sólo se puede conocer por medio de metáforas o alegorías, que no definen
su propia naturaleza, y ni siquiera se imagina. Las principales son: Cuerpo
místico de Cristo, la Vid y los sarmientos y Sacramento universal de salvación,
como enseña el Concilio Vaticano II, que significa que todas las
personas que se salvan es por medio del bautismo de agua, bautismo de
deseo, bautismo de sangre y bautismo de conciencia o sus suplencias
que son infinitas y nadie puede saber ni imaginar, porque Dios es infinitamente
sabio, lo sabe todo y todo lo puede.
¿Son pocos los que se salvan?
El número de los que se salvan ha
sido, es y será siempre el gran interrogante para todos los hombres de todos
los tiempos, porque nada hay revelado sobre este particular.
En un lugar donde Jesús
predicaba, tal vez en una sinagoga de Cafarnaún, el Maestro debió tratar el
tema interesante de la salvación, y un oyente interrumpiendo su discurso
preguntó a Jesús: Señor, ¿son pocos los que se salvan?
El Maestro no respondió
directamente a la pregunta, sino que se limitó a enseñar la necesidad de
esforzarse para entrar en el Reino de Dios: “Esforzaos en entrar por la
puerta estrecha, porque os digo que muchos intentarán entrar y no podrán” (Lc
13,24). Esta frase no significa que muchos no se salvarán, sino
que cuesta mucho esfuerzo entrar por la puerta estrecha de la salvación por
propia cuenta, porque la salvación depende principalmente de la gracia de
Dios y otros muchos factores. Sobre este problema angustioso, muchos judíos tenían
ideas peregrinas, muy equivocadas, contrarias a la Biblia, hasta tal punto que
pensaban que la salvación era una exclusiva para el pueblo de Israel,
porque Dios salva a los hombres como quiere con ellos o sin ellos y de muchas maneras
no conocidas.
Opiniones sobre la salvación
Entre los teólogos existen principalmente tres
opiniones sobre la salvación universal de los hombres: rigorista,
optimista y misericordiosa, cristiana y evangélica.
Opinión rigorista
La opinión rigorista afirma
que son muchos, muchísimos, los hombres que no se salvan, porque según se
aprecia pocos, poquísimos, son los que trabajan por vivir en gracia y se
preocupan por la salvación eterna. La mayor parte de la gente vive de
espaldas a Dios, obcecada en el pecado, alucinada por el mundo, el dinero, el
poder y la carne, y sin cumplir los mandamientos de la Ley de Dios ni la
doctrina de la Iglesia.
Opinión optimista
La opinión optimista, muy común
hoy, consiste en creer que todo el mundo se salva o pocos se condenan, pues la
mayoría de los hombres no son pecadores, sino enfermos, débiles, tarados,
incapaces de responsabilidad moral para cometer un pecado mortal, acto
humano, que merezca el infierno eterno.
Opinión misericordiosa
Sin duda alguna la opinión más
aceptable es la misericordiosa.
Nadie sabe, ni siquiera la
Iglesia, el número de los que se condenan. El Papa Juan Pablo II en su
libro “Cruzando el umbral de la esperanza” nos dice
textualmente que “cuando Jesús dice de Judas, el traidor, sería mejor
para ese hombre no haber nacido, la afirmación no puede ser entendida en el
sentido de una eterna condenación” (Pág. 187).
Para saber la doctrina de la
Iglesia sobre este espinoso y agobiante problema establezco seis principios
seguros de la doctrina de la Iglesia:
1º La Iglesia jamás ha hablado ni
puede hablar del número de los que no se salvan porque no está revelado.
2º Según la doctrina de la
Iglesia se salva el que muere en gracia y se condena el que muere en
pecado mortal (Cat 1035). “Morir en pecado mortal sin estar
arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer
separados de Él para siempre por propia y libre elección. Este estado de
autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es
lo que se designa con la palabra “infierno” (Cat 1034). ¿Pero
quién muere en gracia o en pecado mortal? Los juicios de los hombres no son
como los juicios de Dios, nos dice la Sagrada Escritura.
3º La moral católica nos
enseña que para que un acto sea grave o pecado mortal se necesitan tres
condiciones: materia grave, advertencia plena del
acto que se va a realizar y pleno consentimiento por parte de
la voluntad, o sea, aceptación plena de la obra mala a sabiendas de lo que es,
y libertad plena al realizarla, sin coacción externa ni interna. Si falta
alguna de estas tres condiciones, el pecado no es grave. (Cat 1859).
