Estoy seguro de que todos los que estamos en estos momentos escuchando la Palabra de Dios tenemos nuestra cruz, que no nos gusta, que nos hace sufrir lo indecible, que no nos podemos quitar de encima de nuestras espaldas. Y la mayor pena que podemos tener es saber que, algunas veces, el dolor es irreversible, tenemos que convivir con él para siempre y sin esperanzas de curación o solución ¿Qué hacer?
Ante esta encrucijada sin salida, solamente tenemos importantes respuestas de fe.
En primer lugar, la creencia de que la cruz es necesaria para seguir a Cristo y conseguir la vida eterna, como nos dijo Jesús en el Evangelio: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). No es la cruz una opción para seguir a Cristo, sino una necesidad para conseguir la vida eterna, pues todos la tenemos, tanto los que tenemos fe como los que no la tienen.
Consecuentemente, los cristianos tenemos que seguir a Cristo con la cruz a cuestas, sabiendo que delante de nosotros va Él estimulándonos a llevarla y haciendo con cada uno de nosotros las veces de cirineo.
Con el dolor aprendemos el conocimiento propio de nuestro ser y valer: nuestra debilidad, nuestra impotencia o nuestra capacidad limitada, y acudimos a quien todo lo puede para que nos ayude y fortalezca.
Con ella comprendemos a los demás, que sufren como nosotros o quizás más, y, como hermanos e hijos de un mismo Padre, rezamos juntos para conseguir la gracia de la fortaleza del Espíritu Santo para todos.
Con la cruz se fortalece nuestra fe en la vida eterna, se aumenta nuestra esperanza y ponemos totalmente nuestro corazón en los bienes de Arriba, que son eternos e imperecederos, despegándonos de las criaturas, a las que estamos esclavizados.
La cruz nos sirve para redimir las culpas y penas de nuestros pecados, que no han sido suficientemente reparados en la vida, y nos ahorra las penas temporales del Purgatorio; y los sufrimientos nos ayudan también a merecer la vida eterna, pues por muchos y graves que sean, son mayores los premios que, a cambio de ellos, recibiremos en el cielo eterno.
Además de estos consuelos sobrenaturales,
existe la esperanza humana de saber que el mal tiene su fin, pues no hay mal
que cien años dure.
El mensaje de la cruz es sustancial para la vida del cristiano, sin embargo no nos gusta, no lo entendemos, lo rechazamos instintivamente.
Cuando nos visita la tribulación, cuando el Señor nos acaricia con la cruz, cuando el dador de todo bien pone sobre nosotros el pesado madero, cuando nos parece que Dios nos castiga, nos abandona, digamos con el santo Job: “Dios me lo ha dado, Dios me lo ha quitado, bendito sea su santo nombre”.
Acongojados por el dolor y desconcertados por la cruz solemos formular una infinidad de porqués para los que no encontramos respuestas humanas: ¿Qué pecado habré cometido yo para que el Señor me trate de esta manera? ¿Por qué Dios me abandona tanto? ¿Qué he hecho yo para que los hombres se porten tan mal conmigo? ¿Por qué...? En lugar de concluir que estamos en línea con Jesucristo y aceptar la cruz que Dios nos manda o permite, nos rebelamos y nos convertimos en murmuradores de la cruz que el Señor nos manda para nuestro bien, con miras a la vida eterna.
Cuando nos vemos solos, abandonados, sin el amparo de los nuestros; cuando sufrimos en nuestra carne la enfermedad larga, costosa e insoportable; cuando somos perseguidos por parte de familiares y amigos; cuando nos sentimos despreciados, desconcertados en el fondo del corazón, expresamos al exterior nuestro sentimiento y nos olvidamos de que hay que padecer mucho para ganarse a pulso el Reino de Dios. El camino del Cielo está sembrado de espinas, y no de rosas; hay que tener siempre presente que la distinción de un hijo de Dios elegido de Jesucristo es la cruz, la persecución.
Si nos encontramos solos, si tenemos dolores físicos, psíquicos o morales, si estamos padeciendo depresiones, soledades y angustias, si estamos despreciados, o menos preciados por los demás, la conclusión de fe no es otra que la que venimos comentando: es muy clara: “hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios”
Para las almas espirituales, para los santos,
el padecer es sufrir con esperanza del gozo de la vida eterna. Muchas veces,
cuando leemos en la vida de los santos lo mucho que padecieron, decimos:
¡pobrecitos, cuánto sufrieron!
Y no es así, porque Dios da fortaleza suficiente para sufrir con gozo espiritual, no con gozo humano, la cruz, que se aguanta con la fortaleza del Espíritu Santo. El santo experimenta el dolor físico, a veces humanamente inaguantable, con la seguridad de que se identifica con Cristo que nos salvó por el amor hecho dolor, y con la esperanza de conseguir el Cielo.
El amor integrado en el dolor es
el mandamiento grande del Señor: amor a Dios, objetivo prioritario y único, y
desde Dios descendiendo, amor a mí mismo, a los hermanos y a todas las cosas.
El mandamiento nuevo del Señor tiene unos aspectos y matices totalmente
desconocidos en el Antiguo Testamento.
Es nuevo por dos conceptos: nuevo por el modo y nuevo por su extensión. Por el modo, porque tenemos que amarnos los unos a los otros al modo divino como Jesús gratuitamente nos amó, sin esperar nada a cambio.
La esencia íntima del amor es amar, aunque no se sienta uno amado, como es el amor de la madre. La madre ama a su hijo con todos sus “aunques” y con todos sus “sin embargos”, aunque no reciba nada (aunque reciba desprecios del hijo). Este es el amor puro, el modo divino, con que Dios nos ha amado y nos ama.
Este amor, que es al modo divino, se extiende a todos los hombres en palabras y obras, tiene una dimensión universal, si bien no hay que amar a todos de la misma manera, como es evidente.
No debe amar la madre cristiana, de igual manera y con la misma intensidad a su hijo que al enemigo de su hijo. Pero un cristiano de verdad, no debe excluir de su corazón a ningún hombre de la tierra. Cómo tiene que ser el amor al enemigo, es tema de otra homilía.
Tengo que amar a los hermanos, aunque sienta repugnancia, aunque no me gusten, aunque me repelan, con obras y palabras, con amor efectivo, al menos, es decir, con el comportamiento que requiera cada caso.
En consecuencia, y resumiendo, hermanos, hay
que padecer mucho para ganarse a pulso el Reino de Dios. Y el modo de conseguir
esta meta es con el amor a Dios y en Dios a uno mismo, a los hermanos y hasta
las mismas cosas.
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