sábado, 30 de noviembre de 2019

Primer domingo de Adviento. Ciclo A


A la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre”

Adviento

     La palabra adviento proviene del latín y en su sentido etimológico significa venida o llegada de alguien o de algo bueno. Supone la espera de un bien, porque el mal no se espera, no se quiere o se teme. En el imperio romano Adviento se utilizaba para esperar la llegada de un personaje histórico o un acontecimiento singular, que suponía un tiempo de intensa preparación. La Iglesia en los primeros tiempos de su origen acopló la palabra adviento en la liturgia para significar el tiempo de preparación para celebrar el solemne nacimiento de Jesús. Después de muchos estudios y cambios en su evolución el Adviento quedó reducido a cuatro semanas, que hasta hoy se mantiene después de muchos siglos.

    Adviento en una perspectiva teológica es un tiempo de preparación para la venida de Jesús que está viniendo siempre a los fieles en la Iglesia con una presencia teológica de una acción buena que se espera con ilusión, una presencia sacramental de un sacramento que se va a recibir, principalmente el de la Eucaristía. Cuando los cristianos celebramos el sacrificio de la Eucaristía, Jesús resucitado y glorioso, el mismo que está en el Cielo, viene a la Iglesia sacramentalmente en cuerpo, sangre, alma y divinidad para ser alimento de las almas, objeto de adoración, culto y compañía.


Estad preparados porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.


El Hijo del hombre, Jesucristo vendrá a la hora de nuestra muerte, el día y la hora que menos pensemos, que nadie sabe. Será una realidad sorprendente. La última venida será a la hora de nuestra muerte, y después tendrá lugar el juicio particular con carácter eterno, en el que Jesús juzgará todos los actos de nuestra existencia. Será de alegría, temor, miedo o esperanza. De alegría para los santos que esperan ver a Dios para gozar de Él eternamente, felicidad total que no tiene parangón. Adviento es la esperanza de la alegría; de temor para los pecadores que dudaron en la tierra del premio o castigo; de miedo para los que sirvieron a Dios con tibiezas, medianías, zozobras, miserias, debilidades y defectos; de misericordia para hombres y mujeres ignorantes de las cosas de Dios, que cumplieron la ley natural moral con sincero corazón; de equivocación para los que vivieron la fe que conocieron con buena voluntad y otros, sin cuento, que por diversas causas, sin malicia, confundieron el bien por el mal, y serán juzgados por la ley de la recta conciencia; de taras para los que por diversas patológicas no discernieron el recto juicio del bien y del mal, que serán juzgados por la sabiduría misericordiosa de Dios más que por la ley moral.

sábado, 23 de noviembre de 2019

Cristo Rey. Último domingo del tiempo ordinario. Ciclo C


El año litúrgico no es como el año civil. Empieza el primer domingo de Adviento y termina en la fiesta de Cristo Rey.

 El Verbo, Jesucristo, es Rey por el título de Creador y Redentor

En el capítulo primero del evangelio de San Juan se dice que por medio del Verbo, se hizo todo y sin Él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. (Jn, 1,2). El Verbo es el Hijo de Dios, Padre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad.  Si el Verbo creó todo lo que existe, es Dueño y Señor de todo lo creado y Rey de todas las cosas, que gobierna con sabiduría y bondad. Luego el Verbo es Jesucristo, Rey, por el título de Creador y su reino  diferente a todos los reinos de la tierra, que no tiene parangón con ninguno de este mundo.


El Pueblo de Dios en el Antiguo Testamento es figura de la Iglesia que fundó Jesucristo

A grandes rasgos y en una perspectiva histórica se puede decir que el Reinado de Cristo empezó  en su origen con Abrahán en la formación del Pueblo de Dios, en el Antiguo Testamento. Después fue evolucionando lentamente en la época de los patriarcas en ascenso de perfección; y por fin el pueblo de Dios se consolidó con los profetas que anunciaron características genéricas muy precisas sobre Cristo Rey del Universo y Redentor con detalles sobre la pasión y muerte, que parece han sido descritos por reporteros, testigos directos, sobre todo por el profeta Isaías.  


Cuando llegó la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios encarnó en las entrañas purísimas de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, y empezó a existir Jesucristo, Cristo Rey. Nace Jesucristo y empieza la Historia de la salvación, la Iglesia, un reino eterno y universal, el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz, como lo define el prefacio la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.





