sábado, 5 de noviembre de 2022

Trigésimo segundo domingo. Tiempo ordinario. ciclo C

 


Siempre es bueno dar gracias a Dios por haber recibido la fe desde siempre, pues apenas nacimos, la recibimos en el bautismo, gracias a nuestros padres; y conforme íbamos creciendo, fuimos madurando en la fe, gracias al ambiente de nuestra familia, de la educación del colegio, de los amigos, de la Parroquia o de cualquier otro medio que Dios puso a nuestro lado. Y a pesar de las muchas y diferentes circunstancias adversas que se cruzaron en nuestra vida, perseveramos en la fe hasta hoy. Si siempre es momento de dar gracias a Dios por la fe que nos ha regalado, hoy se nos ofrece una oportunidad única para agradecer al Señor perseverar en la fe en la que fuimos educados, porque en la segunda lectura de la liturgia de la Palabra, el apóstol San Pablo nos dice que la fe no es de todos. 

Esta verdad no necesita demostración sino comprobación, como podemos observar en la Sociedad en que vivimos y en los ambientes en los que desarrollamos nuestra vida familiar y laboral, y lo que es peor en los medios de comunicación social. A juzgar por lo que se ve y se oye, cada vez observamos que se estila más la increencia religiosa y la falta de fe, pues los hombres, apegados a la tierra, no estiman los valores transcendentes, y presumen sólo de los bienes caducos, como si no hubiera otros sobre los que uno se debe sustentar. Es una pena observar cómo la juventud está cada día más lejos de Dios en apariencia, y cómo rechaza a la Iglesia católica, como institución. Si queremos hacer un recuento mental de las personas que viven en nuestro bloque y en nuestra calle, tenemos que concluir con pena que son contados los cristianos practicantes que acuden a la Iglesia, y pocos los que se plantean que la fe es necesaria para esta vida y para la otra.

Después de dar gracias a Dios por la fe recibida y conservada, cabe una pregunta lógica: ¿Por qué la fe no es de todos? ¿Por qué unos la tenemos desde siempre y otros no la tienen ni tendrán nunca? ¡Misterio insondable del amor de Dios que reparte sus dones gratuitamente a quienes quiere, cuando quiere y como quiere! El amor de Dios, que es libre, está repartido entre los hombres desigualmente, pero con justicia divina, conforme a una planificación universal de la salvación de todos los hombres, misteriosa y “graciosa”, que desconocemos.

Este hecho misterioso de la distribución desigual de la fe entre los hombres, al aire de Dios, no significa que la gracia divina no llegue a cada uno con la fuerza suficiente para que pueda salvarse. Sería un absurdo metafísico pensar que Dios creara al hombre para la condenación. El modo en que Dios toca el corazón de cada hombre con su gracia es otro misterio que no se puede descifrar, pues es tan omnipotente su sabiduría que hace llegar su amor, hecho gracia, de múltiples maneras que no conoce la ciencia humana ni teológica. La conciencia subjetiva del hombre en el recto obrar es la norma suprema de la moralidad que Dios evalúa y juzga, pues se dan circunstancias razonables para que el hombre viva religiones diversas inculpablemente por diversas causas. El hombre que vive con seguridad la fe que profesa, sin dudar, recibe la gracia de Dios por vías del misterio de la buena voluntad, por no saber que la única fe verdadera es la que se profesa en la Iglesia Católica. Lo mismo pasa con el hombre educado en religiones falsas o en el que no tiene religión alguna, pues en estos casos muy comunes resplandece la omnipotente sabiduría de Dios, que sabe justipreciar con infinita misericordia divina la buena fe del corazón humana en su recto proceder.

 La fe se recibe con gratitud, se fomenta con ilusión y se conserva como oro en paño, porque se puede perder, como la salud. Todos conocemos ejemplos de amigos nuestros, antes entusiastas defensores y vivientes fervorosos de la fe, que la perdieron, y hoy andan por eso mundos de Dios a la deriva de los temporales de la moral circunstancial. Los medios para conservar y aumentar el tesoro divino de creer en Jesucristo, son de todos conocidos: la oración, fuerza de Dios que vitaliza las debilidades del hombre; la Eucaristía, alimento de la vida de la gracia; la Penitencia que recupera la gracia perdida o la fortalece, y, sobre todo, buscar un ambiente propicio para el crecimiento de la fe, huyendo del mundo perverso que sofoca el espíritu infiltrándose insensiblemente en el alma, como el polvo se mete dentro de casa, sin poderlo remediar. Para esto, el ideal es estudiar la doctrina de la Iglesia, contenida en el Catecismo de la Iglesia Católica del actual Papa Juan Pablo II.

 San  Pablo nos transmite a nosotros católicos el deseo de que Jesucristo nos conceda el consuelo interno y la fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas en este mundo en el que existen tantos males y hay tantos hombres perversos sin fe.  Debemos hacer crecer la fe traduciéndola en palabras y obras buenas, haciendo todo el bien que sepamos y podamos jerárquicamente; primero el bien obligado y luego el libre o voluntario. No seamos de aquellos apóstoles que hacen el bien a los extraños, porque les gusta, y luego dejan incumplidas sus obligaciones de familia y de trabajo, porque les cuesta. Lo digo con un refrán popular: “Antes es Dios que los santos”.

San Pablo, que por un milagro de la gracia fue convertido de enemigo acérrimo de Jesús en apóstol de los gentiles, recibió en su tiempo de ministerio muchas pruebas difíciles, peligros de falsos amigos, peligros en tierra y en mar, hambre, persecución, sed, calumnias, azotes, cárcel y otros muchas penas y castigos que ni siquiera se pueden imaginar. Y sin embargo, tenía tanto consuelo interior, de calidad mística, que todo lo consideraba gracia; y cuanto más sufría, más gozaba y sentía una paz que no se puede imaginar, porque estaba plenamente enamorado de Cristo.

Estoy seguro de que todos los que estamos aquí celebrando la Eucaristía, si se nos pidiera, podríamos hacer una lista de males que padecemos: enfermedades, traiciones, dolores, soledades, angustias, problemas psicológicos, que nos hacen sufrir y pensar que Dios nos ha abandonado, que está lejos de nosotros; y con tantos males a cuestas no sentimos ningún consuelo humano ni espiritual, habiendo perdido toda esperanza humana y divina. A pesar de todo eso, demos gracias a Dios por la fe, pidámosle conservarla hasta el de la vida y esperemos de Cristo su misericordia. Recemos con un fervor especial el credo de la Iglesia Católica.      

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