sábado, 29 de agosto de 2020

Vigésimo segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

San Pedro era un personaje con una personalidad  destacada de tal manera que sobresalía sobre todos los compañeros por su manera de ser y obrar, sin que nada hiciera. Por eso Jesús, por su providencia divina, le concedió la autoridad jurídica, sobrenatural, para ser el fundamento  de su Iglesia, empresa sobrenatural que supera todo conocimiento.
Por la simple lectura del Evangelio, y más si se medita, se observa que Jesús tenía con San Pedro una íntima amistad. Como sucede en el ambiente familiar, aparecen en el Evangelio palabras extrañas y comportamientos que se explican solamente en círculos de gran amistad. Se pede decir que presenció todos o casi todos los milagros de Jesús.
Estudiando la simpática y atractiva figura de Pedro, a mí se me ocurre concebir su personalidad, más o menos, de la siguiente manera, basándome en las escenas evangélicas interpretadas por mi imaginación.

Era un hombre de estatura mediana y de fuerte complexión física. Cuando en tiempo caluroso faenaba en el mar, ligero de ropa, se podía apreciar en sus brazos una musculatura rígida conseguida por la gimnasia obligada de tirar tantas y tantas veces las redes al mar y subirlas a la barca cargadas de peces. Por estar casi siempre al sol en contacto con las aguas marítimas, en su rostro curtido se acusaban arrugas prematuras que le daban un aspecto de envejecimiento, no teniendo mucho más de treinta años. Tenía unos ojos grandes, de color oscuro indefinido, ligeramente hundios en sus profundas órbitas. Su larga y negra cabellera, salpicada de algunas canas incipientes, y su descuidada barba cerrada daban a su interesante persona una singular prestancia

Con su mirada viva y penetrante filmaba todo lo que veía grabando en el cerebro la especie de todas las cosas. Era tan fisonomista que le bastaba una sola mirada para quedarse con la cara de las personas para siempre. Tenía tan privilegiada memoria que se le quedaba grabada en ella toda cosa que oía o leía. No era un genio, ni un sabio, ni tampoco un teólogo, como San Juan, sino un hombre de mucha inteligencia práctica, conocedor de la vida real, líder por naturaleza y con cualidades excepcionales para el gobierno. No profundizaba más en el conocimiento de la verdad porque se dejaba llevar de la pereza innata. Por su perspicacia cazaba al vuelo el error, sin mayor esfuerzo. Tenía una voluntad de hierro para el trabajo sin que nada se le pusiera por barrera. Perseveraba en su empeño con constancia hasta conseguir todo lo que se proponía. En el trato con la gente era educado, atento y amable, con cualidades temperamentales que infundían  veneración y respeto. En ambiente familiar, en cambio, se mostraba abierto y comunicativo, pero siempre con un trasfondo de seriedad.
Poseía una intuición tan aguda para el gobierno que veía la solución de los problemas en el mismo momento que surgían. Por su temperamento nervioso, inquieto, no podía estarse quieto ni un momento, pues necesitaba estar haciendo siempre alguna cosa. Diseñaba en su cabeza inquieta borradores de objetivos pastorales prácticos, con perspectivas de futuro, que ponía en práctica casi al momento, porque era muy seguro y certero en sus últimas decisiones. Conciliaba la precipitada actividad apostólica con el temple pacífico de la paciencia. Conseguía empresas ministeriales con éxito por el sentido realista que tenía sobre las cosas, el tesón de su voluntad inquebrantable, el esfuerzo constante de su trabajo, y el carisma de líder indiscutible con el que había nacido. Parecía que todo se lo daban hecho. Generalmente vivía absorto en su mundo interior y, a la vez, ocupado totalmente en las cosas que tenía que hacer. Por esta razón se le escapaban detalles de educación y formas sociales, perdonables en él por su incondicional entrega.
No se prestaba al timo porque conocía la picaresca de la vida, pero, sin embargo, por su bondad natural se dejaba llevar del corazón al ejercer la caridad, padeciendo  algunas veces el engaño.
Era de carácter impulsivo, temperamental, de arrebatos momentáneos que parecían contradictorios. En la Santa Cena, en la institución de la Eucaristía, cuando Jesús anunció a sus discípulos que todos le fallarían esa mima noche, él repuso al Señor que aunque todos lo hicieran, él no lo haría jamás (Mt 26,31); y luego huyó por miedo, como los demás. En el huerto de los Olivos, valiente, como un soldado aguerrido en plena lucha, con su espada cortó de un tajo la oreja de Malco para defender al Maestro; y negó al Maestro tres  veces, como ninguno. No llegó al conocimiento de sí mismo hasta que el pecado le enseñó su tremenda debilidad natural, oculta bajo sus excepciones cualidades. El pecado, misterio de maldad, según el Concilio de Trento, es una ofensa a Dios que no se puede entender, y  también un medio de conocimiento propio, comprensión para los pecados de los demás y ocasión para saborear la infinita misericordia de Dios. Por lo que se puede decir, que siendo una desgracia,  es también una “gracia”.
  
