Los fieles, como respuesta a la Palabra de Dios de la primera lectura
en el salmo responsorial de la santa misa de este domingo, proclaman esta
afirmación: Somos su pueblo y ovejas de su Rebaño. Con estas palabras
afirman la alegría de pertenecer a la Iglesia, figurada como Rebaño; y
luego en el Evangelio se recalca la misma idea con la alegoría de Jesús,
Pastor, y ovejas que son los hombres, que escuchan su voz y le siguen para la
vida eterna. Estas ideas me ofrecen una oportunidad para hablar del misterio de
la Iglesia.
La Iglesia, a la que por la
gracia misericordiosa de Dios, Creador y Padre pertenecemos, es un misterio que
sólo se puede conocer por medio de metáforas o alegorías, que no definen
su propia naturaleza, y ni siquiera se imagina. Las principales son: Cuerpo
místico de Cristo, la Vid y los sarmientos y Sacramento universal de salvación,
como enseña el Concilio Vaticano II, que significa que todas las
personas que se salvan es por medio del bautismo de agua, bautismo de
deseo, bautismo de sangre y bautismo de conciencia o sus suplencias
que son infinitas y nadie puede saber ni imaginar, porque Dios es infinitamente
sabio, lo sabe todo y todo lo puede.
¿Son pocos los que se salvan?
El número de los que se salvan ha
sido, es y será siempre el gran interrogante para todos los hombres de todos
los tiempos, porque nada hay revelado sobre este particular.
En un lugar donde Jesús
predicaba, tal vez en una sinagoga de Cafarnaún, el Maestro debió tratar el
tema interesante de la salvación, y un oyente interrumpiendo su discurso
preguntó a Jesús: Señor, ¿son pocos los que se salvan?
El Maestro no respondió
directamente a la pregunta, sino que se limitó a enseñar la necesidad de
esforzarse para entrar en el Reino de Dios: “Esforzaos en entrar por la
puerta estrecha, porque os digo que muchos intentarán entrar y no podrán” (Lc
13,24). Esta frase no significa que muchos no se salvarán, sino
que cuesta mucho esfuerzo entrar por la puerta estrecha de la salvación por
propia cuenta, porque la salvación depende principalmente de la gracia de
Dios y otros muchos factores. Sobre este problema angustioso, muchos judíos tenían
ideas peregrinas, muy equivocadas, contrarias a la Biblia, hasta tal punto que
pensaban que la salvación era una exclusiva para el pueblo de Israel,
porque Dios salva a los hombres como quiere con ellos o sin ellos y de muchas maneras
no conocidas.
Opiniones sobre la salvación
Entre los teólogos existen principalmente tres
opiniones sobre la salvación universal de los hombres: rigorista,
optimista y misericordiosa, cristiana y evangélica.
Opinión rigorista
La opinión rigorista afirma
que son muchos, muchísimos, los hombres que no se salvan, porque según se
aprecia pocos, poquísimos, son los que trabajan por vivir en gracia y se
preocupan por la salvación eterna. La mayor parte de la gente vive de
espaldas a Dios, obcecada en el pecado, alucinada por el mundo, el dinero, el
poder y la carne, y sin cumplir los mandamientos de la Ley de Dios ni la
doctrina de la Iglesia.
Opinión optimista
La opinión optimista, muy común
hoy, consiste en creer que todo el mundo se salva o pocos se condenan, pues la
mayoría de los hombres no son pecadores, sino enfermos, débiles, tarados,
incapaces de responsabilidad moral para cometer un pecado mortal, acto
humano, que merezca el infierno eterno.
Opinión misericordiosa
Sin duda alguna la opinión más
aceptable es la misericordiosa.
Nadie sabe, ni siquiera la
Iglesia, el número de los que se condenan. El Papa Juan Pablo II en su
libro “Cruzando el umbral de la esperanza” nos dice
textualmente que “cuando Jesús dice de Judas, el traidor, sería mejor
para ese hombre no haber nacido, la afirmación no puede ser entendida en el
sentido de una eterna condenación” (Pág. 187).
Para saber la doctrina de la
Iglesia sobre este espinoso y agobiante problema establezco seis principios
seguros de la doctrina de la Iglesia:
1º La Iglesia jamás ha hablado ni
puede hablar del número de los que no se salvan porque no está revelado.
2º Según la doctrina de la
Iglesia se salva el que muere en gracia y se condena el que muere en
pecado mortal (Cat 1035). “Morir en pecado mortal sin estar
arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer
separados de Él para siempre por propia y libre elección. Este estado de
autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es
lo que se designa con la palabra “infierno” (Cat 1034). ¿Pero
quién muere en gracia o en pecado mortal? Los juicios de los hombres no son
como los juicios de Dios, nos dice la Sagrada Escritura.
3º La moral católica nos
enseña que para que un acto sea grave o pecado mortal se necesitan tres
condiciones: materia grave, advertencia plena del
acto que se va a realizar y pleno consentimiento por parte de
la voluntad, o sea, aceptación plena de la obra mala a sabiendas de lo que es,
y libertad plena al realizarla, sin coacción externa ni interna. Si falta
alguna de estas tres condiciones, el pecado no es grave. (Cat 1859).
En virtud de estos principios
algunos pecados objetivamente graves por su materia
pasan a ser leves por falta de plena advertencia y de pleno consentimiento
libre. Y al revés, algunos otros, cuya materia es objetivamente leve, pasan a
ser graves porque el pecador creyó equivocadamente que era grave y lo cometió a
pesar de eso.
4º La gravedad del pecado no
consiste simplemente en la simple trasgresión voluntaria de la ley de
Dios, evaluada por los hombres, sino del juicio de Dios Padre, infinitamente
misericordioso, que evalúa el pecado del hombre, su hijo, sometido a muchas
debilidades, taras hereditarias o adquiridas, desequilibrios temperamentales,
condicionamientos de todo tipo, fuertes tentaciones, a veces insuperables,
culturas diversas, educación familiar y social y otros muchos factores.
5º Y, por último, hay que
considerar que la redención universal fue realizada por Dios, Jesucristo, que
derramó su sangre divina por todos los hombres y la condenación de muchos sería
un fracaso. La salvación es un misterio del amor infinitamente misericordioso
de Dios, que el hombre no puede entender ni imaginar.
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