Clases de Iglesia


Hay tres clases de Iglesia: Terrestre, es aquella que fundó Jesucristo y terminará al fin de los tiempos, cuyas características están explicadas en el decreto del Concilio Vaticano Lumen getium; Purgante la que padecen las almas en el Purgatorio  en un estado de purificación antes de pasar al Cielo y terminará al fin del mundo con la resurrección de los muertos; y Celeste que es el Cielo donde están los santos, beatos, venerables, siervos de Dios y santos del silencio desconocidos por el mundo viendo y gozando de la divinidad de la Santísima Trinidad con la alegría de la plenitud del gozo que sacia totalmente las exigencias de felicidad de todo el ser. Y, por fin, vendrán  los Nuevos Cielos y la Nueva Tierra, que es el final del drama de toda la creación salvadora por toda la eternidad, cuya naturaleza no se puede ni imaginar.


Jesucristo además de ser Rey, distinto de todos los reyes de la tierra, es Redentor porque redimió a todos los hombres del pecado con el misterio pascual: pasión, muerte y resurrección. Hoy celebramos la fiesta de Cristo Rey y Redentor, y nosotros somos no súbditos de su Reino sino hijos de Dios, redimidos por Cristo Rey.  


sábado, 16 de noviembre de 2019

Trigésimo tercer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C


Fin del mundo

 El Universo, Cosmos, mundo en que vivimos no es eterno, tuvo su principio y tendrá su fin, no sabemos cuándo ni cómo. Fue creado por Dios, y de Él depende en toda su evolución. La inteligencia divina, que no se puede imaginar,  conoce la naturaleza de la Creación, sus elementos, y su desarrollo hasta que llegue su fin. El Evangelio  nos habla de ciertos signos, males  astronómicos,  guerras, odios,  muchos de los cuales han sucedido ya, suceden y sucederán en todos los tiempos, sin que se pueda precisar el momento científico del final de todas las cosas. Sin duda alguna, algún día llegará, pero no hay que hacer caso a las religiones adventistas y testigos de Jehová que han precisado muchas veces fechas para el fin del mundo, con equivocaciones manifiestas, contrarias al Evangelio.

Globalmente la ciencia avanza y las técnicas se modernizan con pasos agigantados en bien de todos los hombres. Pero el fin del mundo, hecho revelado, llegará algún día, curiosidad sobre la que los discípulos preguntaron a Jesús, sin que obtuvieran otra respuesta que ésta: “No lo sabe nadie, sino el Padre y Jesús, que no lo quiso revelar”. Pero es cierto que el fin del mundo vendrá, y se transformará en los nuevos cielos y la nueva tierra de los que nos habla la Sagrada Escritura.

Fin del mundo para cada persona

Es importante el fin del mundo del Universo, trágico suceso del fin de los tiempos, pero el fin del mundo llega para quien muere y empieza  la eternidad.

El hombre fue creado por Dios a su imagen y semejanza, divinizado, pero por el pecado original misteriosamente en su ser y en sus facultades quedó sometido al dominio del mal. Fue redimido por Dios, hecho hombre, mediante el misterio pascual de su vida, pasión muerte y resurrección. Y redimido no tiene otro fin que la salvación para vivir eternamente con Dios en el Cielo en visión y gozo, concepto sobrenatural, que no tiene explicación humana. El mal tiene tanta fuerza que pone en riesgo la salvación eterna de los hombres por muchas causas mediante el pecado mortal. No es tan fácil como parece cometer un pecado mortal que merezca la condenación eterna, porque sólo Dios sabe qué acto humano tiene la malicia suficiente para la condenación eterna. Son muchísimas las personas ignorantes, incapaces  del razonamiento, del conocimiento de la moral católica, que padecen perturbaciones mentales, enfermedades que impiden el discurso normal de la razón y pasiones que en un momento dado trastornan el entendimiento y consecuentemente corrompen el corazón y hacen que algunos hombres cometan barbaridades inconscientes o semiconscientes, pero no pecados que condenan al hombre al infierno eterno

sábado, 9 de noviembre de 2019

Trigésimo segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C


         
Nos dice el evangelio de este domingo que un día los saduceos, que negaban la resurrección de los muertos, se acercaron a Jesús y le hicieron esta pregunta: Había siete hermanos  que se casaron con una misma mujer ¿con cual de ellos estará casada en la otra vida? Y Jesús respondió: En esta vida, hombres y mujeres se casan, pero en la vida futura y de la resurrección no se casan, porque participan de la resurrección.

