Fijamos nuestra atención en dos textos de la
liturgia de la Palabra para hablar de la vocación religiosa o de vida
consagrada. El primero es del profeta Isaías: “Te hago luz de las naciones,
para que mi salvación alcance hasta el confín de la Tierra” (Is 49,6); y el
segundo es del apóstol San Pablo a los Corintios: “Yo Pablo, llamado a ser
apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios”.
El
camino que vamos a recorrer es el siguiente. En primer lugar, daremos una
definición genérica de la vocación, en sentido religioso amplio, luego
definiremos la naturaleza de la vocación de vida consagrada y sus clases, especificaremos después los medios ordinarios
de los que Dios se vale para regalar la vocación, para terminar, por fin,
explicando la esencia del seguimiento total a Cristo, que es la vivencia de los
consejos evangélicos.
VOCACIÓN
El hombre es esencialmente
religioso, porque ha sido creado por Dios con una finalidad última, que es Él
mismo. En el fondo de la intimidad de su
ser se esconde la bondad de Dios llamándole al bien, aunque por culpa del
pecado original lo confunda subjetivamente con el mal.Psicológicamente el hombre no
puede querer el mal para sí mismo y su inclinación natural es buscar la
felicidad, que no se encuentra en la sabiduría humana, ni en el mundo, ni en
las pasiones, ni en el pecado, como nos dice con profundidad de experiencia San
Agustín, hombre experto en la ciencia humana y en la vida del mundo: “Nos has
hecho, Señor, para ti y nuestro corazón no descansa hasta que descanse en ti”.
Luego concluimos afirmando que
la vocación del hombre es religiosa: Dios conocido y amado en esta vida, como
medio de felicidad en la tierra, y después visto y gozado eternamente en el
Cielo, suma y completa felicidad que colma totalmente las aspiraciones más
grandes del ser humano.
¿QUÉ ES LA
VOCACIÓN?
Partiendo de la base de que toda vida cristiana es
vocación bautismal para la vida eterna, existe además la vocación específica de
consagración a Dios, difícil de definir. Podríamos decir que es una fuerza
interior, misteriosa, como un instinto
sobrenatural, que empuja al hombre vocacionado en lo más profundo de su corazón
hacia Dios.
No es fundamentalmente un sentimiento religioso
habitual, pues la sensiblería puede ser un defecto psíquico; ni un marcado
gusto por las cosas espirituales, pues lo mismo puede ser un hobby que una
llamada interior del Espíritu Santo.
Es como una especie de inclinación hacia Dios y sus cosas, suave
como la brisa, que en su principio vive dentro del hombre, sin que él
se entere, ambienta todo su ser y
actúa en su vida, sin saber por qué ni para qué, hasta que poco a poco
se va haciendo consciente y libre.
Es una llamada de Dios que exige
la libre respuesta por parte del hombre: una acción conjunta de la gracia de
Dios y la libertad humana, en la que Dios tiene la iniciativa y concede la
fuerza para que el hombre escuche su voz
y tenga libremente capacidad para escucharla y seguirla.
Siendo en su esencia una
invitación divina, resulta en la práctica como una orden. Cristo elige al
cristiano que quiere, cuando quiere y como quiere para seguirle, y no al mejor
dotado en inteligencia, voluntad, poder y cualidades. Los vocacionados son, al
fin y al cabo, personas humanas, pecadoras, con pequeñas debilidades y rarezas
comprensibles, pues la vocación, como la fe, es conciliable con los defectos humanos.
Si la
vocación se fomenta con el cultivo de la gracia y el abono de las buenas obras
en un ambiente propicio, se afianza cada vez más; pero si se descuida la vida
espiritual y se vive a expensas de las corrientes del mundo, se debilita y
hasta puede perderse. Pasa en esto, como con la salud, el talento y el dinero,
que se pueden conservar o perder, si no se cuidan.
La verdadera vocación supone desgarros del corazón,
fácilmente aguantables, constantes y costosas renuncias, no martirizadoras, y dolorosas persecuciones,
sufridas con paciente equilibrio y consolaciones del Espíritu Santo.
Cuando Dios se empeña en que un cristiano realice en
la Tierra la función para la que, desde la eternidad, ha sido elegido, no hay
obstáculo que impida su desarrollo y fructificación.
La vocación religiosa es radicalmente cristiana,
nace en el bautismo y crece y se desarrolla con la oración, los
sacramentos, y buenas obras.
