sábado, 26 de noviembre de 2022

Primer domingo de Adviento. Ciclo A


Hoy celebramos el primer domingo de Adviento, el comienzo del año litúrgico, ciclo A, que nada tiene que ver con el año civil. En él vamos a recordar y celebrar la vida de Jesús, encuadrada en grandes tiempos celebrativos: Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua de Resurrección, Pentecostés y Tiempo Ordinario.

En el Adviento los cristianos nos preparamos para las solemnidades de Navidad, en las que  conmemoramos la primera venida del Hijo de Dios a los hombres y la infancia de Jesús: Sagrada Familia y Epifanía. Al mismo tiempo recordamos la expectación de la segunda venida de Jesús al fin de los tiempos; y también reflexionamos sobre la venida de Jesús que vendrá a nuestro encuentro, para juzgarnos y dictar nuestra suerte eterna, cuando termine nuestra peregrinación en la Tierra.

Durante este tiempo debemos adoptar tres actitudes cristianas comunes para todo tiempo, que se deben mejorar en los tiempos fuertes del Año litúrgico: cultivar la oración, ejercitar la penitencia o mortificación, y vivir la esperanza en constante vigilia.

La oración de “estar  un rato a solas con Dios, con quien sabemos nos ama” (Santa Teresa de Jesús),  es el momento de intimar con Él con el discurso de la mente, mezclado con sentimientos del corazón,  afectos de la voluntad, con palabras o simplemente contemplando, de manera humana, es decir con distracciones o divagaciones del entendimiento o de la imaginación. La oración de estar  no termina con un acto, se continúa de muchas maneras con la oración sobre la marcha, que es el fiel reflejo de la unión con Dios y su complementación, y consiste en hacer que todos los actos del día y de la noche sean el combustible que mantenga el fuego de la oración  en llama viva.

Es también tarea importante en Adviento ejercitar la penitencia que consiste principalmente en aceptar el dolor físico y las distintas circunstancias de la vida con resignación cristiana, como voluntad de Dios; y como penitencia voluntaria se puede ejercitar la penitencia en hacer actos aislados de mortificación elegida, como sacrificarse en la comida, privarse del sueño, hacer sacrificios ocasionales, que tienen el peligro de la vanidad espiritual, pues se puede creer que las mortificaciones santifican, únicamente o de manera especial. Sin menospreciar ni despreciar estas penitencias, que son valiosas, hay otras muy provechosas para la vida espiritual, que cuestan y conllevan una caridad exquisita, como por ejemplo:  aprovechar toda ocasión que nos ofrece la vida ordinaria para mortificarnos, sin quejas ni protestas,  aguantar el frío o el calor que hace, sin rechistar, comer las comidas que me den, sin poner faltas, sufrir en silencio los inconvenientes de la convivencia en todas sus versiones, callar las cosas que no me gustan de otros, silenciar las dificultades que  encuentro en mi camino,  en fin, tener el temple de equilibrio en las adversidades que cada día nos proporciona.

Y como una norma vivencial de Adviento  vivir la esperanza en constante vigilia,  que consiste en esperar todo de Dios en Cristo contra toda esperanza, estar vigilantes con la luz de la gracia en el alma, soportando todo lo que suceda, sabiendo  que todo sucede para el bien de los hombres.

La primera lectura de la liturgia de la Palabra de hoy nos invita a caminar a la luz del Señor. Luz y tiniebla, día y noche son símbolos bíblicos de la gracia y del pecado. Caminar a la luz del día es lo mismo que hacer el viaje de la vida en estado de gracia; y caminar en tinieblas o de noche es hacerlo en pecado mortal. El que me sigue, dijo Jesús, no anda en tinieblas, porque Jesús se definió a sí mismo como la Luz del mundo. La vida es un camino que tenemos que recorrer para pasar del tiempo a la eternidad; un camino difícil que, como los de la tierra, tiene muchos obstáculos, dificultades y variantes. Aunque todos están señalados en el mapa de la Iglesia, necesitamos la luz de la gracia para recorrer el camino. Pasa en esto lo que en los caminos de la tierra, que si se camina con poca luz al amanecer o cuando se está poniendo el sol, se avanza poco y se corre el peligro de sufrir accidentes, más o menos graves, que impiden la marcha o la retrasan.

