Podríamos decir que la esencia de la santidad
consiste en tres infinitivos, íntimamente relacionados entre sí: cumplir, aceptar y vivir. Cumplir los
mandamientos de la Ley de Dios, de la santa Madre Iglesia, las obligaciones
propias del estado, del trabajo, y sociales, aceptar la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste,
y vivir el misterio insondable de la
presencia de Dios Uno y Trino dentro del
alma por la gracia.
Al afirmar la esencia de la santidad, no menospreciamos
lo que es complemento de la santidad o accesorio, que hay que tenerlo en cuenta
si queremos medrar en la perfección evangélica, pues en la práctica es también
necesario, no de modo absoluto, sino de manera relativa. Cuando decimos, por
ejemplo, que el alimento es necesario para vivir, no negamos la necesidad
relativa o de conveniencia de un alimento
variado y bien regulado. De la misma manera cuando decimos que en teoría
la santidad esencial consiste en cumplir la ley, aceptar la voluntad de Dios y
vivir la presencia de Dios en el alma, suponemos todos los medios que en la
práctica se necesitan para la santidad, como son la oración, penitencia, vida
sacramental, ejercicio de virtudes y otros, que no son objeto de la homilía de
hoy.
Los mandamientos del Decálogo fueron
promulgados por Dios en el monte Sinaí para todos los hombres, porque son
necesarios para reciclar al hombre, desajustado por el pecado original, y
ordenarlo al estado para el que fue creado: la gloria de Dios y la salvación.
No son prohibiciones que el Señor de todas las cosas pone al hombre, para que
siga el buen camino que Él ha marcado y quiere en bien propio, sino son unos
preceptos que propone al hombre, cuyo cumplimiento es necesario para que sea lo
que tiene que ser: verdadero hijo de Dios, en el sentido pleno de la palabra;
tampoco son órdenes que impone Dios al hombre, su criatura, para que le
sirva, pues es inmensamente y
eternamente feliz, y nada necesita ni puede necesitar; ni mucho menos son yugos
que atan y esclavizan al hombre. Son gracias divinas, beneficios para que el
hombre se santifique y consiga la vida eterna. Cuanto más y mejor cumple el
hombre los mandamientos, más hombre es, más cristiano y más santo.
Nosotros, los cristianos, además de cumplir,
primero y fundamentalmente los mandamientos de la Ley de Dios, tenemos que
cumplir los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, las normas que dicta y la
doctrina que enseña.
Aceptar la
voluntad de Dios es condición indispensable para la santidad, viendo en
todos los acontecimientos agradables y desagradables la mano de Dios, que
gobierna todas las cosas con sabiduría y bondad.
El tercer infinitivo consiste en vivir el misterio de la Santísima
Trinidad dentro del alma, una realidad transcendente que nos asegura el evangelio
de hoy: “El que me ama guardará mi
palabra y mi Padre lo amará y vendremos él y haremos morada en él”. Es una
consecuencia lógica del cumplimiento del Decálogo y de la aceptación de la
voluntad de Dios. El que cumple los mandamientos sustancialmente, en cuanto a
su preceptiva grave, está en gracia de Dios, y el que quebranta cualquiera de
ellos en materia grave, está en pecado mortal, rompe la amistad con Dios y deja
el alma muerta para la vida sobrenatural.
Como premio del cumplimiento de la Ley, la Santísima
Trinidad inhabita dentro del alma por la gracia; es decir, monta su morada
dentro del hombre en el que vive o convive, como en su propia casa o templo, y
donde realiza sus funciones divinas
trinitarias, santifica a los hombres y a la Iglesia y es objeto de experiencias
místicas.
¿Qué es la gracia?
Tenemos que empezar por decir que la gracia
es un regalo misterioso que Dios regala al hombre, mediante el sacramento del
bautismo, según la doctrina de la Iglesia; pero Dios que es omnipotente, sabio y
misericordioso, distribuye su gracia, amor misericordioso, por cauces
extraordinarios que no conoce la teología de la gracia y superan el
conocimiento y la imaginación del hombre.