CLASES DE
VOCACIÓN
La vocación de vida consagrada se puede reducir, en
términos generales, a tres clases fundamentales: vida contemplativa, vida activa
y vida de ministerio sacerdotal.
La vida
contemplativa se vive en
comunidad fraterna, con dedicación preferente a la oración o contemplación,
complementada esencialmente con la acción del trabajo de la vida ordinaria, en
la que se viven los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad,
según el propio carisma determinado en los estatutos aprobados por la Iglesia.
Es por sí misma medio de santificación personal y comunitaria y místicamente
apostólica.
La vida
activa es diversa,
según el propio carisma, aprobado por la Iglesia. Se vive en comunidad fraterna
o fuera de ella, con la vivencia de los consejos evangélicos u otros vínculos,
que se especifican en las Constituciones propias de la Obra o Instituto. Los
miembros pueden ser femeninos y masculinos; y los masculinos sacerdotes o
laicos.
La vida consagrada en comunidad fraterna no puede
concebirse como una convivencia humana de amistad, de ideologías, de compañía o
de otros intereses, sino como una vida común entre hermanos que se aman
espiritualmente en Cristo y por Cristo con constantes renuncias a la propia
libertad, a la familia, y a todas las cosas del mundo.
El único vínculo que une a los hermanos en
Comunidad es Cristo y solamente Cristo, y la única meta es la santidad
evangélica. La entrega al servicio de los hermanos debe ser real, auténtica,
igual o superior a la que existe en las comunidades humanas de sangre o de
amistad natural, aunque no se sienta de igual manera, porque todo lo que se
hace por el hermano, se hace por Cristo, por profesión de votos.
La vocación del ministerio sacerdotal es un estado de perfección evangélica, en virtud del sacramento del Orden Sacerdotal, en el que ciertos cristianos vocacionados son consagrados sacerdotes, ministros de Cristo, para ejercer en la iglesia la misma misión que Él recibió del Padre: unos como simples sacerdotes y otros como Obispos.
El sacerdote es otro Cristo, que realiza la salvación de Jesús ministerialmente, y está llamado por su propia vocación sacerdotal a ser santo. Se vive personalmente en solitario, en familia o en comunidad, con el espíritu de los consejos evangélicos, aunque sin votos, pero sí con la promesa de obediencia al Obispo.
MEDIOS PARA RECIBIR LA VOCACIÓN
Como Dios es infinitamente sabio y poderoso, no se ajusta a unas
normas concretas y fijas para regalar la gracia de la vocación a quienes
quiere, cuando quiere y de la manera que quiere; y, por eso, utiliza los mejores medios que a Él le parecen. Sin embargo, la
observación de los maestros de la vida espiritual ha detectado los siguientes:
- El ambiente familiar es generalmente el
mejor semillero de vocaciones cristianas, con muchas excepciones, como lo
demuestra la experiencia.
- La amistad,
pues un buen
amigo es un tesoro, dice la Sagrada Escritura; y puede ser en muchos casos
vehículo para que por medio de él la vocación de Dios llegue a quien no ha
tenido ambiente cristiano en la familia, sino pecaminoso, incluso pagano. En
este caso se comprueba el poder sabio e infinito de Dios que con su amor llama
a quien quiere para consagrarse a Él por caminos insospechados.
- La cultura que se recibe en colegios, Institutos y
Universidades de inspiración cristiana o de la Iglesia proporciona
oportunidades para que Dios regale la vocación a quienes él ha elegido para su
servicio.
- La Parroquia o
grupos de asociaciones cristianas, en los que Dios hace que la misericordia
de Dios llegue, hecha vocación, a muchos por estos cauces propicios para
encontrar a Cristo y seguirle.
- Medios de
comunicación social, como, por
ejemplo, la televisión, el teatro, el cine, la prensa, los libros, pues de la
misma manera que proporcionan el camino para el pecado y de la perdición
religiosa y moral, pueden suscitar buenos pensamientos y conversiones y hasta
gracias para que Dios transmita la
vocación religiosa, con el poder de la gracia divina.
-
Circunstancias y ocasiones diversas que Dios aprovecha para suscitar vocaciones, como,
por ejemplo, enfermedades, gracias materiales, favores, pruebas, desengaños,
desilusiones, disgustos, contrariedades
y otras.
- Gracias
actuales que provienen directamente de Dios y actúan misteriosamente en el
interior del hombre, sin mediaciones de personas ni cosas.
