“Felices aquellos que son perseguidos por cumplir lo que Dios quiere. El reino de los Cielos les pertenece. Felices cuando os insulten y persigan y levanten contra vosotros todo tipo de calumnias por seguirme. Gozaos y alegraos, porque os espera una gran recompensa en el Cielo" (Tm 5,10-12).
“Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que
os persigan, haced el bien a quienes os odian y rogad por los que os desprecian
e insultan” (Mt 5,44).
“Os apresarán y perseguirán, os arrojarán de las sinagogas y os meterán en prisión, seréis llevados ante los reyes y gobernadores a causa de mi nombre” (Lc 21,12).
“La verdad es que todos cuantos deseen vivir una vida divina en Cristo Jesús serán perseguidos” (2 Tim 3,12).
El Evangelio de la liturgia de la Palabra del domingo de hoy, nos profetiza la destrucción del templo de Jerusalén, que ya se cumplió, y el fin del mundo que está por cumplirse, pero que sucederá no sabemos cuándo. Se avisan señales claras de falsos profetas, guerras y revoluciones, grandes terremotos, y en diversos países, epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el Cielo. Pero antes de todo esto existirán persecuciones a los cristianos, odios, traiciones y crímenes incluso dentro de los mismos familiares. ¿Cuándo tendrán lugar estos tristes acontecimientos? No lo sabemos. La verdad es que no lo sabemos. También los discípulos de Jesús tuvieron esta curiosidad al preguntarle cuándo sucederían estas catástrofes. Pero Él contestó con señales generales, que de una manera u otra vienen sucediendo con más o menos intensidad en todos los siglos, desde que Jesús profetizó el fin del mundo.
¿Estamos llegando al fin de los tiempos? Desde luego que señales parecidas a las que aparecen en el Evangelio están sucediendo en los últimos tiempos; y alguna de última hora de señales diabólicas, que nadie podía pensar ni imaginar. Me refiero al atentado suicida del día 11 de Septiembre que sucedió en los Estados Unidos con la destrucción de las torres gemelas de Nueva York, el ataque al Pentágono en Washington y otros fatídicos intentos, afortunadamente fracasados. ¿Son acontecimientos que presagian el fin del mundo? ¡Nadie lo sabe! No sabemos cuáles son los designios de Dios sobre la suerte futura del fin del mundo en que vivimos, pero estamos ciertos de que vendrán, no sabemos cuándo, los nuevos cielos y la Nueva Tierra que nos profetiza la palabra de Dios en la Biblia.
La liturgia de hoy nos presenta la perspectiva del fin del mundo, al final casi del año litúrgico, que terminará el próximo domingo, para dar paso a otro nuevo que empezará con el comienzo del primer domingo de Adviento. Lo importante no es saber que este mundo va a terminar o está terminando, sino tomar conciencia de que nosotros, por muchos años que vivamos, estamos acabando nuestra vida en la Tierra. Para que vivamos alertas y preparados para el fin de nuestro mundo. El Evangelio de hoy termina con una frase tremendamente aleccionadora para vivir la esperanza de nuestra salvación: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras alamas”. Digamos unas palabras sobre la virtud de la perseverancia.
Para
nuestro aprovechamiento espiritual, quiero exponer tres clases de
perseverancia, que todos necesitamos para conseguir la vida eterna: perseverancia en la gracia, perseverancia
en la fe y perseverancia final.
Lo
más importante en esta vida es vivir en plena amistad con Dios, perseverar en
la gracia, es decir estar libre de pecado mortal, en disposición permanente de
rendir cuentas al Señor en el momento que nos las pida. La gracia es el don
sobrenatural que nos hace vivir en Dios y con Dios el misterio insondable de la
vivencia íntima trinitaria; es la dicha de compartir el hombre la misma vida
divina con la Trinidad, en relación filial con el Padre; es vivir endiosado,
siendo hombre, por la participación analógica de la misma vida divina. Esta es la perseverancia en la gracia.
Si por desgracia perdemos la amistad con Dios
por el pecado mortal, que Dios nos conserve la perseverancia en la fe para confesar nuestro pecado en el
Sacramento de la Penitencia, y recuperar
la gracia perdida; y esto tantas cuantas veces tengamos la desgracia de ofender
a Dios gravemente.
Y,
por fin, la perseverancia final, que
es la gracia suprema de la salvación. Si por desgracia perdemos la gracia por
el pecado mortal, que no perdamos la fe para recuperarla, cuando nos llegue el
último día. Que el Señor nos encuentre en su amistad cuando nos llame para
pasar de la vida temporal a la vida eterna, que es la visión de Dios y gozo
eterno, el desarrollo de fe y de la gracia, por los siglos que no tienen fin.
Para
conseguir estas tres perseverancias, encomendemos este problema a la Virgen
María, Madre de la divina gracia, pidiéndole nos conceda las tres
perseverancias, aplicando las tres
avemarías, que solemos rezar por las noches al acostarnos y por las mañanas al
levantarnos. La primera para que
Santa María Virgen nos ayude a vivir siempre en gracia, la segunda para que nos conceda la gracia de no perder la fe y de
vivirla consecuentemente con todas sus exigencias y deducciones, y la tercera para que cuando termine nuestra
existencia, Ella nos conceda la perseverancia
final, para vivir la comunión eterna de visión y gozo con la Santísima
Trinidad en el Cielo.
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