sábado, 24 de mayo de 2025

Sexto domingo de Pascua. Ciclo C

 


El tema que voy a desarrollar en esta homilía está basado en un versículo del Evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él”.

Podríamos decir que la esencia de la santidad consiste en tres infinitivos, íntimamente relacionados entre sí: cumplir, aceptar y vivir. Cumplir los mandamientos de la Ley de Dios, de la santa Madre Iglesia, las obligaciones propias del estado, del trabajo, y sociales, aceptar la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste, y vivir el misterio insondable de la presencia de  Dios Uno y Trino dentro del alma por la gracia.

Al afirmar la esencia de la santidad, no menospreciamos lo que es complemento de la santidad o accesorio, que hay que tenerlo en cuenta si queremos medrar en la perfección evangélica, pues en la práctica es también necesario, no de modo absoluto, sino de manera relativa. Cuando decimos, por ejemplo, que el alimento es necesario para vivir, no negamos la necesidad relativa o de conveniencia de un alimento  variado y bien regulado. De la misma manera cuando decimos que en teoría la santidad esencial consiste en cumplir la ley, aceptar la voluntad de Dios y vivir la presencia de Dios en el alma, suponemos todos los medios que en la práctica se necesitan para la santidad, como son la oración, penitencia, vida sacramental, ejercicio de virtudes y otros, que no son objeto de la homilía de hoy. 

Los mandamientos del Decálogo fueron promulgados por Dios en el monte Sinaí para todos los hombres, porque son necesarios para reciclar al hombre, desajustado por el pecado original, y ordenarlo al estado para el que fue creado: la gloria de Dios y la salvación. No son prohibiciones que el Señor de todas las cosas pone al hombre, para que siga el buen camino que Él ha marcado y quiere en bien propio, sino son unos preceptos que propone al hombre, cuyo cumplimiento es necesario para que sea lo que tiene que ser: verdadero hijo de Dios, en el sentido pleno de la palabra; tampoco son órdenes que impone Dios al hombre, su criatura, para que le sirva,  pues es inmensamente y eternamente feliz, y nada necesita ni puede necesitar; ni mucho menos son yugos que atan y esclavizan al hombre. Son gracias divinas, beneficios para que el hombre se santifique y consiga la vida eterna. Cuanto más y mejor cumple el hombre los mandamientos, más hombre es, más cristiano y más santo.

Nosotros, los cristianos, además de cumplir, primero y fundamentalmente los mandamientos de la Ley de Dios, tenemos que cumplir los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, las normas que dicta y la doctrina que enseña.

Aceptar la voluntad de Dios es condición indispensable para la santidad, viendo en todos los acontecimientos agradables y desagradables la mano de Dios, que gobierna todas las cosas con sabiduría y bondad.

El tercer infinitivo consiste en vivir el misterio de la Santísima Trinidad dentro del alma, una realidad transcendente que nos asegura el evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos él y haremos morada en él”. Es una consecuencia lógica del cumplimiento del Decálogo y de la aceptación de la voluntad de Dios. El que cumple los mandamientos sustancialmente, en cuanto a su preceptiva grave, está en gracia de Dios, y el que quebranta cualquiera de ellos en materia grave, está en pecado mortal, rompe la amistad con Dios y deja el alma muerta para la vida sobrenatural.

Como premio del cumplimiento de la Ley, la Santísima Trinidad inhabita dentro del alma por la gracia; es decir, monta su morada dentro del hombre en el que vive o convive, como en su propia casa o templo, y donde  realiza sus funciones divinas trinitarias, santifica a los hombres y a la Iglesia y es objeto de experiencias místicas.

¿Qué es la gracia?

Tenemos que empezar por decir que la gracia es un regalo misterioso que Dios regala al hombre, mediante el sacramento del bautismo, según la doctrina de la Iglesia; pero Dios que es omnipotente, sabio y misericordioso, distribuye su gracia, amor misericordioso, por cauces extraordinarios que no conoce la teología de la gracia y superan el conocimiento y la imaginación del hombre.