En la segunda lectura del apóstol San Pablo a los Romanos, la Palabra de Dios nos dice que nos demos cuenta del momento en que vivimos, pues la noche está pasando, como si dijera se nos escapa el tiempo de nuestra vida y es necesario vivir a plena luz con dignidad. Y nos concreta qué es vivir en oscuridad o plena noche: comilonas, borracheras, lujuria, desenfreno riñas y pendencias. Y como símbolo del camino en plena luz nos sintetiza: Vestíos del Señor Jesús. Luego la mejor manera de vivir el Adviento es evitar el pecado, es apartarnos de las ocasiones que nos llevan a pecar, cuidar que los malos deseos no fomenten las pasiones del cuerpo; y  vivir revestidos de Cristo, esto es con la vestidura de Cristo que es el amor, la gracia, la vivencia del Evangelio.

El Evangelio nos habla del fin de los tiempos, aconsejándonos con interés que evitemos la sorpresa de que el Señor venga cuando nosotros no nos demos cuenta: Estad en vela porque no sabemos que día vendrá el Señor a llamarnos; y que estemos preparados para la hora en que vendrá el Señor.

En resumen: En Adviento debemos prepararnos para la Navidad, para nuestra muerte con una mirada de expectativa al fin de los Tiempos. Y la mejor manera de vivir el Adviento es la oración, la penitencia, la esperanza en vigilia, viviendo siempre en estado de gracia, luchando contra el pecado, revestidos de la gracia de Cristo. Es decir caminar a la luz del Señor.

sábado, 19 de noviembre de 2022

Solemnidad de Cristo Rey. Ciclo C

 

 


Como todos sabemos, hoy celebramos la fiesta litúrgica de la solemnidad de Cristo Rey. Aprovechamos esta ocasión para explicar el significado del nombre de Cristo Rey.

Los conceptos humanos no pueden aplicarse en sentido literal a las realidades divinas, sino en sentido metafórico o acomodaticio. Por consiguiente cuando decimos  Cristo Rey no tiene el mismo sentido que el de el rey de una nación.

¿Por qué decimos que Cristo es Rey?

Por dos razones principales: porque Cristo es Dios y es Redentor de todos los hombres. Por ser Dios, es Creador de todas las cosas, y, por consiguiente, dueño y señor de todo, rey, que tiene dominio total y universal sobre toda la creación visible e invisible que gobierna con omnipotente sabiduría y bondad misteriosa: y, por ser Redentor, gobierna por medio de la Iglesia a todos los hombres a quienes redimió con su sangre divina para la salvación eterna.

Alguien ha dicho que en los tiempos actuales no conviene utilizar el título de Cristo Rey, porque la gente lo identifica con un partido político extremista en ideas y acciones, que lleva este nombre: Guerrilleros de Cristo Rey. Pero esta propuesta es antibíblica. Este apelativo está inspirado en la Biblia y no puede sustituirse, sino explicarse en el sentido espiritual y místico que le corresponde.

Si Cristo es Rey es porque tiene un Reino. ¿Cuál es el Reino de Cristo?

El reino de Cristo Rey es distinto a todos los reinos del mundo en su naturaleza, composición, gobierno y fines. Es el misterio de la Iglesia. Realidad sobrenatural humanamente inconcebible, que puede estructurarse en ocho etapas sucesivas:

 1ª CONCEPCIÓN

 Hablando en lenguaje teológico, la Iglesia tiene origen trinitario, fue concebida eternamente por la Santísima Trinidad en la planificación de la creación del hombre. Dios previó el pecado del hombre, y determinó eternamente enviar a su Hijo Unigénito al mundo, para que haciéndose hombre realizara la Redención universal de todos los hombres, mediante la Iglesia, Reino de Cristo.

 2ª PREPARACIÓN

Dios, después de la creación de los ángeles, seres espirituales celestes que formarían parte integrante de la Iglesia, preparó el lugar donde se iba a desarrollar la Historia de la Iglesia, creando el maravilloso mundo en que vivimos, escenario del gran misterio de la Redención.

Creó luego al hombre en estado de gracia, elevado al orden sobrenatural y con los privilegios de la integridad, sin la concupiscencia pecaminosa, impasiblidad, libre de la muerte “El Padre eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Pero el hombre pecó y perdió la gracia y los dones que Dios le había regalado.

Entonces Dios le perdonó y decidió elevar a todos los hombres a la participación de la vida divina en su Hijo "y dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia". Esta “familia de Dios” se constituye y realiza a lo largo de las etapas de la historia humana, según las disposiciones del Padre.