Las cosas de la tierra no son como las del Cielo. Aprovecho este evangelio para hablar de la resurrección de los muertos. Remito al lector al Catecismo de la Iglesia Católica del Santo Papa Juan Pablo II, donde podrá encontrar los temas  importantes sobre la Resurrección (Cat 990, 991, 997, 998, 999, 1000, 1001).

La resurrección de los muertos ha sido creencia en el Antiguo Testamento y elemento esencial de la fe cristiana en el Nuevo. (Lc 24,39). Creer en la resurrección de la carne significa que al final de los tiempos todos los muertos resucitarán y las almas se unirán a sus propios cuerpos para ser personas resucitadas, gloriosas que merecieron el Cielo, o condenadas en el Infierno porque rehusaron voluntariamente la misericordia divina. ¿Cómo será la resurrección? Este tema sobrepasa nuestra capacidad intelectiva e imaginativa, porque es una verdad de fe que se cree, sin entender. ¿Cuándo tendrá lugar este hecho trascendental? No se sabe. Sin duda al fin del mundo (LG 48), el último día (Jn 6,39-40. 44,54).

La vida cristiana en la tierra es una participación en la vida, pasión muerte y resurrección de Cristo. Es el tiempo del mérito y de la misericordia,  pues en la vida eterna sólo hay justicia. Lo importante es que los cristianos vivamos en la tierra muertos al pecado y resucitados en la vida de la gracia para vivir con Cristo, morir con Cristo y resucitar con Cristo en la Vida eterna.


Creo en la vida eterna

Conociendo la vida humana en la tierra, tal como es en su realidad, la simple razón humana nos dice que el hombre, criatura de Dios, tiene que tener otra vida mejor y eterna, donde haya justicia, que premie a los buenos y castigue a los malos, donde haya bondad en contraposición del mal; una vida que satisfaga totalmente y por toda la eternidad todas las íntimas aspiraciones del hombre que en el mundo quedan insatisfechas, pues  en el mundo no existe la felicidad completa o existe parcialmente y con mezclas.


La Iglesia nos enseña que inmediatamente después de la muerte, el alma, separada del cuerpo, es juzgada por Dios con un juicio particular para recibir la sentencia del premio o castigo eterno que ha merecido en la tierra con sus actos morales. Si ha conseguido el aprobado o mejor nota, recibe la salvación eterna en el Cielo, esperando el día de la resurrección en que las almas se unirán a sus propios cuerpos para gozar en persona gloriosa la visión intuitiva que ya gozaba en el alma. Si al morir quedaron en el alma culpas o penas por los pecados va al Purgatorio a purificarse por un tiempo  hasta que vaya al Cielo, que es su destino eterno. Al fin del mundo ya no existirá Purgatorio. Si, en cambio, el alma muere voluntariamente en pecado mortal, se excluye de la salvación y va al Infierno a esperar la resurrección para unirse al cuerpo resucitado, y en persona resucitada padecerá eternamente penas inconcebibles.


sábado, 2 de noviembre de 2019

Trigésimo primer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

1 Comentario del texto          
2 Tenía que pasar por allí
3  Conversión 

1 Comentario del texto   

El relato de Zaqueo sucedió en el tercer año de la vida pública de Jesús en Jericó, cuando se dirigía a Jerusalén a consumar el sacrificio en la Cruz. Jericó en aquella época era, después de Jerusalén, la ciudad más floreciente de Judea. Sus productos agrícolas eran abundantes y variados: bosques de palmeras, de bananos, de sicómoros y otros árboles, que  con fuentes colocadas en sitios estratégicos daban al paisaje una belleza sin igual, y servían para refrescar el calor tropical en verano, según cuenta el historiador Flavio Josefo. En el año 1947  nos dice Fillion en la vida de Nuestro Señor Jesucristo que esta ciudad era una aldehuela miserable con casuchas de tierra con techo de ramaje, que tenía unos quinientos habitantes. Actualmente se intenta restablecer el antiguo cultivo para devolver a aquella región su antigua belleza armoniosa de fertilidad.
Como Jericó pillaba de paso para ir a Jerusalén, Jesús con sus discípulos hizo escala en esta ciudad, y  permaneció en ella un tiempo. Cuando la gente supo que se marchaba, se llenaron las calles de espectadores  para verlo pasar. Había entonces allí un personaje famoso, llamado Zaqueo, rico, jefe de publicanos,  que  se había enriquecido con la injusta administración de los impuestos.  Desde hacía tiempo había oído hablar de Jesús y deseaba verlo porque en su corazón sentía hacia Él una atracción especial. Al saber el sitio por donde tenía que pasar Jesús, impulsado por una fuerza interior, irresistible, echó a correr y fue a su encuentro. Recorrió las calles céntricas buscando un buen  sitio para ver a Jesús pasar, y no le fue posible, porque era bajo de estatura. Zaqueo no quería nada más que ver a Jesús pasar. Nervioso porque oía que Jesús se acercaba y podría pasar de largo sin verlo, al ver en el camino una higuera con ramas bajas, se agarró a una de ellas y con esfuerzos de mañoso equilibrista, se le ocurrió la peregrina idea de subirse a ella para verlo, porque tenía que pasar por allí.