Por su inquieto carácter y capacidad creativa, salía airoso de todos los objetivos que se proponía, por lo que, sin pretenderlo, humillaba a sus compañeros, haciéndoles sufrir inconscientemente, sin querer. Debido a las excepcionales dotes que poseía, ocasionaba envidias, inevitables, en la comunidad apostólica y social, y con ellas acomplejaba, en contra de su voluntad, a los que con él compartían la misma vida,
Cuando Jesús hacía una pregunta al grupo de los apóstoles, él se constituía, por propia cuenta, en portavoz del Colegio apostólico, sin haber sido nombrado por nadie; y esto no por arrogarse el poder, sino por su temperamento espontáneo e irreflexivo.
Se notaba a la legua que no era un conferenciante, ni un charlatán, ni un orador de campanillas, sino un fervoroso apóstol que predicaba en estilo llano y sencillo, sin elocuencia, el mensaje que creía y vivía. Lograba mantener la atención de los oyentes, convencer y conseguir que la Palabra de Dios se metiera suavemente dentro de los corazones de los oyentes. Poseía dotes especiales de persuasión y una imaginación tan viva que conseguía hacer vivir los hechos que contaba, como si los que los escuchaban los hubieran presenciado. Se llevaba de calle a la gente porque era expresivo y comunicador con palabras, actitudes y gestos.
Siendo muy humano y sensato, manso y humilde como un cordero, era autoritario en el modo de proceder. Y, como todo ser humano y santo, tenía sus cualidades o virtudes y defectos que voy a imaginar.

Cualidades o virtudes

Me parece que sus principales virtudes eran las siguientes:

  • Amor apasionado a Jesús hasta el incondicional seguimiento; perfecta caridad hasta el punto de amar a todos sin apasionarse por nadie, perdonarlo todo y no guardar en su corazón de oro rencor ni resentimiento.
  • Caritativa comprensión y firmeza dentro de la misericordiosa justicia.
  • Sinceridad para decir siempre la verdad con prudente caridad, porque aborrecía las medias tintas y las “componendas”.
  • Sencillez, como la de un niño inocente, que no conoce dobles intenciones, paréntesis rebuscados, ni puntos suspensivos, cargados de misterios fingidos.
  • Generosidad y desprendimiento, capaz de darlo todo y quedarse sin nada.
  • Abnegación para el trabajo incansable, sin regatear esfuerzo en la entrega a los demás;

Por estas y otras muchas excelentes virtudes inspiraba confianza y seguridad a todos los que estaban a su lado.

Defectos

Era un apóstol, santo por los cuatro costados, pero con algunos defectos temperamentales y morales, entre los que destacamos los que yo me imagino:

  • Demasiada seguridad natural en sí mismo con autosuficiencia y confianza exagerada en sus propias fuerzas.
  • Energía de carácter con prontos temperamentales en las decisiones.
  • Precipitación en realizar muchas obras, sin el debido sosiego.

En su destacada personalidad se daban alternativamente cualidades y defectos contrapuestos:

Contraste de cualidades y defectos

  • Valentía en actos reflejos y miedo en momentos de reflexión.
  • Fortaleza instintiva y debilidad inconsciente.
  • Soberbia psicológica y profunda humildad virtuosa.
  • Espontaneidad infantil y reflexión madura.
  • Precipitación y sensatez.
  • Prisas temperamentales para hacer cosas y paciencia para esperar;
  • Audacia y timidez.
  • Actividad exuberante y pasividad perezosa.
  • Amabilidad educada por fuera y vergüenza superada por dentro.
  • Frialdad o indiferencia aparente y tremendamente apasionado en el corazón por dentro.
  • Dureza de carácter y piadosamente humano y comprensivo.

Luchaba por vencer sus pasiones, superándose a sí mismo en el camino de la perfección evangélica.  En el momento de fervoroso entusiasmo de la Santa Cena estaba ilusamente seguro de sí mismo hasta el punto de dar la vida por Cristo en cualquier momento, si fuera preciso, confiando en fuerzas humanas que no tenía (Jn 13,37-38; Jn 13,37-38; Mt 26,72); y luego, ante la acusación de una simple criada del palacio del Sumo Sacerdote y otros testigos negó al Maestro  muchas veces en tres ocasiones diferentes (Mt 26,72
Así es como yo imagino a San Pedro, el Apóstol de Jesucristo, primer Papa de la Historia de la Iglesia.

El santo es un hombre perfectible que se hace perfecto con la gracia de Dios y su esfuerzo personal en la lucha de la vida. La santidad es una empresa limitada entre Dios y el cristiano en la que Dios pone el capital de la gracia y el hombre el trabajo. Los defectos temperamentales no siempre obstruyen la circulación de la gracia sino que reconocidos, trabajados por ser superados y confesados, se convierten  en méritos. Algunos están tan arraigados en la constitución de la naturaleza del hombre que no se pueden extirpar del todo en la vida, pero no son evaluados por Dios, como ofensas, sino como premios por la lucha que se mantiene por conseguir la santidad.
 
           

sábado, 22 de agosto de 2020

Vigésimo primer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A


 
Como respuesta a la primera lectura, todos juntos hemos proclamado a Dios Padre: ¡Señor, tu misericordia es eterna!.

Vamos a hacer unas breves reflexiones en torno a esta frase que no se puede entender sin fe, porque realmente Dios es infinitamente misericordioso como nos dice la Palabra de Dios, pero humanamente no lo parece siempre.
Misericordia es una palabra compuesta de dos palabras, latinas: miserum y cor, que quieren decir miseria y corazón. Misericordia, por tanto, significa tener un corazón que se compadece de las miserias de los hombres, propias de uno mismo o de los demás; y no implica tratar de solucionarlas porque no siempre esto está en las manos del hombre.