ESENCIA DE PERFECCIÓN
ESPECIAL PARA SEGUIR A CRISTO
“Y, dejándolo
todo, le siguieron” (Lc 5,11).
Para ser perfecto discípulo de Cristo es
imprescindible dejarlo todo, absolutamente todo, tanto en sentido material como espiritual; es decir vaciar el corazón
del apego desordenado a personas y cosas, poniendo el corazón solamente en
Dios, valiéndose de las cosas y personas, sin
ser esclavos de nada ni de nadie, pues nos dijo Jesús: "nadie puede
servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro, o bien despreciará a
uno y se apegará a otro. No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6,24).
Para seguir a Cristo totalmente y sin reservas, hay
que dejarlo todo, absolutamente todo, sin quedarse con nadie ni con nada. Me
explico. Quedarse sin nadie no quiere decir ser un misántropo, huraño,
insociable, sino significa no tener el corazón apegado a nada, sino pegado a
Cristo con amor espiritual y equilibrado a las personas y cosas: amar a Cristo
y en Él amar todo lo demás.
"Quedarse sin nadie" no es renunciar a las
cosas buenas que hay en este mundo, pues es un contrasentido humano que Dios
haya creado los bienes de este mundo para los hombres, y luego les exija
privarse de ellos.
No hay que olvidar que las cosas han sido creadas
por Dios no como fin del hombre, sino como medios para que con ellas ame, sirva
a Dios en la Tierra y consiga la salvación eterna. No es nada fácil esta tarea,
pues estando el hombre inclinado instintivamente a los bienes humanos, se
siente atraído por ellos, como las cosas son atraídas por la ley natural de la
gravedad de la Tierra.
Los bienes de esta vida, bien utilizados en justicia
y caridad, son un símbolo o un anticipo de los bienes del Cielo, y, en cierto
sentido, son el cielo de la tierra. Sin embargo, su utilización tiene que estar
debidamente jerarquizada, de manera que lo eterno esté por encima de lo
temporal, lo espiritual por encima de lo material y lo humano por encima de lo
terreno.
Es un signo carismático de perfección evangélica
privarse de algunos bienes materiales, no necesarios de modo absoluto, por
buscar por la vía de mortificación otros sobrenaturales y eternos.
Seguir
a Jesucristo, en definitiva, es poner el
corazón en Dios, y no en los hombres, obedecer la ley divina, la ley de la
Iglesia, Maestra de la vida, cumplir las obligaciones propias del estado,
aceptar los acontecimientos de la vida, queridos o permitidos por Dios,
observar en obediencia las constituciones del propio Instituto, luchar contra el pecado superando las
pasiones desordenadas y trabajar por la santificación personal y la del mundo.
Este programa de perfección evangélica ofrece muchas
dificultades, grandes luchas, continuas contrariedades, sufrimientos diversos,
a veces sangrientos, sobre todo cuando se presenta el dolor y aparece la cruz
de la incomprensión, soledad, traición, abandono y desprecio. Entonces, también
seguimos a Jesús, aunque sea a regañadientes, a la fuerza, y gustosamente,
aunque con lágrimas. Pero todo se supera con alegría y esperanza.
CONSEJOS
EVANGÉLICOS
Entendemos por consejos evangélicos virtudes
cristianas de pobreza, obediencia y castidad, vividas en calidad de votos, para
seguir a Cristo con mayor sacrificio y perfección.
Voto de
pobreza
“Bienaventurados
los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielo” (Mt 5,3), dijo
Jesús en el sermón de la Montaña.
¿Quiénes son
los pobres evangélicos?
Dios ha creado los bienes materiales de la Tierra
para el servicio de los hombres, de manera que, en proporción justa, todos
tengan lo necesario para vivir dignamente. Los bienes materiales tienen el
destino de servir al hombre de medios para que pueda conseguir su fin último,
que es la salvación eterna. Por tanto, deben ser explotados virtuosamente por
la sabiduría del hombre para servir mejor a Dios, causar felicidad humana y
contribuir a la perfección de la nueva Tierra y los nuevos Cielos, que tendrá
lugar al final de los tiempos.
Almacenar riquezas, sin otra finalidad que
aumentar la propiedad privada, vivir con lujo, divertirse, cultivar el ocio y
explotar goces totalmente terrenos, que alimenten las pasiones, es un
contrasentido teológico contra el fin de las criaturas y un pecado evangélico.