 Cuando Jesús se iba acercando hacia el lugar donde estaba Zaqueo, levantó la cabeza señorialmente, lo miró con cariño, y en voz alta dijo: Zaqueo hoy tengo que alojarme en tu casa. Era la única vez, que sepamos por el Evangelio, que Jesús se invitó a comer en una casa de un extraño, que no era amigo. Zaqueo quedó sorprendido por la rara invitación, y, emocionado, se bajó inmediatamente de la higuera,  y como si fuera un amigo de siempre,  se acercó a Jesús y le acompañó a su casa. Y, loco de contento, puso en movimiento a los criados y servidumbre, y le improvisó un banquete suntuoso con los mejores manjares.

Muchos judíos que conocían la pecadora y mala fama de Zaqueo, pecador público, se escandalizaron de que un profeta comiera con un pecador, y manifestaron su descontento con severas murmuraciones. Al final del banquete, quizás a la hora de los postres, momento oportuno para el brindis y los discursos, Zaqueo, con aire resuelto y decidido, se levantó y con el corazón roto de arrepentimiento por sus pecados, dijo: Mira, la mitad de mis bienes, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más. Fue, digamos, una confesión general, pública y solemne de sus pecados. Tales sentimientos, libremente expresados en público, eran signo de una sincera y ejemplar conversión. Jesús perdonó sus pecados en silencio, y dijo: “Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 1-10).

Tenía que pasar por allí

            Las cosas no suceden porque sí, por el hado, el destino, la casualidad, sino por la causalidad divina, que en teología se llama Providencia. Todo tiene su razón de ser y estar en el conjunto de la Creación, que sólo Dios sabe en su totalidad por su sabiduría infinita y eterna. Todos los seres creados en sí mismos y cada uno de ellos en su desarrollo y armonía del Universo tienen la finalidad para los que fueron creados por Dios en su proyecto eterno.
En los hombres, seres libres, interviene Dios, Creador y Padre, con sus gracias en juego misterioso con su libertad, en orden a la salvación eterna, de la manera que Él sólo sabe en su infinita sabiduría. Jesús tenía que pasar por allí, por las calles de Jericó, entre otros fines porque tenía que convertir a Zaqueo, por las razones que ni siquiera se pueden imaginar.
Nosotros, que inicialmente estamos convertidos ya, tenemos que aprovechar los múltiples caminos por donde sabemos que Jesús tiene que pasar. Jesús pasa por nosotros cuando:
- Nos ponemos en contacto con Dios en la oración personal o comunitaria;
- en la Casa de Dios o en Comunidad cantamos himnos y salmos de alabanza, de arrepentimiento y de acción de gracias;
-  dos o más nos reunimos en nombre del Señor para espiritualizar la vida;
- sufrimos el dolor en nuestra propia carne o padecemos murmuraciones, calumnias, rechazos, abandonos, desprecios, que Dios permite para nuestro bien y el de todos los hombres;
- somos despreciados, calumniados o perseguidos por ser cristianos;
-  celebramos los sacramentos, principalmente el de la Eucaristía, sobre todo si comulgamos, que es el paso más perfecto de Cristo, resucitado, glorioso y sacramentado por  nosotros;
- hacemos lectura espiritual meditada en la  presencia de Cristo, resucitado y glorioso;
-  ejercemos la caridad con los hermanos en obras de misericordia corporales y espirituales o  hacemos una obra buena, cualquiera que sea, por amor a Cristo;
            - y cuando, sin hacer nada, Jesús tiene  que pasar por allí, simplemente porque quiere, para diluviar sobre nosotros sus gracias y privilegios, como pasó por el lado donde estaba Zaqueo.
Recuerda con gratitud el día en que Jesús quiso encontrarse contigo, valiéndose de muchas circunstancias providenciales, para que fueras cristiano o cristiana, sacerdote,  religioso o religiosa, porque tenía que pasar por allí.
¿Cuándo y cómo fue tu encuentro con Cristo?
Tal vez te encontraste con Él, sin que tú te enteraras, porque naciste en una familia cristiana en la que fuiste educado, y en la que viviste la fe siempre, como pez en el agua. Quizás Jesús se encontró contigo valiéndose del colegio, de la Parroquia, de un amigo, de un sacerdote, de la catequesis, de un libro, de la televisión, de una enfermedad… ¡Qué sé yo! Cualquier circunstancia fue la providencial para  el paso de Jesús por tu vida, porque tenía que pasar por allí  para que tú te encontraras con Él.
Tal vez tu encuentro con Él fue excepcional, y Dios te proporcionó los medios necesarios para tu conversión. Los caminos por los que Dios llama a los hombres y actúa en ellos son infinitos y misteriosos, y no pueden catalogarse científicamente.