Según enseña la Iglesia Católica es una participación analógica de la misma naturaleza divina, por la que Dios Uno y Trino se comunica, de alguna manera, al hombre para divinizarlo en el sacramento del bautismo; es una unión real, pero “mística” de Dios con el hombre por medio de la gracia, en la que Dios se da al hombre que queda divinizado y transformado en todo su ser: el cuerpo queda convertido en templo vivo del Espíritu Santo y el alma en sagrario de la Santísima Trinidad. La gracia nos introduce en la vida trinitaria y nos hace hijos de Dios con derecho a la vida eterna en el Cielo.

El bautismo comunica al hombre la llamada gracia santificante, que es un don habitual, una disposición estable, como si fuera una “sobrenaturaleza” añadida a la misma sustancia del alma, principio radical de mérito sobrenatural. Es distinta a las gracias actuales que son mociones de Dios que iluminan el entendimiento para pensar en el bien que lleva a la vida eterna o fuerzas misteriosas que empujan a la voluntad a hacer el bien que conduce al Cielo visto y poseído por Dios. Estas gracias se dan en el origen de  la conversión y también en el curso de la santificación, cuando el hombre está convertido. Si el hombre es cristiano y está convertido, pero está en pecado mortal, recibe de Dios gracias actuales para que se reconcilie con Él en el sacramento de la Penitencia; y si está en gracia de Dios para que se perfeccione cada día más. Los medios por los que Dios envía estas gracias son muchos y diversos, principalmente por los acontecimientos, cosas, actos de diversa índole, y también sin mediaciones, directamente causados por Dios de manera inmediata en el interior del hombre de muchas maneras.

La gracia habitual se pierde por el pecado mortal o grave y se recupera, como hemos dicho antes por la Confesión, generalmente, y también por un acto de perfecta contrición, si no hay posibilidad de confesión.

La gracia es una iniciativa libre de Dios que exige libre respuesta humana: una acción divina que antecede a la respuesta del hombre, le acompaña siempre en su camino y concluye con  su santificación, que resulta ser obra divina con la colaboración del humana, siempre con la gracia.

El hombre por sí mismo no tiene mérito con nada delante de Dios, pero en virtud de la gracia, merece sobrenaturalmente con todas las obras que hace con las que puede alcanzar el Cielo o la vida eterna.

Copiamos sustancialmente las principales ideas de la doctrina de la Iglesia contenida en el Catecismo de la Iglesia Católica del Papa Juan Pablo II, sobre la gracia y el pecado:

“La gracia es una participación en la vida de Dios que nos introduce en la vida trinitaria  por el bautismo que nos hace hijos adoptivos de Dios (Cat 1997).  Hay que distinguir entre gracia santificante y gracias actuales. La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona el alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor; y las gracias actuales son intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación” (Cat 2000). El hombre se prepara para recibir la gracia por obra del Espíritu Santo, porque Él, por su acción, comienza haciendo que nosotros queramos; y termina cooperando con nuestra voluntad ya convertida. Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja (S. Agustín).

La libre iniciativa de Dios exige respuesta libre del hombre. La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica (Cat 2001-2003).

Bajo la moción de la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así la justicia de lo alto (Cat  2018) El hombre convertido por la gracia de Dios se justifica en el bautismo, que entraña la remisión de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior (Cat 219). La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo y se nos concede en el bautismo y tiene como finalidad la gloria de Dios y de Cristo y el don de la vida eterna (Cat 2020).

El hombre no tiene, por sí mismo, mérito ante Dios sino como consecuencia del libre designio de asociarlo a la obra de su gracia. El mérito pertenece a la gracia de Dios, en primer lugar, y a la colaboración del hombre, en segundo lugar. El mérito del hombre retorna a Dios (Cat 2025).

“El pecado mortal entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante , es decir del estado de gracia ... Aunque podamos juzgar que un acto en sí es una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios” (Cat 1861)

 

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