¡NO TENGÁIS MIEDO!
Anochecía. El Sol, perdiendo la fuerza de su calor,
se escondía por el horizonte grisáceo, despidiendo destellos de luz rojiza. Nubes
aborregadas, traspasadas por rayos esporádicos, presagiaban lluvia y tormenta.
El medio ambiente, húmedo y caluroso acogía a la noche con señales de alerta.
Los discípulos embarcados se alejaban lentamente de la playa, visiblemente
preocupados, rumbo a Betsaida. Cuando la barca había recorrido la mitad del
camino, se desató un fuerte viento, en forma de huracán, que empezó a azotar
las aguas creando montañas de olas encrespadas, que chocaban unas con otras en
furiosa pelea. La barca cabalgaba descompasadamente amenazando hundimiento, sin
que los esfuerzos de los recios pescadores, hechos a la mar, pudieran hacerse
con ella. Los discípulos se miraron unos a otros asustados por el fuerte
temporal, que parecía se los iba a tragar a todos de un bocado.
Jesús, desde lo alto de la montaña, sin perder el
estado elevado de su profunda contemplación divina, observaba el crítico
momento en que se encontraban sus amigos. Y compadecido del inminente peligro,
decidió ir hacia ellos andando sobre las aguas. San Marcos nos dice que “viendo
con qué fatiga remaban, porque tenían viento contrario, fue de madrugada en
dirección a ellos andando por el lago” (Mc 6,48).
Uno de los discípulos fijó sus ojos
en el mar en dirección a Betsaida para ver si por aquella parte venía la calma,
y observó a lo lejos un objeto no identificado, que aparecía y desaparecía
entre las olas, avanzado rápidamente hacia la barca. Y, muerto de miedo, dio un
fuerte grito diciendo:
-
¡Un fantasma, un fantasma!
Los marinos judíos, como otros pueblos orientales,
especialmente Egipto, creían a pie "juntillas" en los fantasmas
marítimos.
Ante la aparición fantástica, todos contagiados por
el mismo terror, alborotados, prorrumpieron en gritos de espanto:
- ¡Un fantasma, un fantasma!
Jesús se acercó a sus discípulos lentamente haciendo
ademán de pasar de largo. De repente, se detuvo; y a unos cuantos metros de
distancia, dijo con tono familiarmente cariñoso:
-
“¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!”
(Mt 14,27).
Entonces acaeció una singular escena que sólo cuenta
Mateo. Pedro para disipar sus dudas
sobre el posible fantasma y estar seguro de que realmente era Jesús dijo:
- “Señor, si eres Tú, mándame acercarme a ti andando
sobre el agua” (Mt 14,28).
Estudiada objetivamente esta
frase, tal como suena, y justificando con todo respeto la intención personal de
Pedro, que sin duda fue santa, parece una petición milagrosa, desproporcionada
a las circunstancias, “egoísta” y defectuosa en la fe: Demuéstrame que eres Tú,
para que todos salgamos de dudas, haciéndome a mí solo el milagro de ir a Ti,
sin hundirme en las aguas; a los demás, déjalos en la barca.
La petición más oportuna y consecuente para ese
momento hubiera sido, por ejemplo, esta
u otra parecida:
“Señor,
si eres Tú, ven con nosotros, ayúdanos, calma la tempestad, échanos una
mano...” Y nunca: demuéstranos que eres Tú haciendo que yo camine sobre las
aguas, para que todos creamos en Ti.
Jesús escuchó la
oración de Pedro y le dijo:
-
Ven
Entonces Pedro dio un salto desde la barca a las aguas y, empujado por
la fuerza del amor y la profunda fe, echó a andar sobre el agua acercándose a
Jesús, como si por un camino de tierra firme se tratara. De repente, al verse
solo en medio de tumultuosas olas, fuertemente sacudidas por la fuerza del
viento, sintió pánico, le falló la fe y empezó a hundirse lentamente en las
aguas. Y fuera de sí, desencajado y aterrado, gritó con tono expresivamente
patético:
-
“¡Sálvame, Señor!
Jesús extendió en seguida
la mano, lo agarró y le dijo:
-
¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?” (Mt 14,31).
Cesó súbitamente el viento y las coléricas pasiones
del mar quedaron amansadas. Y todos los discípulos, locos de alegría por tener
de nuevo al Maestro con ellos en la barca, hicieron de ella un santuario, se
postraron ante Él y le adoraron diciendo:
“Realmente eres el Hijo de Dios” (Mt
14,33).
Después, Jesús y sus doce discípulos, surcando las
aguas pacificas del lago, recorrieron en poco tiempo el camino que les faltaba
para llegar a la ribera occidental de Genesaret, Betsaida, situada a unos tres
kilómetros de Cafarnaún.
No debemos importunar al Señor pidiendo gracias
inconsecuentes que no necesitamos. Él no escucha muchas veces las gracias que
le pedimos, porque Él sabe, y nosotros no, que no son realmente necesarias para
la vida eterna, según su santísima voluntad. Pedimos, por ejemplo, el milagro
de la salud, y no se nos concede, porque tal vez la enfermedad puede ser el
único medio o el mejor para nuestra conversión, la de otros o para un bien
desconocido, que sólo sabe Dios. La crucifixión de Dimas, el buen ladrón, el
mejor de los ladrones porque supo robar el corazón de Jesús, sirvió
precisamente para que él se arrepintiera de sus pecados y ganara el Cielo en un
instante.
No nos ama el Señor más cuando nos concede aquello
que nos gusta, nos interesa, mejor se ajusta a nuestros caprichos o
necesidades, que cuando nos manda la cruz dolorosa, que por ningún motivo
queremos. Nos quiere de igual manera, y más quizás, aunque la carne se revuelva
contra el espíritu y nos parezca que el dolor no tiene sentido de parte de un
Dios que es Padre. Es natural que nos guste más el gozo del amor, siempre
deseado, que el sufrimiento del dolor que se rechaza por naturaleza. El amor al
dolor, por el dolor, es una filosofía excéntrica. Sólo tiene sentido como medio
para un bien, expresión del amor o motivos religiosos. Por eso Jesús, hombre
Dios, padeció y murió en la cruz para redimirnos del pecado por amor.
No tengáis miedo, confiad en Él, porque Dios nos ama
siempre de todas formas, y mucho, aunque no nos lo parezca. Y nos ama a cada
uno tanto cuanto un Dios puede amar y como si cada uno fuera la única persona
del mundo, objeto exclusivo de su amor infinito. No tengáis miedo, tened fe,
que Dios nunca nos abandona, aunque parezca que no nos hace caso.
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