Realmente si analizamos la misericodia de Dios respecto a las miserias de los hombres, parece que lo razonable sería que, Dios, bueno y misericordioso, se apiadara de nuestros males y los medediara, porque todo lo puedo. Sin embargo, no siempre es así, por tanto, juzgando las cosas como humanamente nos parce, Dios no parece misericordioso. Vamos a explicar este misterio con argumento de fe.

Es evidente que en el mundo hay miserias materiales en la Tierra, catástrofes naturales, como por ejemplo volcanes, aluviones, inundaciones, terremotos, huracanes, que causan muchas importantes y graves miserias en los hombres y para los hombres. Estas miserias provienen de la Naturaleza y la Naturaleza está creada y gobernada por Dios. ¿De quién dependen estas miserias? ¿Dónde está la misericordia de Dios para los hombres que padecen estas miserias?.

Hay otro tipo de miserias, que los hombres padecen en el cuerpo, como por ejemplo, dolores, enfermedades físicas, hambre. ¿Por qué tantos niños nacen con  enfermedades, y tantísimos padecen hambre en el mundo? Podemos preguntarnos como se pregunta la gente que no tiene fe: ¿Dónde está la misericordia de Dios para con sus hijos, a quienes manda o permite tantos males?

Es verdad que directamente muchas desgracias humanas: hambre, esclavitud, violencia, secuestros, terrorismo… Dependen de la mala administración de los poderes públicos y de la malicia de los hombres, pero hay males corporales que sólo dependen de Dios, como es la enfermedad  y la muerte natural. Se puede decir, ¿no es Dios, Padre Todopoderoso? ¿Por qué permite o quiere tantas miserias? ¿Cómo se concilia Dios misericordioso, que decimos que es Padre, con las miserias que padecen los hombres, que somos sus hijos?

Es verdad que Dios deja a los hombres que obren según su libertad, que puede ser mala en muchos hombres perversos. Pero podemos preguntarnos ¿Dónde está la misericordia de Dios para tantas desgracias humanas, que dependen de ËL, que puede remediarlas, y no las remedia, y  tantas y tantas otras desgracias graves e importantes, que dependen de los hombres, puede impedirlas, y no lo hace?.

Hay otro tipo de males que podemos decir del espíritu, enfermedades psíquicas. ¡Cuántas personas nacen psiquicamente desequilibradas! ¡Cuántas personas contraen enfermedades psiquiátricas en el decurso de la vida por causas conocidas o desconocidas¡ ¡Cuántos matrimonios rotos, hijos y padres en desequilibrio mental! ¡Cuántos casos, podríamos contar cada uno de nosotros, de personas que sufren sin remedio por distintos e inexplicables motivos!. Por eso no es extraño que nos preguntemos: ¿Dónde está la misericordia de Dios, que es Padre, para millares de personas que viven angustiadas sufriendo hasta la locura? Eso se preguntan los que  no tienen fe, pero también nosotros que la tenemos nos hacemos los mismos interrogantes, aunque con la conformidad de que Dios obra siempre el bien, sabiendo que es un bien misterioso con apariencia de mal.

¡Y qué decimos de tantas miserias de pecados que existen en el mundo!. No hay nada más que echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar la malicia de los hombres. ¡Cuántos y cuántos pecados y de cuántas clases! ¿No decimos que la misericordia de Dios es eterna? ¿Por qué permite que existan tantos y tan malos hombres en el mundo, si puede quitarles la vida? ¿Por qué no lo hace?

A todos estos interrogantes que se formula el hombre, el Concilio Vaticano II dice en sus documento Gaudium et spes que la respuesta está en la fe en Cristo, que, siendo Dios, si hizo hombre, vivió, padeció, murió y resucitó para salvar a los hombres de la muerte eterna. Expliquemos un poco esto.

Dios es padre, y quiere el bien supremo y último de todos los hombres, que es la salvación eterna, en el cielo, visión eterna de Dios y gozo para siempre. Pero el bien supremo necesita muchas veces males temporales como medio, necesarios para conseguir la felicidad eterna. Porque el mal temporal tiene razón de bien eterno.

Dios no quiere ni permite males en sí mismos, males por males, sino males de los que nos vienen  bienes, como dice el refrán castellano: “No hay mal que por bien no venga”. A los ojos de Dios, ¿qué el mal, que es el bien?. El mal es el que nos perjudica para nuestra salvación, que tiene su última razón en sí mismo y en su fin supremo, pero no es mal el que tiene razón de medio temporal, circunstancial, pero en su fin es un bien, porque nos conduce a la salvación eterna; y el bien es aquel que en su propia naturaleza nos induce a la salvación que es el bien eterno al que aspira al hombre. El bien y el mal, en sentido teológico, no están establecidos por la razón humana, ni por el consenso de los filósofos del tiempo, ni por votación de acuerdo de mayoría de votos de un parlamento democrático.

El bien y el mal están insinuados en la conciencia del hombre con dos principios generales, que constituyen la ley moral natural: hacer el bien y evitar el mal. Están explicados por los diez mandamientos de la ley de Dios, ley divina, y resumidos por Cristo en el Evangelio, ley evangélica: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Y el modo con que hay que entender la ley natural, la ley divina y la ley evangélica está enseñado por el magisterio auténtico y perenne de la Iglesia.