Por consiguiente, el reino de Cristo o la Iglesia fue “prefigurada” ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza: se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu, y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos (LG 2: Cat 759).

 3ª INICIO

En un sentido amplio la Iglesia empezó a existir en el mismo momento en que el hombre cometió el pecado original  y se le anunció la venida del Redentor, Jesucristo, con estas palabras: “Pongo hostilidades entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo: ella herirá tu cabeza cuando tú hieras su talón” (Gén 3,15). Es, por así decirlo, la reacción de Dios al caos provocado por el pecado (Cat 761).

4ª PREPARACIÓN

Se empezó a preparar con la vocación de Abrahán y la elección de Israel como Pueblo de Dios (Gn 12, 2; 15, 5-6). Durante siglos, a lo largo de la historia del pueblo de Israel, Dios fue anunciando en el Antiguo Testamento la Buena noticia en las Escrituras (LG 5), es decir la llegada del Reino de Dios. Primero lo hizo por medio de los patriarcas y después por los profetas, hasta que llegó la plenitud de los tiempos con el nacimiento de Jesús.

 5ª NACIMIENTO

 Se puede decir con propiedad teológica que la Iglesia empezó a existir en su inicio cuando el Hijo de Dios fue engendrado en las entrañas purísimas de Santa María por obra del Espíritu Santo; y nació en su cabeza con el nacimiento de Jesús en Belén.

 6ª FORMACIÓN

Cristo, durante su vida pública, fue formando la estructura de la Iglesia empezando por la elección del Colegio Apostólico con Pedro a la cabeza.

Promulgó, luego las Bienaventuranzas en el sermón de la Montaña, que son la Constitución esencial de la Iglesia: y con su Palabra, explicada principalmente en parábolas, y la realización de milagros probó su condición de Hijo de Dios, Mesías, Redentor de todos los hombres.

Instruyó a sus Apóstoles sobre los secretos fundamentales del misterio de la Iglesia, y luego, antes de subir a los Cielos, les encomendó la misma misión que Él recibió del Padre: “Como el Padre me ha enviado, os envío yo también” (Jn 20,21), y por fín les confirió plenos poderes para anunciar el Evangelio: santificar la Iglesia y gobernarla hasta el fin de los tiempos con la garantía de su presencia: “Se me ha dado plena autoridad en el Cielo y en la Tierra. Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizadlos, consagradlos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a guardar todo lo que he mandado: mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo” (Mt 28,18-20).

La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, humildad y renuncia, recibió la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios” (LG 5)

7ª CONSTITUCIÓN

“Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la Tierra, envió al Espíritu Santo, el día de Pentecostés, para que santificara continuamente a la Iglesia, la constituyera y la dirigiera con diversos dones jerárquicos y carismáticos”. (LG 4).

8ª CONSUMACIÓN

 La Iglesia “sólo llegará a su perfección en la gloria del Cielo” (LG 48), cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día “avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios (S. Agustín) en exilio. “y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria” (LG 5). Entonces, cuando las cosas de este mundo terminen y el Universo entero sea transformado, vendrán los nuevos Cielos y la nueva Tierra, morada eterna de los bienaventurados, se consumará la Historia de la Iglesia en el tiempo, y se convertirá en el Reino celeste de visión, gozo y gloria de Dios eternamente.

 NATURALEZA DE LA IGLESIA

 La Iglesia es una sociedad distinta a todas las sociedades que existen en el mundo y se pueden concebir: SOCIEDAD COMPLEJA, realidad sobrenatural que transciende la Historia y cuyas características son únicas:

  • visible y espiritual, visible en su estructura, organización, funcionamiento, ministerios, miembros, organismos, edificios, obras, signos sacramentales ...; y, a la vez, es espiritual: comunidad de fe, esperanza y amor, mística, portadora de vida divina, gracia del Espíritu Santo.
  • terrestre y celeste, peregrina en la Tierra y morada del Cielo, donde los hombres y los bienaventurados son miembros de Ella, por la intercomunicación de la misma vida divina y participación de los mismos bienes celestes, aunque de distinta forma:
  • divina y humana en la que Cristo, Dios, inseparablemente unido al Padre y al Espíritu Santo, es su cabeza, su vida, su fuerza, su gracia, en dimensión trinitaria. Está dotada de dones divinos y, a la vez, tienen elementos humanos (LG 8), porque abarca todos los problemas del hombre y las cosas y los orienta hacia la vida eterna:

La Iglesia, Pueblo de Dios, Reino de Cristo, es un reino de salvación integral del hombre, de manera jerarquizada, que incluye lo material y espiritual, lo temporal y lo eterno, como decimos en el prefacio de la fiesta de Cristo Rey: un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz.