Según enseña la Iglesia Católica es una
participación analógica de la misma naturaleza divina, por la que Dios Uno y
Trino se comunica, de alguna manera, al hombre para divinizarlo en el
sacramento del bautismo; es una unión real, pero “mística” de Dios con el
hombre por medio de la gracia, en la que Dios se da al hombre que queda
divinizado y transformado en todo su ser: el cuerpo queda convertido en templo
vivo del Espíritu Santo y el alma en sagrario de la Santísima Trinidad. La
gracia nos introduce en la vida trinitaria y nos hace hijos de Dios con derecho
a la vida eterna en el Cielo.
El bautismo comunica al hombre la llamada
gracia santificante, que es un don habitual, una disposición estable, como si
fuera una “sobrenaturaleza” añadida a la misma sustancia del alma, principio
radical de mérito sobrenatural. Es distinta a las gracias actuales que son
mociones de Dios que iluminan el entendimiento para pensar en el bien que lleva
a la vida eterna o fuerzas misteriosas que empujan a la voluntad a hacer el
bien que conduce al Cielo visto y poseído por Dios. Estas gracias se dan en el
origen de la conversión y también en el
curso de la santificación, cuando el hombre está convertido. Si el hombre es
cristiano y está convertido, pero está en pecado mortal, recibe de Dios gracias
actuales para que se reconcilie con Él en el sacramento de la Penitencia; y si
está en gracia de Dios para que se perfeccione cada día más. Los medios por los
que Dios envía estas gracias son muchos y diversos, principalmente por los
acontecimientos, cosas, actos de diversa índole, y también sin mediaciones,
directamente causados por Dios de manera inmediata en el interior del hombre de
muchas maneras.
La gracia habitual se pierde por el pecado
mortal o grave y se recupera, como hemos dicho antes por la Confesión,
generalmente, y también por un acto de perfecta contrición, si no hay
posibilidad de confesión.
La gracia es una iniciativa libre de Dios que
exige libre respuesta humana: una acción divina que antecede a la respuesta del
hombre, le acompaña siempre en su camino y concluye con su santificación, que resulta ser obra divina
con la colaboración del humana, siempre con la gracia.
El hombre por sí mismo no tiene mérito con
nada delante de Dios, pero en virtud de la gracia, merece sobrenaturalmente con
todas las obras que hace con las que puede alcanzar el Cielo o la vida eterna.
Copiamos sustancialmente las principales
ideas de la doctrina de la Iglesia contenida en el Catecismo de la Iglesia
Católica del Papa Juan Pablo II, sobre la gracia y el pecado:
“La gracia es una participación en la vida de Dios que nos introduce en la vida
trinitaria por el bautismo que nos hace
hijos adoptivos de Dios (Cat 1997). Hay
que distinguir entre gracia santificante y gracias actuales. La gracia
santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que
perfecciona el alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor;
y las gracias actuales son intervenciones divinas que están en el origen de la
conversión o en el curso de la obra de la santificación” (Cat 2000). El hombre
se prepara para recibir la gracia por obra del Espíritu Santo, porque Él, por
su acción, comienza haciendo que nosotros queramos; y termina cooperando con
nuestra voluntad ya convertida. Ciertamente nosotros trabajamos también, pero
no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja (S. Agustín).
La libre iniciativa de Dios exige respuesta
libre del hombre. La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu
que nos justifica y nos santifica (Cat 2001-2003).
Bajo la moción de la gracia, el hombre se
vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así la justicia de lo alto
(Cat 2018) El hombre convertido por la
gracia de Dios se justifica en el bautismo, que entraña la remisión de los
pecados, la santificación y la renovación del hombre interior (Cat 219). La justificación
nos fue merecida por la pasión de Cristo y se nos concede en el bautismo y
tiene como finalidad la gloria de Dios y de Cristo y el don de la vida eterna
(Cat 2020).
El hombre no tiene, por sí mismo, mérito ante
Dios sino como consecuencia del libre designio de asociarlo a la obra de su
gracia. El mérito pertenece a la gracia de Dios, en primer lugar, y a la
colaboración del hombre, en segundo lugar. El mérito del hombre retorna a Dios
(Cat 2025).
“El pecado mortal entraña la pérdida de la
caridad y la privación de la gracia santificante , es decir del estado de
gracia ... Aunque podamos juzgar que un acto en sí es una falta grave, el
juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia
de Dios” (Cat 1861)
No hay comentarios:
Publicar un comentario