La misericordia de Dios es eterna, hemos proclamado en el salmo responsorial. ¿Cómo decimos que es eterna, si el mal es temporal y circunstancial? La misericordia no existió siempre ni existirá siempre. ¿Por qué se dice que es eterna?.

La misericordia de Dios empezó con el pecado del hombre y terminará con el pecado del hombre al fin de los tiempos. Cuando el mundo se acabe, ya no existirán en el mundo pecado ni misericordia, sino gozo supremo en el cielo, que es el fruto de la misericordia convertida en gozo de Dios para siempre. La misericordia tiene un doble sentido: misericordia, mientras exista la miseria, y misericordia cuando se haya convertido en gloria de Cielo. Luego es eterna. Por eso dice la  Sagrada Escritura: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor”.

En consecuencia Dios tiene misericordia no remediando los males que manda o permite, porque no son males absolutos, sino relativos, y el quererlos o permitirlos es signo de misericordia divina, que no se conoce, pero que es, y no la misericordia humana, que no es misericordia, sino un mal que ni siquiera se vislumbra. Y la misericordia divina es eterna, porque en el mal Dios está queriendo el bien último y el mal eternamente queda convertido en gracia gloriosa. El cielo es, en definitiva, la misericordia de Dios que tuvo en el tiempo la apariencia de un mal temporal y la misericordia, hecha visión y gozo de Dios, eternamente.

Hermanos, pidamos al Señor, especialmente por todos los que padecen miserias, desgracias tremendas, para que el Dios, dador de todo bien, les haga entender lo que significa que la misericordia de Dios es eterna.

sábado, 15 de agosto de 2020

Vigésimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

          El Evangelio de hoy me ofrece una oportunidad para hablar del encuentro que Jesús tuvo con una mujer, conocida en el Evangelio con el nombre de Cananea. Como el tema es muy amplio, solamente haré un comentario espiritual sobre el diálogo de Jesús con la Cananea y su comportamiento extraño, que  los críticos racionalistas juzgan ineducado, duro, poco humano. Y así parece de una simple lectura o estudio de este episodio, juzgado en sentido literal. Pero el Evangelio no es un simple libro histórico sometido a la crítica racional, sino un libro de fe inspirado por el Espíritu Santo, que debe ser interpretado por el magisterio auténtico y perenne de la Iglesia, o meditado o leído a la luz de la fe. Por consiguiente, hay que explicar el pasaje de la Cananea en el sentido místico pretendido por Jesús, que fue la eficacia de la oración para conseguir de Dios gracias materiales o humanas, si se piden con fe, confianza, humildad y perseverancia, tema que explicaré en otra homilía.
           
No sabemos cómo la Cananea, mujer pagana, gentil, siro-fenicia de raza, tuvo noticia de que Jesús se encontraba probablemente en el territorio de Tiro y Sidón, cerca de la frontera de su País. Se enteró por inspiración singular, tal vez, o porque los grandes acontecimientos corren de boca en boca a la velocidad del relámpago. El caso es que esta mujer se presentó en el lugar donde Jesús estaba. Y tan pronto como estuvo en su presencia, se puso a gritarle:
- Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David.

El modo de orar de esta mujer, humanamente considerado, es exaltado en su forma externa, pues no son modos educados pedir una cosa a gritos, pero se justifica por tres razones: porque sería su manera temperamental de ser, porque la angustia que padecía por la posesión diabólica de su hija le tenía desquiciados los nervios, y porque a ella le parecía que pidiendo la curación de su hija con fe, insistentemente y a voces, Jesús le iba a escuchar antes y mejor.

Observo en la petición de esta mujer un detalle muy significativo, que encierra un profundo sentido teológico: pedir para otro lo que uno no necesita, como si fuera propio: Sufría tanto por la posesión diabólica de su hija, que hizo propio su mal y pidió a Jesús como si fuera para ella la curación de su hija:
- “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David, porque mi hija tiene un demonio muy malo”.

Lo más normal del mundo hubiera sido pedir a Jesús directamente la curación de su hija, de esta manera:
“Ten compasión de mi hija que tiene un demonio muy malo”.
Pero no, como si ella tuviera el demonio, pide a Jesús: “Señor, ten compasión de mí”

Es un modo de orar muy teológico hacer propios los males de los demás y pedir al Señor la solución de ellos, como si fueran personales. Y en rigor teológico, como sabemos, en virtud de la comunión de los santos los bienes y males de unos son también bienes y males para otros porque todos los hombres somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo; y, por consiguiente, todo el bien o el mal que uno hace repercute en todo el Cuerpo de Cristo. Por esta razón, no debemos pecar sólo para no ofender a Dios, sino también para no hacer daño a los demás; y debemos hacer todo el bien posible no sólo para enriquecernos nosotros, sino también para enriquecer a los demás con nuestros bienes.

A pesar de que la Cananea pedía a gritos a Jesús el milagro de la curación de su hija, es desconcertante observar que Jesús no le hizo caso, como nos refiere el Evangelio:
- “Él no le respondió nada”.
¿Cómo se explica esta actitud de Jesús? Este silencio desconcertó a sus discípulos tanto que, sorprendidos, se le acercaron a decirle:
“Atiéndela, que viene detrás gritando”.