·        Pueblo de Dios, congregación de todos los hombres llamados a la salvación, que están dispersos por toda la geografía mundial, con su diversidad de razas, cultura, multiplicidad de religiones, ideologías humanas situaciones económicas, problemáticas personales, familiares, y sociales.

·        y, sobre todo, Cuerpo Místico, cuya Cabeza es Cristo (1 Co 12.1-12:Col 1.15-18:LG 6-7).                                                                                    

 COMPOSICIÓN O MIEMBROS

 La Iglesia o Pueblo de Dios está formada por:

- obispos, sacerdotes, y diáconos que constituyen la jerarquía de la   Iglesia;

- religiosos que son cristianos de vida consagrada a Dios en bien de la

Iglesia, mediante los consejos evangélicos y otros vínculos;

- laicos, que son simplemente hijos de Dios bautizados en su sentido propio y estricto, porque en un sentido amplio son también miembros de la Iglesia todos los hombres del mundo, sin excepción, pero de distinta manera;

- almas del purgatorio que unidas a Cristo por la gracia purificadora están en estado de salvación en espera de la posesión del Cielo, intercediendo por los hombres:                                           

- y santos y ángeles del Cielo que glorificados por la resurrección de Cristo gozan de Dios, Uno y Trino, bajo la mirada maternal resucitada de Santa María, Reina y Señora de todo lo creado.

GOBIERNO                                                         

La Iglesia está gobernada por Jesucristo mediante su Vicario en la Tierra, que es el Papa, sucesor de San Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles, ayudados por sus colaboradores que son los sacerdotes y sus ayudantes, que son los diáconos.

 FIN

El fin supremo de la Iglesia es la salvación integral del hombre con todas sus cosas con la perspectiva final y suprema de salvación eterna y la conversión de este mundo y toda la creación en los nuevos cielos y en la nueva tierra.

 CARACTERÍSTICAS

Las características del Pueblo de Dios son distintas de todos los otros pueblos de la Historia. Su identidad  es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un Templo: “su ley es el mandamiento del amor: amar como Cristo nos amó (Jn 13,34): su misión ser la sal de la Tierra y la luz del mundo (Mt 5.13-16): y su destino el reino de Dios que Él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que Él mismo lo lleve también a su perfeccion” (LG 9: Cat 782).

 

 

sábado, 12 de noviembre de 2022

Domingo trigésimo tercero. Tiempo ordinario. Ciclo C

 


La persecución a los cristianos es una profecía que Jesús hizo a sus discípulos en varias ocasiones, principalmente en el sermón de la montaña, como consta en el Nuevo Testamento. Elegimos algunos textos como recordatorio:

“Felices aquellos que son perseguidos por cumplir lo que Dios quiere. El reino de los Cielos les pertenece. Felices cuando os insulten y persigan y levanten contra vosotros todo tipo de calumnias por seguirme. Gozaos y alegraos, porque os espera una gran recompensa en el Cielo" (Tm 5,10-12).

“Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os persigan, haced el bien a quienes os odian y rogad por los que os desprecian e insultan” (Mt 5,44).

“Os apresarán y perseguirán, os arrojarán de las sinagogas y os meterán en prisión, seréis llevados ante los reyes y gobernadores a causa de mi nombre” (Lc 21,12).

“La verdad es que  todos cuantos deseen vivir una vida divina en Cristo Jesús serán perseguidos” (2 Tim 3,12).

El Evangelio de la liturgia de la Palabra del domingo de hoy, nos profetiza la destrucción del templo de Jerusalén, que ya se cumplió, y el fin del mundo que está por cumplirse, pero que sucederá no sabemos cuándo. Se avisan señales claras de falsos profetas, guerras y revoluciones, grandes terremotos, y en diversos países, epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el Cielo. Pero antes de todo esto existirán persecuciones a los cristianos, odios, traiciones y crímenes incluso dentro de los mismos familiares. ¿Cuándo tendrán lugar estos tristes acontecimientos? No lo sabemos. La verdad es que no lo sabemos. También los discípulos de Jesús tuvieron esta curiosidad al preguntarle cuándo sucederían estas catástrofes. Pero Él contestó con  señales generales, que de una manera u otra vienen sucediendo con más o menos intensidad en todos los siglos, desde que Jesús profetizó el fin del mundo.

