sábado, 15 de agosto de 2020

Vigésimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

          El Evangelio de hoy me ofrece una oportunidad para hablar del encuentro que Jesús tuvo con una mujer, conocida en el Evangelio con el nombre de Cananea. Como el tema es muy amplio, solamente haré un comentario espiritual sobre el diálogo de Jesús con la Cananea y su comportamiento extraño, que  los críticos racionalistas juzgan ineducado, duro, poco humano. Y así parece de una simple lectura o estudio de este episodio, juzgado en sentido literal. Pero el Evangelio no es un simple libro histórico sometido a la crítica racional, sino un libro de fe inspirado por el Espíritu Santo, que debe ser interpretado por el magisterio auténtico y perenne de la Iglesia, o meditado o leído a la luz de la fe. Por consiguiente, hay que explicar el pasaje de la Cananea en el sentido místico pretendido por Jesús, que fue la eficacia de la oración para conseguir de Dios gracias materiales o humanas, si se piden con fe, confianza, humildad y perseverancia, tema que explicaré en otra homilía.
           
No sabemos cómo la Cananea, mujer pagana, gentil, siro-fenicia de raza, tuvo noticia de que Jesús se encontraba probablemente en el territorio de Tiro y Sidón, cerca de la frontera de su País. Se enteró por inspiración singular, tal vez, o porque los grandes acontecimientos corren de boca en boca a la velocidad del relámpago. El caso es que esta mujer se presentó en el lugar donde Jesús estaba. Y tan pronto como estuvo en su presencia, se puso a gritarle:
- Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David.

El modo de orar de esta mujer, humanamente considerado, es exaltado en su forma externa, pues no son modos educados pedir una cosa a gritos, pero se justifica por tres razones: porque sería su manera temperamental de ser, porque la angustia que padecía por la posesión diabólica de su hija le tenía desquiciados los nervios, y porque a ella le parecía que pidiendo la curación de su hija con fe, insistentemente y a voces, Jesús le iba a escuchar antes y mejor.

Observo en la petición de esta mujer un detalle muy significativo, que encierra un profundo sentido teológico: pedir para otro lo que uno no necesita, como si fuera propio: Sufría tanto por la posesión diabólica de su hija, que hizo propio su mal y pidió a Jesús como si fuera para ella la curación de su hija:
- “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David, porque mi hija tiene un demonio muy malo”.

Lo más normal del mundo hubiera sido pedir a Jesús directamente la curación de su hija, de esta manera:
“Ten compasión de mi hija que tiene un demonio muy malo”.
Pero no, como si ella tuviera el demonio, pide a Jesús: “Señor, ten compasión de mí”

Es un modo de orar muy teológico hacer propios los males de los demás y pedir al Señor la solución de ellos, como si fueran personales. Y en rigor teológico, como sabemos, en virtud de la comunión de los santos los bienes y males de unos son también bienes y males para otros porque todos los hombres somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo; y, por consiguiente, todo el bien o el mal que uno hace repercute en todo el Cuerpo de Cristo. Por esta razón, no debemos pecar sólo para no ofender a Dios, sino también para no hacer daño a los demás; y debemos hacer todo el bien posible no sólo para enriquecernos nosotros, sino también para enriquecer a los demás con nuestros bienes.

A pesar de que la Cananea pedía a gritos a Jesús el milagro de la curación de su hija, es desconcertante observar que Jesús no le hizo caso, como nos refiere el Evangelio:
- “Él no le respondió nada”.
¿Cómo se explica esta actitud de Jesús? Este silencio desconcertó a sus discípulos tanto que, sorprendidos, se le acercaron a decirle:
“Atiéndela, que viene detrás gritando”.

Probablemente sus discípulos intercedieron en favor de ella para evitar el escándalo que esta mujer venía armando detrás de ellos,  con el fin de quitársela de encima,  más que para que Jesús le hiciera el milagro que pedía. Es un estilo muy humano de proceder, que utilizamos también nosotros: socorrer al que nos molesta con su petición,  para “quitarnos el mochuelo de encima”, valga la frase.
Y Jesús, que todavía no había dicho ni una sola palabra, aparentemente empeoró las cosas:
“Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”

Es verdad que Jesús fue enviado por el Padre para salvar inicialmente a las ovejas de Israel, pero su misión era universal, como lo dijo poco antes de ascender a los Cielos: "Id y predicad el Evangelio a todo el mundo...". Este mandato lo  entendieron bien sus discípulos, porque después de la Ascensión de Jesús, empezaron a predicar la buena noticia por todo el mundo a judíos y gentiles. En esta respuesta del Señor, difícil de entender en sentido literal,  hay que suponer una intención mística: aumentar la fe en esta mujer, a la que atendió poco después, concediéndole el milagro, aunque era extranjera.

A pesar de esta respuesta desconcertante, evasiva, la mujer adelantó el paso y los alcanzó, dice el Evangelio, se postró de rodillas ante Jesús y le pidió con mayor fe y fuerza:
-“Señor, socórreme”.
La Cananea ahora ya no expone el argumento de la enfermedad de su hija, sino un problema puramente personal: “Socórreme, Señor”.
Y Jesús, increíblemente, le respondió con mayor dureza aún:
“No está bien echar a los perros el pan de los hijos”
Y la Cananea, en lugar de enfadarse, cosa lógica y natural, aumentó más su amor a Jesús y su fe en Él. Reconoce que no tiene ella derecho a pedirle ningún favor, porque no era judía, y que el pan del favor era para los hijos y no para ella. Y con más fe y amor repuso:
- “Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”.
Jesús estaba tratando con táctica psicológica y espiritual con una mujer que tenía fe y le amaba, y, por tanto, todo lo que dijera o hiciera estaba bien dicho o hecho. Y, admirado, le respondió:
¡Qué grande es tu fe! Y en aquel momento quedó curada su hija.

Cuando la fe es inquebrantable y se ama al Señor, todo se comprende, aunque nada se entienda, porque se fía uno de Dios y sabe que Él actúa con sabiduría y bondad en todas las cosas; y todo lo que sucede, guste o no guste,  se acepta como expresión de amor de Dios. La Cananea tenía seguridad de que Jesús le iba a conceder la curación de su hija endemoniada, y, por tanto, todo lo que Jesús le decía, que para los extraños resultaba desconcertante, como mínimo, para ella era motivo de más fe y más amor, porque estaba segura de  que todo lo que dijera o hiciera, iba a ser lo mejor.

El diálogo de Jesús con la Cananea no fue un simple diálogo de un hombre con una mujer, en cuyo caso cabe la crítica de la dureza o indiscreción del hombre con la mujer en sus palabras y comportamiento; y cabe también que la mujer se sienta ofendida por no ser escuchada y ser tratada con desaire, cosa que produce necesariamente ofensa entre los hombres. Fue un diálogo de Jesús, Dios, con una mujer, llamada Cananea. Él estaba seguro de que, cualquier cosa que le dijera o hiciera, la recibiría con fe y amor. El santo acepta la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste,  pues, aunque humanamente no quiera lo que Dios quiere, sobrenaturalmente lo quiere porque sabe que es lo mejor.

El verdadero amor a Cristo es Cristo en sí mismo y no el premio que de Él se espera ni el castigo que de Él se teme, como dice preciosamente y con exacto y riguroso sentido teológico y místico los siguientes versos del soneto vulgarmente conocido:

No me mueve mi Dios para quererte
el Cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
....................................................
No me tienes que dar porque te quiera;
Pues, aunque lo que espero no esperara,
Lo mismo que te quiero te quisiera.


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