Probablemente sus discípulos intercedieron en favor de ella para evitar el escándalo que esta mujer venía armando detrás de ellos,  con el fin de quitársela de encima,  más que para que Jesús le hiciera el milagro que pedía. Es un estilo muy humano de proceder, que utilizamos también nosotros: socorrer al que nos molesta con su petición,  para “quitarnos el mochuelo de encima”, valga la frase.
Y Jesús, que todavía no había dicho ni una sola palabra, aparentemente empeoró las cosas:
“Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”

Es verdad que Jesús fue enviado por el Padre para salvar inicialmente a las ovejas de Israel, pero su misión era universal, como lo dijo poco antes de ascender a los Cielos: "Id y predicad el Evangelio a todo el mundo...". Este mandato lo  entendieron bien sus discípulos, porque después de la Ascensión de Jesús, empezaron a predicar la buena noticia por todo el mundo a judíos y gentiles. En esta respuesta del Señor, difícil de entender en sentido literal,  hay que suponer una intención mística: aumentar la fe en esta mujer, a la que atendió poco después, concediéndole el milagro, aunque era extranjera.

A pesar de esta respuesta desconcertante, evasiva, la mujer adelantó el paso y los alcanzó, dice el Evangelio, se postró de rodillas ante Jesús y le pidió con mayor fe y fuerza:
-“Señor, socórreme”.
La Cananea ahora ya no expone el argumento de la enfermedad de su hija, sino un problema puramente personal: “Socórreme, Señor”.
Y Jesús, increíblemente, le respondió con mayor dureza aún:
“No está bien echar a los perros el pan de los hijos”
Y la Cananea, en lugar de enfadarse, cosa lógica y natural, aumentó más su amor a Jesús y su fe en Él. Reconoce que no tiene ella derecho a pedirle ningún favor, porque no era judía, y que el pan del favor era para los hijos y no para ella. Y con más fe y amor repuso:
- “Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”.
Jesús estaba tratando con táctica psicológica y espiritual con una mujer que tenía fe y le amaba, y, por tanto, todo lo que dijera o hiciera estaba bien dicho o hecho. Y, admirado, le respondió:
¡Qué grande es tu fe! Y en aquel momento quedó curada su hija.

Cuando la fe es inquebrantable y se ama al Señor, todo se comprende, aunque nada se entienda, porque se fía uno de Dios y sabe que Él actúa con sabiduría y bondad en todas las cosas; y todo lo que sucede, guste o no guste,  se acepta como expresión de amor de Dios. La Cananea tenía seguridad de que Jesús le iba a conceder la curación de su hija endemoniada, y, por tanto, todo lo que Jesús le decía, que para los extraños resultaba desconcertante, como mínimo, para ella era motivo de más fe y más amor, porque estaba segura de  que todo lo que dijera o hiciera, iba a ser lo mejor.

El diálogo de Jesús con la Cananea no fue un simple diálogo de un hombre con una mujer, en cuyo caso cabe la crítica de la dureza o indiscreción del hombre con la mujer en sus palabras y comportamiento; y cabe también que la mujer se sienta ofendida por no ser escuchada y ser tratada con desaire, cosa que produce necesariamente ofensa entre los hombres. Fue un diálogo de Jesús, Dios, con una mujer, llamada Cananea. Él estaba seguro de que, cualquier cosa que le dijera o hiciera, la recibiría con fe y amor. El santo acepta la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste,  pues, aunque humanamente no quiera lo que Dios quiere, sobrenaturalmente lo quiere porque sabe que es lo mejor.

El verdadero amor a Cristo es Cristo en sí mismo y no el premio que de Él se espera ni el castigo que de Él se teme, como dice preciosamente y con exacto y riguroso sentido teológico y místico los siguientes versos del soneto vulgarmente conocido:

No me mueve mi Dios para quererte
el Cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
....................................................
No me tienes que dar porque te quiera;
Pues, aunque lo que espero no esperara,
Lo mismo que te quiero te quisiera.


viernes, 14 de agosto de 2020

Asunción de María a los Cielos

Hoy celebramos con gran alegría la fiesta de la Asunción de María en cuerpo y alma a los Cielos, un gran misterio de la Virgen, que es como  el colofón de todos sus privilegios.

Todos sabemos que María fue concebida sin pecado y en la plenitud de la gracia, es decir, que en el mismo momento en que ella fue concebida ya en el seno de su madre, y antes de nacer, por un privilegio de excepción, nació sin pecado original, con el que nacemos todos, heredado de nuestros primeros padres, Adán y Eva.

Además de este privilegio de la Inmaculada Concepción, María recibió otros dos importantes: uno que es real y verdaderamente Madre de Dios, la Madre de Jesucristo, que es Dios, el fundamento de todos los privilegios; y otro que fue Madre Virgen en cuanto al modo, pues concibió por obra y gracia del Espíritu Santo y no por obra de varón, como conciben todas las mujeres de la Tierra.

A María Santísima no le correspondía la muerte, porque la muerte es castigo del pecado, y Ella no pecó. Sin embargo, murió y resucitó para que haya un paralelismo entre Jesucristo y María. Así como Jesucristo, por ser Dios, no tuvo pecado, porque realmente el pecado es incompatible con Dios,  y sin embargo murió para redimirnos, de la misma manera, María Santísima, por ser Inmaculada, no debería estar sometida a la muerte, castigo del pecado, que nunca tuvo. Pero por ser juntamente con Cristo Corredentora, debió morir. Murió y resucitó para corredimir con Cristo los pecados de todos los hombres.