¿Estamos llegando al fin de los tiempos? Desde luego que señales parecidas a las que aparecen en el Evangelio están sucediendo en los últimos tiempos; y alguna de última hora de señales diabólicas, que nadie podía pensar ni imaginar. Me refiero al atentado suicida del día 11 de Septiembre que sucedió en los Estados Unidos con la destrucción de las torres gemelas de Nueva York,  el ataque al Pentágono en Washington y otros fatídicos intentos, afortunadamente fracasados. ¿Son acontecimientos que presagian el fin del mundo? ¡Nadie lo sabe!  No sabemos cuáles son los designios de Dios sobre  la suerte futura del fin del mundo en que vivimos, pero estamos ciertos de que vendrán, no sabemos cuándo, los nuevos cielos y la Nueva Tierra que nos profetiza la palabra de Dios en la Biblia.

La liturgia de hoy nos presenta la perspectiva del fin del mundo, al final casi del año litúrgico, que terminará el próximo domingo, para dar paso a otro nuevo que empezará con el comienzo del primer domingo de Adviento. Lo importante no es saber que este mundo va a terminar o está terminando, sino tomar conciencia de que nosotros, por muchos años que vivamos, estamos acabando nuestra vida en la Tierra. Para que vivamos alertas y preparados para el fin de nuestro mundo. El Evangelio de hoy termina con una frase tremendamente aleccionadora para vivir la esperanza de nuestra salvación: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras alamas”. Digamos unas palabras sobre la virtud de la perseverancia.

Para nuestro aprovechamiento espiritual, quiero exponer tres clases de perseverancia, que todos necesitamos para conseguir la vida eterna: perseverancia en la gracia, perseverancia en la fe y perseverancia final.

Lo más importante en esta vida es vivir en plena amistad con Dios, perseverar en la gracia, es decir estar libre de pecado mortal, en disposición permanente de rendir cuentas al Señor en el momento que nos las pida. La gracia es el don sobrenatural que nos hace vivir en Dios y con Dios el misterio insondable de la vivencia íntima trinitaria; es la dicha de compartir el hombre la misma vida divina con la Trinidad, en relación filial con el Padre; es vivir endiosado, siendo hombre, por la participación analógica de la misma vida divina. Esta es la perseverancia en la gracia.

Si por desgracia perdemos la amistad con Dios por el pecado mortal, que Dios nos conserve la perseverancia en la fe para confesar nuestro pecado en el Sacramento de la Penitencia,  y recuperar la gracia perdida; y esto tantas cuantas veces tengamos la desgracia de ofender a Dios gravemente.

Y, por fin, la perseverancia final, que es la gracia suprema de la salvación. Si por desgracia perdemos la gracia por el pecado mortal, que no perdamos la fe para recuperarla, cuando nos llegue el último día. Que el Señor nos encuentre en su amistad cuando nos llame para pasar de la vida temporal a la vida eterna, que es la visión de Dios y gozo eterno, el desarrollo de fe y de la gracia, por los siglos que no tienen fin.

Para conseguir estas tres perseverancias, encomendemos este problema a la Virgen María, Madre de la divina gracia, pidiéndole nos conceda las tres perseverancias,  aplicando las tres avemarías, que solemos rezar por las noches al acostarnos y por las mañanas al levantarnos. La primera para que Santa María Virgen nos ayude a vivir siempre en gracia, la segunda para que nos conceda la gracia de no perder la fe y de vivirla consecuentemente con todas sus exigencias y deducciones, y la tercera para que cuando termine nuestra existencia, Ella nos conceda la perseverancia final, para vivir la comunión eterna de visión y gozo con la Santísima Trinidad en el Cielo.

 

 

sábado, 5 de noviembre de 2022

Trigésimo segundo domingo. Tiempo ordinario. ciclo C

 


Siempre es bueno dar gracias a Dios por haber recibido la fe desde siempre, pues apenas nacimos, la recibimos en el bautismo, gracias a nuestros padres; y conforme íbamos creciendo, fuimos madurando en la fe, gracias al ambiente de nuestra familia, de la educación del colegio, de los amigos, de la Parroquia o de cualquier otro medio que Dios puso a nuestro lado. Y a pesar de las muchas y diferentes circunstancias adversas que se cruzaron en nuestra vida, perseveramos en la fe hasta hoy. Si siempre es momento de dar gracias a Dios por la fe que nos ha regalado, hoy se nos ofrece una oportunidad única para agradecer al Señor perseverar en la fe en la que fuimos educados, porque en la segunda lectura de la liturgia de la Palabra, el apóstol San Pablo nos dice que la fe no es de todos. 