En virtud de estos principios
algunos pecados objetivamente graves por su materia
pasan a ser leves por falta de plena advertencia y de pleno consentimiento
libre. Y al revés, algunos otros, cuya materia es objetivamente leve, pasan a
ser graves porque el pecador creyó equivocadamente que era grave y lo cometió a
pesar de eso.
4º La gravedad del pecado no
consiste simplemente en la simple trasgresión voluntaria de la ley de
Dios, evaluada por los hombres, sino del juicio de Dios Padre, infinitamente
misericordioso, que evalúa el pecado del hombre, su hijo, sometido a muchas
debilidades, taras hereditarias o adquiridas, desequilibrios temperamentales,
condicionamientos de todo tipo, fuertes tentaciones, a veces insuperables,
culturas diversas, educación familiar y social y otros muchos factores.
5º Y, por último, hay que
considerar que la redención universal fue realizada por Dios, Jesucristo, que
derramó su sangre divina por todos los hombres y la condenación de muchos sería
un fracaso. La salvación es un misterio del amor infinitamente misericordioso
de Dios, que el hombre no puede entender ni imaginar.
sábado, 3 de mayo de 2025
Tercer domingo de Pascua. Ciclo C
Cuando la luz del sol estaba ya iluminando el lago,
apareció Jesús en la orilla, haciéndose un desconocido, y preguntó a sus discípulos si tenían algo para
comer. Y ellos le dijeron que en toda la noche no habían pescado nada. Entonces
les dijo: Echad las redes a la derecha de la barca y encontraréis peces.
Obedecieron este extraño mandato, impulsados por un instinto de obediencia
superior, pues ese lugar había sido ya explorado muchas veces durante toda la
noche; y el resultado fue que se encontraron con la sorpresa de que en un
momento capturaron abundancia de peces, que tuvieron la curiosidad de contar:
ciento cincuenta y tres. Después de anclar Pedro la barca en las arenas, Jesús
les dio a todos pan y peces, sin que nadie le preguntara quién era, sabiendo
todos que era el Señor.
Después de haber realizado Jesús
la pesca milagrosa, signo poderoso del poder divino y preparación para
transferir a Pedro el primado o la total y plena potestad en la Iglesia,
comieron; y a continuación confirió la máxima autoridad de Pedro sobre
Obispos, sacerdotes, diáconos y laicos, es decir sobre todos los hombres,
valiéndose del precioso y sugerente diálogo que transcribo:
—Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?
Pedro le contestó:
—Sí, Señor, tú
sabes que te quiero.
Le dice Jesús:
—Apacienta mis corderos
Jesús vuelve a preguntarle por segunda vez:
—Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
Pedro le
respondió:
- Sí, Señor,
tú sabes que te quiero.
Le dijo Jesús:
—Apacienta mis ovejas
Jesús le hizo por tercera vez la misma pregunta:
—Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?
Se entristeció Pedro de que le preguntase por
tercera vez: ¿me quieres? Y le dijo:
—Señor, tú lo
sabes todo; tú sabes que te quiero.
Le dijo Jesús:
—Apacienta mis ovejas.
No sabemos
por qué Jesús reiteró a Pedro por tres veces la misma pregunta, que obtuvo de
Pedro idéntica respuesta, a excepción de la tercera a la que añadió con
tristeza: Tú lo sabes todo; tú sabes que te amo.
Puede pensarse que Jesús en este diálogo estaba aludiendo mentalmente a la afirmación
que hizo Pedro a Jesús en la última cena: “Aunque
todos te abandonen, yo nunca te abandonaré”, frase que significaba
que Pedro amaba más que los demás a Jesús.
Pedro no se conocía, presumía, convencido y de buena
voluntad, de fuerzas que no tenía. Necesitaba la prueba del pecado, llamemos
traición, para llegar a su conocimiento total; y surgió la ocasión cuando la
portera del palacio de Caifás y los soldados que se calentaban dentro del patio
le abordaron con una pregunta comprometida: ¿No eres tú uno de sus discípulos?
Pedro, por miedo a correr la misma suerte que Jesús, la muerte, le negó tres
veces o en tres ocasiones distintas, incluso con imprecaciones y juramentos,
nos dice San Mateo y San Marcos. Fue necesario, repito, la humillación del
pecado de Pedro para que conociera su debilidad, su presunción, su vanidad, su
inconsciencia, sin que esto significara no querer al Maestro.
Esto mismo nos ha pasado o nos pasa a cada uno de
nosotros. Cuando éramos niños o jóvenes y comprobábamos pecados en los hombres
sin fe o en cristianos empecatados, nos escandalizábamos, y asegurábamos en
nuestro interior que nosotros nunca cometeríamos semejantes barbaridades.