Jesucristo podría haber redimido al hombre sin morir, y, por supuesto, sin padecer, e incluso sin nacer. Desde el Cielo, Dios pudiera haber dicho a Adán y Eva: Os perdono. Y no tenía por qué haberse hecho hombre, ni tenía por qué haber predicado el Evangelio, ni sufrir, ni morir. Pero para dar sentido a todos los dolores del hombre, y para mayor amor, Dios, en la Persona divina de su Hijo, Jesús, asumió toda la naturaleza humana, menos el pecado, y así dio sentido a la vida humana en todas sus dimensiones.

Nació como cualquier ser humano, vivió como cualquier niño, estuvo en Nazaret viviendo la vida oculta, como cualquier hombre dedicado al trabajo, padeció y murió para resucitar. Y por esto, hermanos, tienen sentido, desde el punto de vista de la fe, la vida, el dolor y la muerte.

María Santísima, que no tenia por qué morir. Murió igual que Jesucristo para ser corredentora con Cristo de los pecados del hombre, para dar un sentido espiritual y transcendente a nuestra muerte, que nos asusta y no disgusta, aunque no es un "coco”, sino una necesidad para resucitar.

El Papa Pío XII en el documento de definición dogmática sobre la Inmaculada Concepción no dice nada sobre su muerte, sino que afirma que después de su vida terrestre fue asunta a los Cielos en cuerpo y alma. Sin embargo, la tradición de la Iglesia, principalmente de Oriente hasta nuestros días, cree que María Santísima murió, hecho reflejado en la liturgia y en diversas representaciones.

En la parroquia nuestra al final de la Iglesia, junto a la capilla de las Vírgenes, tenemos este misterio representado: la muerte o dormición de María en una urna de cristal, y encima la Asunción en cuerpo y alma a los Cielos.

María Santísima, aunque ya en la tierra era Madre de todos los hombres, desde que está en el Cielo lo es en mayor plenitud gloriosa, porque es también Madre de los santos en visión y gozo de Dios, siendo también Reina de ángeles y de toda la Creación.

En el Cielo tenemos a nuestra Madre, a la que debemos imitar en su vida sencilla y humana y acudir a Ella para pedirle todas las gracias que necesitemos.

Si nos fijamos en el Evangelio, comprobamos lo que hizo María durante el tiempo de su vida, que no sabemos cuánto tiempo duró: nada importante, si es que se puede decir que no es nada importante el servicio doméstico. Pero no es así, pues el hacer cualquier cosa por amor a Dios, por pequeña e insignificante que sea, en estado de gracia, tiene precio de Cielo. Por tanto, hermanos, nuestro trabajo ordinario de ama de casa, de oficina, del taller; y nuestro trabajo extraordinario, hecho ordinario, tiene un valor infinito de gloria eterna.

Hermanos, podemos santificarnos con el trabajo de cada día, porque Jesucristo, Dios, con su trabajo dio valor sobrenatural al nuestro. Y porque María trabajó y sufrió, también nuestra vida, trabajo y dolor tienen explicación de valor eterno.


Pidamos a nuestra Madre, que está en el Cielo, que la imitemos en la tierra, y que con nuestra vida, trabajos, sufrimientos y gozos merezcamos gozar con Ella del Cielo, siendo eternamente hijos glorificados de la Madre de Dios, que pienso será también Madre de la gloria del Cielo que esperamos gozar.

sábado, 8 de agosto de 2020

Décimo noveno domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A


¡NO TENGÁIS MIEDO!

Anochecía. El Sol, perdiendo la fuerza de su calor, se escondía por el horizonte grisáceo, despidiendo destellos de luz rojiza. Nubes aborregadas, traspasadas por rayos esporádicos, presagiaban lluvia y tormenta. El medio ambiente, húmedo y caluroso acogía a la noche con señales de alerta. Los discípulos embarcados se alejaban lentamente de la playa, visiblemente preocupados, rumbo a Betsaida. Cuando la barca había recorrido la mitad del camino, se desató un fuerte viento, en forma de huracán, que empezó a azotar las aguas creando montañas de olas encrespadas, que chocaban unas con otras en furiosa pelea. La barca cabalgaba descompasadamente amenazando hundimiento, sin que los esfuerzos de los recios pescadores, hechos a la mar, pudieran hacerse con ella. Los discípulos se miraron unos a otros asustados por el fuerte temporal, que parecía se los iba a tragar a todos de un bocado.

Jesús, desde lo alto de la montaña, sin perder el estado elevado de su profunda contemplación divina, observaba el crítico momento en que se encontraban sus amigos. Y compadecido del inminente peligro, decidió ir hacia ellos andando sobre las aguas. San Marcos nos dice que “viendo con qué fatiga remaban, porque tenían viento contrario, fue de madrugada en dirección a ellos andando por el lago” (Mc 6,48).
              
           Uno de los discípulos fijó sus ojos en el mar en dirección a Betsaida para ver si por aquella parte venía la calma, y observó a lo lejos un objeto no identificado, que aparecía y desaparecía entre las olas, avanzado rápidamente hacia la barca. Y, muerto de miedo, dio un fuerte grito diciendo:

-         ¡Un fantasma, un fantasma!


Los marinos judíos, como otros pueblos orientales, especialmente Egipto, creían a pie "juntillas" en los fantasmas marítimos.
Ante la aparición fantástica, todos contagiados por el mismo terror, alborotados, prorrumpieron en gritos de espanto:

          - ¡Un fantasma, un fantasma!