Esta verdad no necesita demostración sino comprobación, como podemos observar en la Sociedad en que vivimos y en los ambientes en los que desarrollamos nuestra vida familiar y laboral, y lo que es peor en los medios de comunicación social. A juzgar por lo que se ve y se oye, cada vez observamos que se estila más la increencia religiosa y la falta de fe, pues los hombres, apegados a la tierra, no estiman los valores transcendentes, y presumen sólo de los bienes caducos, como si no hubiera otros sobre los que uno se debe sustentar. Es una pena observar cómo la juventud está cada día más lejos de Dios en apariencia, y cómo rechaza a la Iglesia católica, como institución. Si queremos hacer un recuento mental de las personas que viven en nuestro bloque y en nuestra calle, tenemos que concluir con pena que son contados los cristianos practicantes que acuden a la Iglesia, y pocos los que se plantean que la fe es necesaria para esta vida y para la otra.

Después de dar gracias a Dios por la fe recibida y conservada, cabe una pregunta lógica: ¿Por qué la fe no es de todos? ¿Por qué unos la tenemos desde siempre y otros no la tienen ni tendrán nunca? ¡Misterio insondable del amor de Dios que reparte sus dones gratuitamente a quienes quiere, cuando quiere y como quiere! El amor de Dios, que es libre, está repartido entre los hombres desigualmente, pero con justicia divina, conforme a una planificación universal de la salvación de todos los hombres, misteriosa y “graciosa”, que desconocemos.

Este hecho misterioso de la distribución desigual de la fe entre los hombres, al aire de Dios, no significa que la gracia divina no llegue a cada uno con la fuerza suficiente para que pueda salvarse. Sería un absurdo metafísico pensar que Dios creara al hombre para la condenación. El modo en que Dios toca el corazón de cada hombre con su gracia es otro misterio que no se puede descifrar, pues es tan omnipotente su sabiduría que hace llegar su amor, hecho gracia, de múltiples maneras que no conoce la ciencia humana ni teológica. La conciencia subjetiva del hombre en el recto obrar es la norma suprema de la moralidad que Dios evalúa y juzga, pues se dan circunstancias razonables para que el hombre viva religiones diversas inculpablemente por diversas causas. El hombre que vive con seguridad la fe que profesa, sin dudar, recibe la gracia de Dios por vías del misterio de la buena voluntad, por no saber que la única fe verdadera es la que se profesa en la Iglesia Católica. Lo mismo pasa con el hombre educado en religiones falsas o en el que no tiene religión alguna, pues en estos casos muy comunes resplandece la omnipotente sabiduría de Dios, que sabe justipreciar con infinita misericordia divina la buena fe del corazón humana en su recto proceder.

 La fe se recibe con gratitud, se fomenta con ilusión y se conserva como oro en paño, porque se puede perder, como la salud. Todos conocemos ejemplos de amigos nuestros, antes entusiastas defensores y vivientes fervorosos de la fe, que la perdieron, y hoy andan por eso mundos de Dios a la deriva de los temporales de la moral circunstancial. Los medios para conservar y aumentar el tesoro divino de creer en Jesucristo, son de todos conocidos: la oración, fuerza de Dios que vitaliza las debilidades del hombre; la Eucaristía, alimento de la vida de la gracia; la Penitencia que recupera la gracia perdida o la fortalece, y, sobre todo, buscar un ambiente propicio para el crecimiento de la fe, huyendo del mundo perverso que sofoca el espíritu infiltrándose insensiblemente en el alma, como el polvo se mete dentro de casa, sin poderlo remediar. Para esto, el ideal es estudiar la doctrina de la Iglesia, contenida en el Catecismo de la Iglesia Católica del actual Papa Juan Pablo II.

