ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA AL CIELO
Asunción de la
Virgen María no es lo mismo que Ascensión de Jesucristo al Cielo,
porque Jesucristo, por ser Dios, subió al Cielo por su propia virtud
divina, mientras que María fue asunta o subida al Cielo por el poder de Dios.
La Asunción de la Virgen María es el colofón de su historia, el último título
dogmático de sus privilegios: Inmaculada,
Virginidad perpetua, Madre de Dios, Corredentora del género humana y Asunción
en cuerpo y alma al Cielo, complementados por los títulos evangélicos y
teológicos.
Desde toda la eternidad Dios en consenso mutuo trinitario determinó que
el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hiciera hombre
en una mujer única, que se llamaría María, para ser la Madre de Dios; y por esa
razón tendría que ser especial; Inmaculada, santísima, llena en plenitud de
gracia, sin pecado original ni personal, Madre
Virgen que concibiera
sobrenaturalmente a su Hijo, Jesús, no por obra de varón sino del
Espíritu Santo; Madre de Dios y de todos los hombres, y Corredentora del género humano mediante una vida sencilla de
las cosas ordinarias de la vida, que comprende las mayores perfecciones
del ser creado, angélico y humano. Después conviviría entre los hombres en
silencio, sin protagonismos, sufriría, moriría, como todos los hombres y
también su Hijo, Jesucristo, como Redentor, y como Corredentora; y por fin fue Asunta a los Cielos en cuerpo y
alma para ser Reina, Señora y abogada de todo lo creado.
Cuando llegó la plenitud de los tiempos, las cosas planificadas por Dios
eternamente, se cumplieron al pie de la letra.
De los muchos títulos con los que los cristianos veneramos a la Santísima
Virgen María, a mí el que más me gusta y es lema de mi vida espiritual es Santa María del Silencio, no en el sentido de que es
Madre de los mudos, que no hablan con palabras, porque María no fue muda, sino
Madre de la Palabra y Modelo en obras, siendo silencio del amor de Dios en el
Corazón de la Iglesia, que nos enseña a a los cristianos a hacer el bien y con
amor lo que tenemos que hacer; la eficacia apostólica de la oración y del
trabajo de las cosas sencillas y ordinarias de la vida; el valor místico
del dolor sufrido y ofrecido a Dios; y el secreto divino de saber guardar en el
corazón todas las cosas para la gloria del Padre, y del Hijo y del
Espíritu Santo.
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