Domingo treinta
Tiempo ordinario, Ciclo C
27 de Octubre
El
Publicano y el Fariseo
Como suele pasar generalmente
siempre, también en los tiempos de Jesús existían hombres piadosos que se
tenían por justos con desprecio a los demás. Para enseñar la ciencia de la
oración perfecta, Jesús, el modelo perfectísimo de orantes, expuso la parábola
del Publicano y el Fariseo. Hagamos una
pequeña semblanza sobre ella:
Dos
hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo y el otro un publicano.
La oración se puede hacer en cualquier parte y de muchas maneras, pues para
comunicarse con Dios no hace falta buscar un sitio determinado, porque Dios
está en todas partes y con Él se puede hablar siempre, en cualquier lugar, pero
el más propio suele ser el templo, que está construido para la oración y el
culto.
El
fariseo, engreído en si mismo y poseído de una soberbia satánica entraría en el templo con aires de señorío y
se situaría cerca del altar mayor para ser visto por todo el mundo. Y oraba así: Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás: Ladrones, injustos,
adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo
de todo lo que tengo. Empezó bien la oración, dando gracias a Dios, como
tiene que ser. Pero la estropeó en las peticiones y en la comparación con los
demás. Para él no había más que dos
grupos de hombres: él y los demás. El fariseo se consideraba único, el mejor de todos los hombres, virtuoso,
santo, cumplidor de la ley, ayunaba dos veces por semana y pagaba el diezmo de
todo lo que tenía. No se conocía y mentía, porque la santidad no consiste en el
cumplimiento de la ley, que por sí misma no justifica, como enseña San Pablo,
sino en la gracia de Dios con obras. Los demás eran los mayores pecadores que
se pueden concebir en sentido bíblico y humano: ladrones, injustos y adúlteros. Su insensatez y orgulloso
desconocimiento de sí mismo llegó a su
colmo cuando en la oración se comparaba delante de Dios con un publicano que,
escondido en un rincón, cerca de la entrada del templo, no se atrevía a
levantar los ojos al cielo, se rompía el pecho con golpes de pecho diciendo: ¡Dios mío! ten compasión
de este pecador.
El
resultado fue que el publicano se marchó a su casa justificadio y el fariseo no, porque todo el
que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.
Consecuencias
1 La oración
es buena cuando está bien hecha y santifica, como la que hizo el publicano,
gran pecador que oraba con los ojos
bajos mirando al suelo, reconociendo su condición de pecador y pidiendo a Dios
el perdón de sus pecados, y no la del fariseo que oraba presumiendo
mentirosamente de virtudes que no tenía.
2
Es una equivocación y una mentira comparar la virtud de uno con la que tienen
los demás, porque sólo Dios conoce la realidad de la bondad y malicia del
hombre, y el hombre conoce estas realidades subjetivamente según es él o le
parece.
3 La moralidad
de los actos humanos depende del objeto, sus circunstancias, intención y fin
por el que se hace. Por ejemplo: robar a los ricos para socorrer a los pobres
es un mal que se hace para hacer un bien, pues no se puede hacer un mal para
hacer un bien.
4 Orar es comunicarse con Dios para conseguir
las gracias necesarias para la vida eterna, y no para mentir, hablar de
las virtudes que no se tienen y leer a Dios la cartilla mintiendo.
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