Es
natural, también, hermanos, que nos sintamos entristecidos, desde a fe, como
hombres, hijos de Dios, porque echamos de menos a nuestros padres, hermanos,
familiares y amigos, que quisiéramos estuvieran con salud a nuestro lado; y
experimentemos pena, incluso con lágrimas, aunque nuestros seres queridos estén
ya en el Cielo, viendo a Dios en eterno gozo. Pero como hombres de fe, debemos
estar contentos, porque ya han alcanzado la salvación definitiva en la Patria
celestial. La liturgia de la Palabra nos invita a ese gozoso acontecimiento.
La primera lectura, que hemos escuchado, nos
dice que somos peregrinos, desterrados en la Tierra, que caminamos hacia el
Cielo, Morada de Dios con los ángeles y santos. En efecto, el que vive en
estado de gracia permanente es un peregrino que camina con esperanza hacia la
celeste Jerusalén. Los cristianos, como hombres de fe, mientras peregrinamos y
llega el día del eterno encuentro con Dios, nos reunimos en la Casa de Dios
para celebrar la fe en los sacramentos, principalmente en la Eucaristía,
alimentándonos del manjar del Cuerpo y la Sangre del Señor. Para los que no
tienen fe, la vida humana en la Tierra es la única meta de su existencia, sin
embargo, para los que tenemos fe, todo empieza a partir de la muerte, que es el
principio de la verdadera Vida, con mayúscula, que nunca termina. El día de los difuntos es para nosotros
una santa oportunidad para pedir por nuestros seres queridos y para reflexionar sobre el valor de la vida
humana, que tiene una referencia trascendente de eternidad, pues la vida es
como una mala noche pasada en una posada, en expresión de Santa Teresa de
Jesús.
Si tenemos fe, debemos tener también
la confianza de que nuestros seres queridos, por la infinita misericordia
divina, están ya viendo a Dios en el Cielo, cara a cara, o en estado de santa
purificación en el Purgatorio, llenos de esperanza por haber conseguido la
salvación eterna. Así lo deseamos y pedimos a Dios con todas las fuerzas de
nuestra alma. Ellos fueron para nosotros, generalmente, la ocasión para que
nosotros recibiéramos el bautismo o progresáramos en la perfección cristiana de la fe. Y como
amor con amor se paga, debemos corresponder con la ayuda de nuestros sufragios,
oraciones, misas, limosnas y obras buenas.
Unidos todos en la Eucaristía,
nuestros difuntos en el Purgatorio, y nosotros en el templo, en nuestras casas,
o en cualquier parte en que nos encontremos, vamos a dar gloria a Dios,
celebrando la fe en la vida eterna, pidiendo por nuestros difuntos y por todos
nosotros, como miembros de la Iglesia en una familia cristiana que es nuestra
Parroquia.
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