 San  Pablo nos transmite a nosotros católicos el deseo de que Jesucristo nos conceda el consuelo interno y la fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas en este mundo en el que existen tantos males y hay tantos hombres perversos sin fe.  Debemos hacer crecer la fe traduciéndola en palabras y obras buenas, haciendo todo el bien que sepamos y podamos jerárquicamente; primero el bien obligado y luego el libre o voluntario. No seamos de aquellos apóstoles que hacen el bien a los extraños, porque les gusta, y luego dejan incumplidas sus obligaciones de familia y de trabajo, porque les cuesta. Lo digo con un refrán popular: “Antes es Dios que los santos”.

San Pablo, que por un milagro de la gracia fue convertido de enemigo acérrimo de Jesús en apóstol de los gentiles, recibió en su tiempo de ministerio muchas pruebas difíciles, peligros de falsos amigos, peligros en tierra y en mar, hambre, persecución, sed, calumnias, azotes, cárcel y otros muchas penas y castigos que ni siquiera se pueden imaginar. Y sin embargo, tenía tanto consuelo interior, de calidad mística, que todo lo consideraba gracia; y cuanto más sufría, más gozaba y sentía una paz que no se puede imaginar, porque estaba plenamente enamorado de Cristo.

Estoy seguro de que todos los que estamos aquí celebrando la Eucaristía, si se nos pidiera, podríamos hacer una lista de males que padecemos: enfermedades, traiciones, dolores, soledades, angustias, problemas psicológicos, que nos hacen sufrir y pensar que Dios nos ha abandonado, que está lejos de nosotros; y con tantos males a cuestas no sentimos ningún consuelo humano ni espiritual, habiendo perdido toda esperanza humana y divina. A pesar de todo eso, demos gracias a Dios por la fe, pidámosle conservarla hasta el de la vida y esperemos de Cristo su misericordia. Recemos con un fervor especial el credo de la Iglesia Católica.      

martes, 1 de noviembre de 2022

Conmemoración de los Fieles difuntos

 


Es natural, también, hermanos, que nos sintamos entristecidos, desde a fe, como hombres, hijos de Dios, porque echamos de menos a nuestros padres, hermanos, familiares y amigos, que quisiéramos estuvieran con salud a nuestro lado; y experimentemos pena, incluso con lágrimas, aunque nuestros seres queridos estén ya en el Cielo, viendo a Dios en eterno gozo. Pero como hombres de fe, debemos estar contentos, porque ya han alcanzado la salvación definitiva en la Patria celestial. La liturgia de la Palabra nos invita a ese gozoso acontecimiento.

 La primera lectura, que hemos escuchado, nos dice que somos peregrinos, desterrados en la Tierra, que caminamos hacia el Cielo, Morada de Dios con los ángeles y santos. En efecto, el que vive en estado de gracia permanente es un peregrino que camina con esperanza hacia la celeste Jerusalén. Los cristianos, como hombres de fe, mientras peregrinamos y llega el día del eterno encuentro con Dios, nos reunimos en la Casa de Dios para celebrar la fe en los sacramentos, principalmente en la Eucaristía, alimentándonos del manjar del Cuerpo y la Sangre del Señor. Para los que no tienen fe, la vida humana en la Tierra es la única meta de su existencia, sin embargo, para los que tenemos fe, todo empieza a partir de la muerte, que es el principio de la verdadera Vida, con mayúscula, que nunca termina.     El día de los difuntos es para nosotros una santa oportunidad para pedir por nuestros seres queridos y  para reflexionar sobre el valor de la vida humana, que tiene una referencia trascendente de eternidad, pues la vida es como una mala noche pasada en una posada, en expresión de Santa Teresa de Jesús.

Si tenemos fe, debemos tener también la confianza de que nuestros seres queridos, por la infinita misericordia divina, están ya viendo a Dios en el Cielo, cara a cara, o en estado de santa purificación en el Purgatorio, llenos de esperanza por haber conseguido la salvación eterna. Así lo deseamos y pedimos a Dios con todas las fuerzas de nuestra alma. Ellos fueron para nosotros, generalmente, la ocasión para que nosotros recibiéramos el bautismo o progresáramos  en la perfección cristiana de la fe. Y como amor con amor se paga, debemos corresponder con la ayuda de nuestros sufragios, oraciones, misas, limosnas y obras buenas.

Unidos todos en la Eucaristía, nuestros difuntos en el Purgatorio, y nosotros en el templo, en nuestras casas, o en cualquier parte en que nos encontremos, vamos a dar gloria a Dios, celebrando la fe en la vida eterna, pidiendo por nuestros difuntos y por todos nosotros, como miembros de la Iglesia en una familia cristiana que es nuestra Parroquia.