La triste experiencia demostró con el tiempo que
nosotros, cuando se presentaron las ocasiones y estuvimos en iguales o
parecidas circunstancias, hemos sido tan pecadores o más que los demás; y ahora
no nos atrevemos a presumir de nuestras virtudes, porque nuestros pecados nos
delatan, y nos consideramos tan pecadores como cualquiera o con la capacidad de
serlo, si Dios no nos tuviera sujetas “las manos” con las esposas de la gracia.
Santa Teresa del Niño Jesús decía que
ella no había sido una gran pecadora porque Jesús iba delante de su camino
quitando las piedras para que ella no tropezara.
No sabemos quién ama más a Dios y quién es más
pecador en su divina presencia. Todo depende del misterio de la gracia y de la
libre correspondencia del hombre a ella. Dios permite, a veces, que los santos
pequen para que se hagan comprensivos con los pecadores, experimentando en su
propia carne las pasiones y debilidades de ellos, para que aprendan la acción de la misericordia divina, y aprecien las virtudes que les regala.
Dios hace que los que luchan por ser virtuosos o son
santos tengan defectos temperamentales, que a veces no son pecados,
y difícilmente pueden corregir del todo, para propia humillación y para que aprecien el valor de la infinita
misericordiosa que Dios tiene para con todos los hombres. El hombre bueno o
santo, porque se comprueba pecador o defectuoso, no juzga ni condena a nadie en
el corazón; se considera en potencia tan pecador como cualquiera, y a los
pecadores en potencia tan buenos o santos como él, si hubieran contado con sus
mismas gracias.
San Pedro amó siempre a Jesús en el corazón, pero
falló porque se comparaba con sus compañeros y se creía mejor que ellos.
Presumió, a la hora de la Eucaristía, de fuerzas que se imaginaba tenía; y
después, a la hora de la pasión, sucumbió y negó al Maestro. Pero cuando Pedro
fue totalmente humillado por el pecado, recibió el perdón de Cristo, y recibió
con el resto de los apóstoles el Espíritu Santo, se convirtió en un gran santo,
hombre humillado; y gracias a la humillación del pecado, no volvió jamás a
fiarse de sí mismo, y empezó a comprender a los demás y a considerarse igual o
peor que otros.
Por eso, cuando Jesús le preguntó por tercera vez:
Pedro, ¿me amas más que éstos?, se entristeció porque empezó a tener miedo de
sí mismo por si podría volver a las andadas, al hombre viejo, al hombre pecador
de antes. Y no se le ocurrió mejor respuesta que decir: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Tú, que eres Dios,
me conoces más que yo mismo, sabes mi capacidad para el mal, mis malas
inclinaciones, mi pasado y mi futuro, todo lo que he sido, soy y podré ser,
pero tú sabes también, según mi parecer de ahora, que te amo como yo soy o te quiero amar, según
mis santos deseos.
Algo así podemos decir nosotros. Hemos pecado, y tal
vez gravemente y muchas veces, por inconsciencia, apasionamiento, desequilibrio
psíquico, por presunción de nosotros mismos, creyendo que éramos capaces de
meternos debajo del agua y no mojarnos, y nos hemos puesto como una sopa; de
jugar con el fuego y no quemarnos, y nos hemos abrasado.
Nuestros pecados nos enseñaron a ser comprensivos con
todos los pecadores, a no fiarnos de nosotros mismos, a comprender a los
pecadores, a excusar a todos, a buscar razones de bien en el mal obrar de los
hombres, a justificar lo que nos parece injustificable, a perdonar a quienes
nos ofenden y buscar un bien en el mal que nos intentan hacer.
Como San Pedro, podemos decir a Jesús: Tú lo sabes
todo, cómo fui de niño, de joven, de mayor, conoces mis pecados, mis
debilidades naturales, mi malicia, todo, absolutamente todo; y sabes también,
porque no hay nada oculto a tus divinos ojos, que te quise querer con mi modo
de ser pecaminoso, a pesar de todo, y que te quiero ahora y te quiero querer
siempre.
Te respondo a la pregunta que me haces como hiciste
a San Pedro: ¿Me amas más que éstos? Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te
amo. Tú lo sabes todo: mi osadía en
compaginar mi vida de fe con la del mundo, mi debilidad natural, aumentada por
mis pecados, que fueron muchos. Sabes mi presunción en la virtud, sabes que no puedo
decir que fui tentado irresistiblemente, de manera que me sintiera fuertemente
avocado al pecado porque tenía que desfogar la pasión.
Pequé, tú
sabes cuánto y cómo, pero sabes
también que en el fondo o en la superficie, o de alguna manera, quise amarte,
quiero amarte y quiero querer amarte siempre.