Jesús se acercó a sus discípulos lentamente haciendo ademán de pasar de largo. De repente, se detuvo; y a unos cuantos metros de distancia, dijo con tono familiarmente cariñoso:

-         “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!” (Mt 14,27).

Entonces acaeció una singular escena que sólo cuenta Mateo. Pedro para disipar  sus dudas sobre el posible fantasma y estar seguro de que realmente era Jesús dijo: 

            - “Señor, si  eres Tú, mándame acercarme a ti andando sobre el agua” (Mt 14,28).

         Estudiada objetivamente esta frase, tal como suena, y justificando con todo respeto la intención personal de Pedro, que sin duda fue santa, parece una petición milagrosa, desproporcionada a las circunstancias, “egoísta” y defectuosa en la fe: Demuéstrame que eres Tú, para que todos salgamos de dudas, haciéndome a mí solo el milagro de ir a Ti, sin hundirme en las aguas; a los demás, déjalos en la barca.
           
            La petición más oportuna y consecuente para ese momento hubiera sido, por  ejemplo, esta u otra parecida: 
            “Señor, si eres Tú, ven con nosotros, ayúdanos, calma la tempestad, échanos una mano...” Y nunca: demuéstranos que eres Tú haciendo que yo camine sobre las aguas, para que todos creamos en Ti.       
            Jesús escuchó la oración de Pedro y le dijo:

-         Ven

     Entonces Pedro dio un salto desde la barca a las aguas y, empujado por la fuerza del amor y la profunda fe, echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús, como si por un camino de tierra firme se tratara. De repente, al verse solo en medio de tumultuosas olas, fuertemente sacudidas por la fuerza del viento, sintió pánico, le falló la fe y empezó a hundirse lentamente en las aguas. Y fuera de sí, desencajado y aterrado, gritó con tono expresivamente patético:

-         “¡Sálvame, Señor!

 Jesús extendió en seguida la mano, lo agarró y le dijo:

-         ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?” (Mt 14,31). 

   Cesó súbitamente el viento y las coléricas pasiones del mar quedaron amansadas. Y todos los discípulos, locos de alegría por tener de nuevo al Maestro con ellos en la barca, hicieron de ella un santuario, se postraron ante Él y le adoraron diciendo:
“Realmente eres el Hijo de Dios” (Mt 14,33).

Después, Jesús y sus doce discípulos, surcando las aguas pacificas del lago, recorrieron en poco tiempo el camino que les faltaba para llegar a la ribera occidental de Genesaret, Betsaida, situada a unos tres kilómetros de Cafarnaún.

No debemos importunar al Señor pidiendo gracias inconsecuentes que no necesitamos. Él no escucha muchas veces las gracias que le pedimos, porque Él sabe, y nosotros no, que no son realmente necesarias para la vida eterna, según su santísima voluntad. Pedimos, por ejemplo, el milagro de la salud, y no se nos concede, porque tal vez la enfermedad puede ser el único medio o el mejor para nuestra conversión, la de otros o para un bien desconocido, que sólo sabe Dios. La crucifixión de Dimas, el buen ladrón, el mejor de los ladrones porque supo robar el corazón de Jesús, sirvió precisamente para que él se arrepintiera de sus pecados y ganara el Cielo en un instante. 

No nos ama el Señor más cuando nos concede aquello que nos gusta, nos interesa, mejor se ajusta a nuestros caprichos o necesidades, que cuando nos manda la cruz dolorosa, que por ningún motivo queremos. Nos quiere de igual manera, y más quizás, aunque la carne se revuelva contra el espíritu y nos parezca que el dolor no tiene sentido de parte de un Dios que es Padre. Es natural que nos guste más el gozo del amor, siempre deseado, que el sufrimiento del dolor que se rechaza por naturaleza. El amor al dolor, por el dolor, es una filosofía excéntrica. Sólo tiene sentido como medio para un bien, expresión del amor o motivos religiosos. Por eso Jesús, hombre Dios, padeció y murió en la cruz para redimirnos del pecado por amor.

No tengáis miedo, confiad en Él, porque Dios nos ama siempre de todas formas, y mucho, aunque no nos lo parezca. Y nos ama a cada uno tanto cuanto un Dios puede amar y como si cada uno fuera la única persona del mundo, objeto exclusivo de su amor infinito. No tengáis miedo, tened fe, que Dios nunca nos abandona, aunque parezca que no nos hace caso.















sábado, 1 de agosto de 2020

Décimo octavo domingo. Tiempo ordinario.Ciclo A


 EL AMOR A CRISTO
            
           Al simple cristiano de a pie, que quiera seguir a Cristo y amarle, el texto de la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de hoy, que San Pablo escribió a los romanos, le puede asombrar, asustar y hasta acomplejar, pues en él se expresa el amor que el apóstol tuvo a Cristo tan elevado y admirable, que no está al alcance de cualquiera. ¿Quién es capaz de amar a Cristo como San Pablo? Nada ni nadie le podían apartar del amor a Cristo: “ni la aflicción, ni la persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni cualquier peligro, ni la espada, ni la muerte, ni la vida, ni ninguna criatura, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podían apartarle del amor a Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”.