Las cosas tienen un destino sagrado de glorificación
a Dios en la planificación suprema y universal de la Redención. No son seres
aislados del conjunto de la Creación, sino bienes de la Tierra que deben ser
utilizados para la salvación eterna del hombre.
Los religiosos o cristianos que viven el voto de
pobreza, aunque no tengan la propiedad de bienes, tienen el peligro de ser
ricos en su usufructo, porque si tienen
todo al alcance de la mano, a capricho y sin privaciones, ¿cómo pueden llamarse
pobres? Si nos servimos de los bienes que no son nuestros, como si lo fueran,
es igual o peor que si los tuviéramos en propiedad. Para vivir el voto de
pobreza, con rigor evangélico, es necesario utilizar las cosas con desprendimiento
y sacrificios.
Existe además de la pobreza material otra superior
que es la pobreza espiritual. Consiste en no querer tener, por propia voluntad,
ni siquiera riqueza de bienes celestiales: oración especial de recogimiento,
altos grados de unión mística, abundancia de virtudes, consuelos divinos,
carismas, luces especiales del Espíritu Santo, privilegios de dones... El que
vive la pobreza espiritual, entendida en este sentido, se conforma, agradecido,
con la gracia que Dios le ha concedido,
y se alegra de que otros hayan recibido de Dios bienes superiores y
ejerzan cargos más importantes.
El modo de vivir esta pobreza depende de personas y
carismas. Muchos santos vivieron y viven el voto de pobreza de manera personal,
heroica, en virtud de la gracia que recibieron del Espíritu Santo. De esta
manera cumplieron al pie de la letra la invitación evangélica de seguir a Jesús
en total y absoluta pobreza: “Todo aquel que por mí ha dejado casa, o hermanos
o hermanas, o padre o madre, o hijos o tierras, recibirá cien veces más y
heredará la vida eterna” (Mt 19,29). Son modelos excepcionales de la vivencia
del voto de pobreza, dignos de admiración y no de imitación en cuanto a los
actos, sino en cuanto a las actitudes.
Dejar
todos los bienes no quiere decir que hay que vivir la pobreza, reñidos con las
cosas, desligados y desentendidos de los hombres, sino vivir inmersos en Dios
relacionados con todo, sin apegos. Tampoco dejar la familia significa
abandonarla, desampararla, romper con los lazos de sangre, que obligan por
derecho natural y están preceptuados en el Decálogo. “Dejar la familia” quiere
decir cumplir humana y cristianamente las relaciones esenciales con los padres
y familia íntima.
Voto
de obediencia
El voto de
obediencia es el más sublime de todos, porque medio de él se ofrece a Dios la
libertad, el mayor bien del hombre “Los religiosos, movidos por el Espíritu
Santo, se entregan confiados a sus superiores, representantes de Dios. Los
religiosos con espíritu de fe y de amor para con la voluntad de Dios, obedezcan
humildemente a sus superiores, según las
reglas y constituciones. La obediencia religiosa, lejos de aminorar la
dignidad de la persona, la lleva a una plena madurez, con la amplia libertad de
los hijos de Dios” dice el Concilio Vaticano II (PC 14).
El
voto de obediencia es un modo perfecto de vivir la virtud de la obediencia,
obligatoria para todos los cristianos. Consiste esencialmente no en obedecer
todo lo que el superior manda arbitrariamente y a su capricho, porque es la
autoridad, sino en aquello que es conforme con la ley de Dios, de la Iglesia,
constituciones, reglas y disciplinas legítimas del propio Instituto. La
obediencia tiene que ser razonable, porque la autoridad que viene de Dios es
lógica.
En
virtud del voto de obediencia, superior y súbdito obedecen a Dios, aunque de
distinta manera: El Superior sirviendo a los hermanos en el ejercicio de la
autoridad y el Súbdito obedeciendo a Dios, que manda lo que debe, como
representante de Dios. No se debe obedecer lo que no se puede mandar. Hacer
caso al Superior que manda a su aire, en bien propio o de algunos, no es
obedecer sino desobedecer a la Iglesia y faltar al voto de obediencia.
Voto de castidad
“Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios”
Entendemos aquí limpieza de corazón en
sentido de castidad, pues la limpieza de corazón se puede entender en muchos
sentidos.
La
castidad es virtud bautismal, porque el bautismo consagra al hombre en templo
vivo del Espíritu Santo, en cuyo corazón habita la Santísima Trinidad como en
un sagrario. ¿“No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo,
que está en vosotros, y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?
¡Habéis sido bien comprados! ¡Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo!