3 La conversión

 La conversión radical en sí misma y en su desarrollo es obra del Espíritu Santo, y no el resultado del esfuerzo humano de planificaciones pastorales, preparadas con lógica y razonamientos que produzcan resultados científicos. Esto no quiere decir que no valgan y no sean necesarios los planes pastorales, que se deben hacer con cabeza y corazón, pero con el conocimiento teológico de que son medios que ofrecemos al Espíritu Santo para que Él actúe con su providencia.
 Los hombres, los medios y las circunstancias concurren en la conversión con la gracia de Dios que la precede, acompaña  en todo su proceso hasta que llegue a su pleno desarrollo. Lo dijo Jesucristo en el Evangelio: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).
             El hospedaje fue la oportunidad sobrenatural que Jesús aprovechó para que Zaqueo, pecador público, empezara el proceso de la conversión: la chispa del fuego del Espíritu Santo para encender en el corazón de Zaqueo la hoguera en llama viva de la conversión. Estoy seguro de que después, a lo largo de su vida, tuvo que luchar consigo mismo para dominar sus pasiones y sufrir mucho con victorias y derrotas para seguir a Jesucristo. La conversión  total no suele darse en un santiamén, como sucedió en el caso excepcional del Buen ladrón, que fue una muestra única, evangélica, de la inimaginable misericordia que Jesús tiene con los pecadores.  
            La conversión tiene un proceso en el que concurre todo con providencia divina: la salud, la enfermedad, los amigos, los enemigos, los accidentes, las circunstancias adversas y agradables, la tentación, las miserias, las debilidades y hasta los pecados, que para muchos, siendo “desgracias”, son “gracias” para la conversión y santificación.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Conmemoración de los fieles difuntos. 2 de Noviembre


La Iglesia católica celebra en este día la conmemoración de todos los difuntos, por eso los cristianos de todo el mundo ofrecemos sufragios por nuestros padres, familiares, amigos y también por todos los difuntos que necesitan sufragios en el Purgatorio para entrar en el Cielo. Voy a tratar  cinco capítulos importantes sobre este tema.

1 La muerte      
2 En la vida y en la muerte somos del Señor
3 Sentido cristiano de la muerte
4 Sufragios

1 La muerte  
  
La muerte, considerada desde el punto de vista biológico, tendría que haber sido un hecho natural al hombre, ser que nace vive y muerte. Pero en sentido teológico es consecuencia del pecado original, como nos enseña dogmáticamente la Iglesia católica. 
 La muerte es el final de la vida y el principio de la eternidad: dejar de vivir en la tierra para vivir siempre en el Cielo o en el Infierno o de paso en el Purgatorio. El hombre es sempiterno, vive un tiempo en la tierra, después muere en el cuerpo, y al final de los tiempos resucitará para vivir para siempre glorioso o condenado.
La muerte suele ser siempre de repente, porque sucede cuando no se sabe, no se quiere o no se espera. Vivimos muriendo cada día un poco, porque la vida es una muerte lenta. La muerte por la redención de Jesucristo adquiere el carácter de gracia.  

¿La muerte  es mala o buena?

Depende. Si se considera en sentido humano es mala para los que tienen buena salud, viven bien y todo les va viento en popa, porque en este caso la muerte es la privación del bien de la vida y de sus bienes; y humanamente es buena para los enfermos psiquiátricos o terminales que viven con dolores irresistibles, inaguantables, porque la vida es un sufrimiento constante y la muerte es la liberación de un mal, que es mejor que la vida.
En sentido teológico, miradas las cosas desde la fe, si la muerte viene por voluntad de Dios es un bien. Para los santos que desean terminar esta vida, valle de lágrimas, para empezar a vivir eternamente con Dios en el Cielo, en visión y gozo, la muerte es mejor que la vida.  