            En cambio, nosotros, pobres cristianos, amamos a Cristo, humanamente,  en medio de luchas constantes con las pasiones, debilidades, pecados, miserias, con  pobreza de corazón, apegados a las personas y a las cosas. Y al comparar nuestro amor raquítico a Cristo con el heroico que le tuvo San Pablo, nos sentimos acomplejados, desanimados, sin ganas de seguir adelante, queriendo dejarlo todo y tirarlo por la borda.

Porque las personas que no nos gustan y las cosas adversas nos afligen hasta el extremo de la angustia y depresión; porque tenemos miedo a ser señalados como cristianos en nuestro propio ambiente, tan mundano, en el que no se aprecia ser cristiano e incluso es motivo de persecución; porque nos gusta el dinero y rechazamos la pobreza, nos descontrolamos ante las contrariedades, nos derrumbamos ante las enfermedades, y tememos perder la vida; porque nos asusta el presente, tan lleno de vicios y pecados, nos da pánico el futuro, tan incierto, y temblamos ante la vida y la muerte; porque nos atraen las criaturas, nos apegamos a ellas y vivimos esclavos de las cosas, con ansias de poder y dominio. Por eso, admirando el estilo del amor que San Pablo tenía a Cristo, nos desfondamos y nos dan ganas de plantarnos y dejarnos llevar de la corriente de los tiempos, pues nos da la sensación que hacemos el paripé de ser cristiano y amar a Cristo.
             
        Quizás podremos superar este desánimo o tentación haciendo unas reflexiones sobre el amor a Cristo.

            El hombre nace con deficiencias e imperfecciones en el ser, en el modo de pensar, querer y obrar, por culpa del pecado original. Ninguno es exactamente igual a los otros, de manera que cada persona es única en el ser y en el obrar. Por tanto, piensa, quiere y ama como es, con las imperfecciones en el ser y en el obrar y con la personalidad con que ha nacido y va adquiriendo con la educación a distintos niveles.

Estos factores son determinantes para evaluar los actos personales del hombre, porque nadie piensa igual, obra por los mismos motivos, tiene la misma sensibilidad y ama de la misma manera.

En el mundo, como hemos comprobado en nuestros estudios y constatamos en la Sociedad, hay hombres inteligentes con evaluación de suspenso, aprobado, notable, sobresaliente, matricula de honor, y hasta sabios que penetran los conocimientos de la ciencia hasta una profundidad que parece increíble. Y de la misma manera hay personas que son diferentes en el modo de amar en grados muy distintos y motivaciones diversas. Y por eso, hay santos que amaron y aman a Cristo con un corazón humano común, y santos que amaron a Cristo como San Pablo, con una locura cuerda que supera el común de los mortales, debido a que fue una excepcional persona, que habiendo perseguido a Cristo, se convirtió llegando a ser uno de los apóstoles más enamorados de Él con apasionamiento temperamental, dispuesto a sufrir por Él todos los padecimientos de este mundo.

Así nos lo explica el libro de los Hechos de los Apóstoles: “Respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores de Cristo, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén” (Hch 9,1-2).

            Para sembrar la esperanza y la paz a los muchos cristianos desconcertados ante la vida de santos eminentes, excepcionales, heroicos, vamos a explicar los principios generales de la santidad, para que cada uno, secundando la gracia que ha recibido del Espíritu Santo, sea santo según la vocación que ha recibido de Dios.

            La santidad consiste en la unión permanente con Dios, que se manifiesta en la vivencia de la gracia santificante, como principio radical. Se consigue con el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios, de manera que el incumplimiento de uno de ellos en materia grave, rompe la amistad con Dios y pierde la gracia, que puede recuperar con el sacramento de la Confesión, que reconcilia al pecador con Dios, le devuelve la gracia perdida y le reconcilia con la Iglesia. Esta es, digamos, la santidad esencial y primaria.

            Además del cumplimiento de la Ley, el cristiano perfecciona su santidad elemental aceptando la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste, aunque sea con disgusto, a regañadientes, rebeldías, contrariedades, aunque en el cumplimiento la deteriore con imperfecciones. El cristiano no debe limitarse a ser fiel cumplidor de la Ley, sino que la debe cumplir con exigencias de vivencia evangélica, asimilando en su propia vida el Evangelio en la copia de las virtudes cristianas, vividas con entrega y amor.

            En conclusión es santo el que vive en gracia de Dios, acepta como gracias las cruces que le sobrevienen en la vida, con resignación al menos, o  conformidad con la voluntad de Dios o con la alegría espiritual, conciliable con la pena y el sufrimiento humano. Como cada hombre es diferente, cada santo es también distinto en grado, según la gracia de su propia vocación que ha recibido del Espíritu Santo para la santidad, y la correspondencia a ella y a las múltiples gracias que secunde con su esfuerzo personal en las obras.

Cada cristiano tiene que ser tan santo como Dios le pide y debe según los dones que del Espíritu Santo ha recibido. De modo que podríamos decir que hay santos de tercera división, que son aquellos que viven siempre en gracia, cumpliendo los mandamientos de la ley de Dios, de la Santa Madre Iglesia, y las obligaciones propias de estado y el trabajo. Santos de segunda división que son aquellos que además ejercitan las virtudes cristianas de modo eminente; y santos de primera división que son aquellos que además viven la gracia de Dios de modo heroico. Sé tú tan santo como debes y puedes, y que los demás sean como Dios quiere y ellos pueden.