EL AMOR A CRISTO
Al simple cristiano de a pie, que quiera
seguir a Cristo y amarle, el texto de la segunda lectura de la liturgia de la
Palabra de hoy, que San Pablo escribió a los romanos, le puede asombrar,
asustar y hasta acomplejar, pues en él se expresa el amor que el apóstol tuvo a
Cristo tan elevado y admirable, que no está al alcance de cualquiera. ¿Quién es
capaz de amar a Cristo como San Pablo? Nada ni nadie le podían apartar del amor
a Cristo: “ni la aflicción, ni la persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni
cualquier peligro, ni la espada, ni la muerte, ni la vida, ni ninguna criatura,
ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni
profundidad, ni criatura alguna podían apartarle del amor a Dios, manifestado
en Cristo Jesús, Señor nuestro”.
En cambio, nosotros, pobres
cristianos, amamos a Cristo, humanamente,
en medio de luchas constantes con las pasiones, debilidades, pecados,
miserias, con pobreza de corazón,
apegados a las personas y a las cosas. Y al comparar nuestro amor raquítico a
Cristo con el heroico que le tuvo San Pablo, nos sentimos acomplejados,
desanimados, sin ganas de seguir adelante, queriendo dejarlo todo y tirarlo por
la borda.
Porque las personas que no nos
gustan y las cosas adversas nos afligen hasta el extremo de la angustia y
depresión; porque tenemos miedo a ser señalados como cristianos en nuestro
propio ambiente, tan mundano, en el que no se aprecia ser cristiano e incluso
es motivo de persecución; porque nos gusta el dinero y rechazamos la pobreza,
nos descontrolamos ante las contrariedades, nos derrumbamos ante las
enfermedades, y tememos perder la vida; porque nos asusta el presente, tan
lleno de vicios y pecados, nos da pánico el futuro, tan incierto, y temblamos
ante la vida y la muerte; porque nos atraen las criaturas, nos apegamos a ellas
y vivimos esclavos de las cosas, con ansias de poder y dominio. Por eso,
admirando el estilo del amor que San Pablo tenía a Cristo, nos desfondamos y
nos dan ganas de plantarnos y dejarnos llevar de la corriente de los tiempos,
pues nos da la sensación que hacemos el paripé de ser cristiano y amar a
Cristo.
Quizás
podremos superar este desánimo o tentación haciendo unas reflexiones sobre el
amor a Cristo.
El
hombre nace con deficiencias e imperfecciones en el ser, en el modo de pensar,
querer y obrar, por culpa del pecado original.
Ninguno es exactamente igual a los otros, de manera que cada persona es única
en el ser y en el obrar. Por tanto, piensa, quiere y ama como es, con las
imperfecciones en el ser y en el obrar y con la personalidad con que ha nacido
y va adquiriendo con la educación a distintos niveles.
Estos factores son determinantes
para evaluar los actos personales del hombre, porque nadie piensa igual, obra
por los mismos motivos, tiene la misma sensibilidad y ama de la misma manera.
En el mundo, como hemos
comprobado en nuestros estudios y constatamos en la Sociedad, hay hombres
inteligentes con evaluación de suspenso, aprobado, notable, sobresaliente,
matricula de honor, y hasta sabios que penetran los conocimientos de la ciencia
hasta una profundidad que parece increíble. Y de la misma manera hay personas
que son diferentes en el modo de amar en grados muy distintos y motivaciones
diversas. Y por eso, hay santos que amaron y aman a Cristo con un corazón
humano común, y santos que amaron a Cristo como San Pablo, con una locura
cuerda que supera el común de los mortales, debido a que fue una excepcional
persona, que habiendo perseguido a Cristo, se convirtió llegando a ser uno de
los apóstoles más enamorados de Él con apasionamiento temperamental, dispuesto
a sufrir por Él todos los padecimientos de este mundo.
Así nos lo explica el libro de
los Hechos de los Apóstoles: “Respirando todavía amenazas y muertes contra los
discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote y le pidió cartas para las
sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores de Cristo,
hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén” (Hch 9,1-2).
Para
sembrar la esperanza y la paz a los muchos cristianos desconcertados ante la
vida de santos eminentes, excepcionales, heroicos, vamos a explicar los
principios generales de la santidad, para que cada uno, secundando la gracia
que ha recibido del Espíritu Santo, sea santo según la vocación que ha recibido
de Dios.
La
santidad consiste en la unión permanente con Dios, que se manifiesta en la
vivencia de la gracia santificante, como principio radical. Se consigue con el
cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios, de manera que el
incumplimiento de uno de ellos en materia grave, rompe la amistad con Dios y
pierde la gracia, que puede recuperar con el sacramento de la Confesión, que
reconcilia al pecador con Dios, le devuelve la gracia perdida y le reconcilia
con la Iglesia. Esta es, digamos, la santidad esencial y primaria.
Además
del cumplimiento de la Ley, el cristiano perfecciona su santidad elemental
aceptando la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste, aunque
sea con disgusto, a regañadientes, rebeldías, contrariedades, aunque en el
cumplimiento la deteriore con imperfecciones. El cristiano no debe limitarse a
ser fiel cumplidor de la Ley, sino que la debe cumplir con exigencias de
vivencia evangélica, asimilando en su propia vida el Evangelio en la copia de
las virtudes cristianas, vividas con entrega y amor.
En
conclusión es santo el que vive en gracia de Dios, acepta como gracias las
cruces que le sobrevienen en la vida, con resignación al menos, o conformidad con la voluntad de Dios o con la
alegría espiritual, conciliable con la pena y el sufrimiento humano. Como cada
hombre es diferente, cada santo es también distinto en grado, según la gracia
de su propia vocación que ha recibido del Espíritu Santo para la santidad, y la
correspondencia a ella y a las múltiples gracias que secunde con su esfuerzo
personal en las obras.
Cada cristiano tiene que ser tan
santo como Dios le pide y debe según los dones que del Espíritu Santo ha
recibido. De modo que podríamos decir que hay santos de tercera división, que
son aquellos que viven siempre en gracia, cumpliendo los mandamientos de la ley
de Dios, de la Santa Madre Iglesia, y las obligaciones propias de estado y el
trabajo. Santos de segunda división que son aquellos que además ejercitan las
virtudes cristianas de modo eminente; y santos de primera división que son
aquellos que además viven la gracia de Dios de modo heroico. Sé tú tan santo
como debes y puedes, y que los demás sean como Dios quiere y ellos pueden.
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