sábado, 26 de octubre de 2013


Domingo treinta
            Tiempo ordinario, Ciclo C
            27 de Octubre

            El Publicano y el Fariseo
           
            Como suele pasar generalmente siempre, también en los tiempos de Jesús existían hombres piadosos que se tenían por justos con desprecio a los demás. Para enseñar la ciencia de la oración perfecta, Jesús, el modelo perfectísimo de orantes, expuso la parábola del Publicano y el  Fariseo. Hagamos una pequeña semblanza sobre ella:
            Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo y el otro un publicano. La oración se puede hacer en cualquier parte y de muchas maneras, pues para comunicarse con Dios no hace falta buscar un sitio determinado, porque Dios está en todas partes y con Él se puede hablar siempre, en cualquier lugar, pero el más propio suele ser el templo, que está construido para la oración y el culto.
            El fariseo, engreído en si mismo y poseído de una soberbia satánica  entraría en el templo con aires de señorío y se situaría cerca del altar mayor para ser visto por todo el mundo. Y  oraba así: Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás: Ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. Empezó bien la oración, dando gracias a Dios, como tiene que ser. Pero la estropeó en las peticiones y en la comparación con los demás. Para él no había  más que dos grupos de hombres: él y los demás. El fariseo se consideraba   único, el mejor de todos los hombres, virtuoso, santo, cumplidor de la ley, ayunaba dos veces por semana y pagaba el diezmo de todo lo que tenía. No se conocía y mentía, porque la santidad no consiste en el cumplimiento de la ley, que por sí misma no justifica, como enseña San Pablo, sino en la gracia de Dios con obras. Los demás eran los mayores pecadores que se pueden concebir en sentido bíblico y humano: ladrones, injustos y adúlteros. Su insensatez y orgulloso desconocimiento de sí mismo  llegó a su colmo cuando en la oración se comparaba delante de Dios con un publicano que, escondido en un rincón, cerca de la entrada del templo, no se atrevía a levantar los ojos al cielo, se rompía el pecho con golpes  de pecho diciendo: ¡Dios mío! ten compasión de este pecador.
            El resultado fue que el publicano se marchó a su casa  justificadio y el fariseo no, porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.
            Consecuencias
1 La oración es buena cuando está bien hecha y santifica, como la que hizo el publicano, gran pecador   que oraba con los ojos bajos mirando al suelo, reconociendo su condición de pecador y pidiendo a Dios el perdón de sus pecados, y no la del fariseo que oraba presumiendo mentirosamente de virtudes que no  tenía.
            2 Es una equivocación y una mentira comparar la virtud de uno con la que tienen los demás, porque sólo Dios conoce la realidad de la bondad y malicia del hombre, y el hombre conoce estas realidades subjetivamente según es él o le parece.
3 La moralidad de los actos humanos depende del objeto, sus circunstancias, intención y fin por el que se hace. Por ejemplo: robar a los ricos para socorrer a los pobres es un mal que se hace para hacer un bien, pues no se puede hacer un mal para hacer un bien.

4  Orar es comunicarse con Dios para conseguir las gracias necesarias  para  la vida eterna, y no para mentir, hablar de las virtudes que no se tienen y leer a Dios la cartilla mintiendo. 

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