2 En la vida y en la muerte somos del Señor

Nos dice San Pablo: “en la vida y en la muerte somos del Señor” (Rm 14,8). El fin del hombre en la tierra es dar gloria a Dios, alabarlo y bendecirlo, y mediante esto conseguir la vida eterna  del Cielo. Todo lo demás está subordinado a este supremo fin. Es bueno todo lo que nos lleva a Dios y malo lo que de Él nos separa, como dice San Ignacio de Loyola en el principio y fundamento de su libro de Ejercicios espirituales. De lo que se deduce que lo mismo da vida larga que vida corta, salud que enfermedad, pobreza que riqueza, vida que muerte.
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3 Sentido cristiano de la muerte

En el libro de la sabiduría (3,1-9) la Palabra de Dios nos enseña la diferencia que hay entre la vida y la muerte para los justos  y la gente insensata. 
Para la gente insensata la muerte es una desgracia, una destrucción, una pena. Para el justo que tiene fe y vive en las manos de Dios la muerte es vida, un don, la última gracia que Dios concede al hombre para entrar en el Cielo; una reconstrucción del hombre viejo en el hombre nuevo, resucitado y glorioso, mejor que  cuando fue creado por Dios en el Paraíso terrenal, no una pena o castigo, sino un premio eterno.
La visión cristiana de la muerte se expresa de modo privilegiado en el prefacio de difuntos: “La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo”. Luego la muerte es un cambio de vida, una transformación del ser en otro mejor.
Lo importante de la muerte no es  el hecho físico de dejar de vivir, morir a consecuencia de esta o aquella enfermedad; ni de una manera u otra; ni el dónde, en este lugar o en otro, sino el hecho moral de cómo se muere, en estado de gracia o de pecado: morir eternamente para el cielo o para el infierno. Este es el problema personal que cada uno tiene que tener siempre planteado durante toda la vida y por el que tenemos que luchar: vivir en gracia de Dios para merecer, a la hora de nuestra muerte: la gracia del premio y la reconstrucción del ser en el Cielo.

 Porque Cristo murió, la muerte del cristiano tiene un sentido positivo, como dice el apóstol San Pablo: “Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia” (Flp 1,21) “Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con Él (2 Tm 2,11). Por el bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo” al pecado, para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia con Cristo, la muerte física consuma “este morir con Cristo” y perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor (Cat 1010).

La muerte es el fin de la peregrinación  del hombre en la tierra, tiempo de gracia y de misericordia, que Dios le ofrece para conseguir  su último destino. Cuando el cristiano ha vivido el fin último de su existencia, morir, es una trasformación del ser. “Está establecido que los hombres mueran una sola vez” (Hb 9,27). Por consiguiente no hay “reencarnación” después de la muerte (Cat 1013).

            La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte, luchando contra el pecado, cumpliendo la voluntad de Dios y haciendo todo el bien que esté en nuestra mano, confiando en la misericordia infinita de Dios Padre, que nos ha redimido con la sangre divina de su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor; y a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros “en la hora de nuestra muerte” (Ave maría). Confiemos con devoción a San José, patrono de la buena muerte, nuestra vida y nuestra muerte (Cat 1014).
  
El libro de la Imitación de Cristo nos dice: “Habrías de ordenarte en toda cosa como si hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia, no temerías la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?” 

            4 Sufragios

            Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (DS 856), para que, una vez purificadas las almas del Purgatorio puedan llegar a la visión beatífica de Dios en el Cielo. Especifiquemos los principales sufragios que podemos hacer por los difuntos:
 la oración como el padrenuestro, el ave María, el credo, la Salve y otras oraciones.  
- el dolor físico o psíquico que tenemos que padecer en nuestro propio cuerpo;
- el sufrimiento de la convivencia familiar, laboral, amistosa y social;
el trabajo agradable, duro y costoso, y acaso no bien remunerado, de cada día en ambientes poco humanos y descristianizados;
- el arrepentimiento de nuestros pecados;
- los sacramentos sobre todo, el sacrificio de la Santa Misa, el mejor y más valioso de todos los sufragios.
- y la limosna libre y voluntaria que se da en sufragio por  los difuntos.