sábado, 22 de septiembre de 2012

            DOMINGO VIGÉSIMO QUINTO
            TIEMPO ORDINARIO CICLO B
            23 DE SEPTIEMBRE
            “Quien quiera ser el primero, que sea  el último de todos y el servidor de todos”

            En el tercer año de su vida pública caminaba Jesús con sus discípulos hacia Cafarnaúm, y por el camino les anunció otra vez más su pasión, muerte y resurrección, pero ellos, como siempre,  entendieron  esta noticia  en sentido figurado místico. Entraron todos en una casa, y Jesús que sabía el tema sobre el que discutieron por el camino, les preguntó: ¿de qué discutíais  en el camino? Pero todos se callaron. San Marcos nos refiere que la discusión versó sobre quién era el más importante  en el Reino que ellos creían que el Maestro  estaba a punto de fundar. Entonces Jesús se sentó, llamó a los doce y les dijo: Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Y acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: el que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado (Mc 9,35-37).  
El niño es la obra maestra de la creación  y de la perfección humana y cristiana, porque vive siempre en presente, olvida pronto el pasado malo, que para él es su ayer, graba en su memoria lo bueno, que siempre recuerda, y su futuro es  la providencia en manos de sus padres o de la Sociedad. El niño no conoce la realidad de la vida, que es mezcla de amor y odio, verdad y mentira, bien y mal, gozo y dolor, sonrisas y lágrimas, porque para él todo es inocente ilusión.
Para entrar en el Reino de los cielos es necesario hacerse como un niño (Mt 18,2-4),  no en sus actos sino en sus  actitudes o virtudes: inocencia, pureza, sencillez, ilusión espiritual, aunque se tengan defectos temperamentales  comprensivos y ciertos pecados sin malicia.  El hombre que es grande, si se hace pequeño gana el Cielo, que es la mayor y mejor paga que  puede conseguir  a los ojos de Dios. Las cosas son grandes o pequeñas en el mundo por el arte, el tiempo que se invierte en realizarlas o el valor estimativo de los hombres. En cambio, a los ojos de Dios, no existe otro valor que el amor con que se hacen por Él; y de tal manera que lo  pequeño es grande si se hace por amor, y lo grande pequeño si se hace sin amora  amor a Dios, porque las cosas, por sí mismas, no cotizan en el Cielo.
Es humano y cristiano que la persona tenga sentido de superación para conseguir metas de perfección en el saber  por fines honestos de lucro,  mejoramiento cultural de  la persona  o simplemente por satisfacer un gusto humano, artístico o deportivo, pero no por ambición  conculcando los derechos humanos de  la justicia humana y divina.
El cristiano tiene que trabajar por ser el que debe ser, según el plan que Dios tuvo al crearlo; y, si es el mejor o de los mejores entre los que lo rodean, dar gracias a Dios con humildad y tratar a los otros con comprensión y caridad; y, si quiere cursar la carrera de la santidad con nota, tiene que ser el servidor de todos, haciendo el papel de  reserva, como nos dice el Evangelio: “Quien quiera ser el primero, que sea  el último de todos y el servidor de todos”
Lo que vale en este mundo y en el otro para la verdadera felicidad  no es tener  cosas, dinero, cargos, honores, que son valores accidentales,  relativos, efímeros, sino ser como se tiene que ser en la presencia de Dios, que es el fin último de nuestra existencia. Sé tú mismo, como Dios te ha hecho y quiere que seas, y no como otro, aunque sea más perfecto que tú, pues tienes que ser  el  santo que Dios se propuso que seas en el conjunto de la Creación y Redención. Al otro, por santo que sea, debes imitarle en sus actitudes virtuales y  no en sus actos, que en muchos santos son personales, heroicos, admirables, pero no imitables. Sé tú mismo y no otro, porque imitando a otro en todo haces el ridículo y desfiguras tu personalidad. Tú debes ser la imagen y semejanza de Dios santamente personalizada.

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