(1 Cor 6,18-20).
La
virginidad es una forma carismática de
vivir la castidad preceptuada por el Decálogo. “La castidad que los religiosos
profesan por el Reino de los Cielos” (Mt 19,12) ha de considerarse como un don
exquisito de la gracia, pues libera el corazón del hombre de una forma especial
(1 Co 7,32-35) para que más se inflame con la caridad para con Dios y para con
todos los hombres; y, por tanto, es una señal característica de los bienes celestiales y un medio aptísimo con que los religiosos se
dedican debidamente al servicio divino y a las obras de apostolado” (PC 12).
Es
necesario que “los religiosos, procurando conservar fielmente su vocación,
escuchen la palabra del Señor, y, confiados en el auxilio del Señor, no
presuman de sus propias fuerzas y practiquen la mortificación y la guarda de
los sentidos. No omitan tampoco los medios naturales útiles para la salud del
alma y del cuerpo” (PC 12).
“La
observancia de la continencia perfecta está íntimamente relacionada con las
inclinaciones más hondas de la naturaleza humana” (PC 12). “El consejo
evangélico de la castidad, asumido por el Reino Cielos, es un signo del mundo
futuro y fuente de una fecundidad más abundante en un corazón no dividido” (c
599).
Echad las
redes para pescar
Jesucristo mandó a sus discípulos echar al lago las
redes para pescar antes de la primera pesca milagrosa, como símbolo de la
vocación de pescadores de hombres que tenían que desempeñar en el mundo.
Los que estamos llamados a evangelizar con nuestra
vocación de vida consagrada, y también los simples cristianos, debemos echar
las redes en nombre de Cristo, y no en nombre de otras causas. Si profundizamos
en nuestros apostolados, observamos que no son siempre el Reino de los Cielos y
el bien a los hermanos los únicos móviles que nos mueven a trabajar en la
Iglesia.
Se mezclan en nuestras tareas apostólicas buenas
intenciones con otros intereses que desvirtúan nuestros pensamientos, deseos y
obras santas: la estima de nuestra persona, el amor propio, el egoísmo, el
propio beneficio, el gusto natural, la obligación... Profesionalizamos, no
pocas veces, la vocación apostólica programando pastorales preferentemente
humanas y sociológicas, que también son cristianas, como objetivos prioritarios
de nuestro urgente quehacer apostólico, olvidando los temas espirituales
basados en los misterios de la fe.
Cuando nos dedicamos en cuerpo y alma a la acción
caritativa o catequética, por ejemplo, porque nos gusta o por otras razones, y
descuidamos las tareas estrictamente sobrenaturales y espirituales, no realizamos la acción misionera de la
Iglesia, de manera completa y jerarquizada.
Nuestras obsesivas preocupaciones por lo temporal
son objeto de nuestra conversación y predicación, con aburrimiento de muchos,
aguante resignado de bastantes, irritación o nervios de algunos y provecho
espiritual de pocos.
El celo desmedido o desequilibrado de ciertos
“apóstoles”, sociológicos únicamente, constituye el peligro de caer en un
naturalismo desligado de lo sobrenatural. Ya no se programan pastorales que hablen
del misterio del pecado, de la naturaleza de la gracia, de la necesidad de la
penitencia, de la vida sacramental, de la oración, necesaria para la vida
interior que sobrenaturalice las tareas humanas, de los novísimos del hombre,
y, para resumirlo todo en una frase, ya no se habla del fin supremo y
transcendente del hombre en la Tierra, peregrinación para la meta del Cielo.
El amor propio es tan sutil y tramposo que se
esconde solapadamente en nuestros actos apostólicos, con apariencia de celo por la gloria de Dios; incluso se adentra en nuestra elevada oración
mística, que es más soberbia refinada
que auténtica unión con Dios.
Nos buscamos a nosotros mismos, hablemos en términos
generales, y no siempre actuamos en nombre de Cristo. Cuando nos entristecemos porque no somos capaces de hacer el bien que otros hacen y
criticamos otros apostolados que no nos
gustan, echamos al mar las redes para
pescar, buscando nuestro propio interés.
Examinemos nuestra conciencia, a la luz de
Dios, para ver si en el ejercicio de
nuestro ministerio impera la gloria de Dios y el bien de la Iglesia o la
motivación humana de nuestro engolado egoísmo. Cuando tengamos que hacer
apostolado por obligación o gusto apostólico, es aconsejable sobrenaturalizar
la intención para sacrificar el amor
propio.