sábado, 28 de enero de 2023

Cuarto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 

El día 2 de febrero se celebra en la Iglesia Católica la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Esta celebración nos ofrece una ocasión para  alabar al Señor y agradecerle el don de este estado de vida y pedirle suscite vocaciones para la vida consagrada. Quiero dedicar el tiempo de la homilía para hablar de este tema y así cumplir el deseo de la Iglesia, manifestado por el Papa.

El 2 de Febrero, la Iglesia hace memoria del día en que Jesús es presentado por María, su madre, en el templo de Jerusalén para ofrecer su vida al Padre para la salvación de todos los hombres del mundo. Siguiendo este ejemplo, muchos cristianos, vocacionados por el Espíritu Santo, consagran su existencia al Señor en  favor del misterio de la salvación. 

En líneas generales podemos decir que la primera consagración oficial del cristiano a Dios  tuvo lugar en su bautismo en el que el hombre, nacido del pecado, se convirtió en hijo de Dios por la gracia santificante, y quedó consagrado al servicio de  la Iglesia. Esta consagración se llama consagración bautismal que debe ser perfeccionada con la frecuencia de los sacramentos, especialmente de la Confesión y de la Eucaristía, con la oración y el ejercicio de virtudes cristianas en obras buenas, signos necesarios de expresión de una fe bautismal viva.

Pero hoy no vamos a hablar de la vida consagrada bautismal, sino de la vida consagrada específica de aquellos hombres y mujeres, que llamados por Dios a seguir a Jesucristo, se comprometen a vivir los consejos evangélicos u otros vínculos de perfección evangélica.

Son diversas las vocaciones consagradas  que existen en la Iglesia:

Vocación sacerdotal de aquellos cristianos que, llamados por Dios para el servicio  de la Iglesia, se preparan durante un tiempo en el Seminario o Casas Religiosas para el sacerdocio y, una vez ordenados sacerdotes, ejercen el ministerio sacerdotal en distintos puestos de una Diócesis, Parroquias o Centros apostólicos. Los sacerdotes no profesan votos de pobreza, obediencia y castidad, sino la promesa de castidad en estado del celibato y obediencia, por decisión de la Iglesia, no por mandato de Jesucristo.

- Vocación religiosa, llamada hoy de vida consagrada es aquella que algunos cristianos, hombres, sacerdotes o laicos, y mujeres abrazan libremente para consagrarse a Dios en servicio de la Iglesia con el compromiso de vivir los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad, en calidad de votos, u otros vínculos religiosos, como es el caso de los Jesuitas, que profesan el voto de obediencia al Papa o el de las Hijas de la Caridad que profesan el voto del servicio a los pobres.

Esta vocación de vida consagrada se vive, de distintas formas, en Institutos de vida contemplativa o activa, en sociedades de Vida Apostólica y en Centros apostólicos, aprobados por la Iglesia; y también de manera privada con el asesoramiento de un sacerdote, confesor o director espiritual.

La vida contemplativa es excelente sacrificio de alabanza a Dios y  fecundidad misteriosa en el apostolado de la Iglesia, porque no es pasividad sino actividad suprema de salvación, de santificación y torrente de gracias celestiales. Por mucho que urja la necesidad del apostolado activo, ocupa siempre una parte preeminente en el Cuerpo místico de Cristo (PC 7). Los miembros consagrados a Dios, con este estilo de vida, viven desde el silencio en comunidad fraterna claustral con la oración constante, la penitencia, y el trabajo común, que tiene carácter apostólico no por lo que se hace, sino por el modo en que se hace y por quien se hace, que es Cristo.

La contemplación entendida en el sentido de la Iglesia es por su propia naturaleza apostólica. Si la contemplación no se expresa en la caridad fraterna y en el trabajo comunitario  no es auténtica, es enfermiza, desviación teológica o estado patológico.

Los contemplativos que fomentan psicológicamente la contemplación, olvidando la vida fraterna y el trabajo de la vida ordinaria, como expresión de la oración, terminan en desequilibrios psicológicos o psicopáticos, o en la pérdida de la vocación religiosa, de la gracia o de la misma fe; y también aquellos que ejercen el apostolado exterior con abandono de la oración y de vida monacal, se destruyen a sí mismos y suelen hacer mucho mal a la Iglesia en el mundo.

De la misma manera, la acción apostólica sin contemplación es obra humana buena, social, política, pero no apostólica por sí misma, pues para que lo sea, supone el impulso de la oración por la que viene la gracia de Dios a la acción. Pío XII llamaba a la acción apostólica sin contemplación la herejía de la acción.

Cuando los llamados apóstoles se entregan con entusiasmo e ilusión a realizar obras importantes, admirables y sacrificadas, gastando todas sus fuerzas, pero abandonan la oración, pueden resultar acciones apostólicas excepcionalmente por la misericordia de Dios, pero generalmente destruyen la obra divina.

Sucede que  los apóstoles que se dedicaron de por vida al apostolado exterior, abandonando la oración, si trabajaron con buen espíritu, según la doctrina de la Iglesia, reciben de Dios castigos graves por sus pecados, y aprenden la verdadera acción de Dios y la triste realidad de sus debilidades personales; y con el tiempo vuelven a Dios y a Él se entregan, sin retorno a la vida de pecado, afincados en la vida de piedad, como premio a la pureza de intención con que trabajaron. Pero si enseñaron las propias teorías de su desviación, en contra de lo que enseña la Iglesia, acaban perdiendo la vocación religiosa, la vida de la gracia y hasta la fe.

Pidamos al Señor de la mies envíe operarios que trabajen para la Iglesia, vocaciones auténticas contemplativas y activas, que trabajen por la salvación de los hombres, cristificando todas las cosas con espíritu apostólico de obediencia y amor a la Iglesia, reconociendo sus debilidades, confesando sus pecados y poniendo en manos de Dios el fruto de su trabajo.

En conclusión, y en pocas palabras:

La vida consagrada es radicalmente contemplativa, tanto si está dedicada preferentemente a la oración,  vida común fraterna y trabajo ordinario, desde el silencio, como si está dedicada al apostolado exterior. Orar sin hacer y hacer sin orar, si Dios no lo remedia, es deshacerse a sí mismo con peligro de hacer mal a la Iglesia.

 

sábado, 21 de enero de 2023

Tercer domingo. Tiempo ordinario. ciclo A

 

Vocación

El evangelio de este domingo nos habla de la vocación de Pedro, Andrés, hermanos y de la de otros dos hermanos Santiago y Juan. Los cuatro eran amigos y pescadores de profesión. Aprovecho esta ocasión para tratar el tema de la Vocación en los siguientes apartados:

Vocación cristiana

Clases Santidad

Vocación  de santidad en todos los estados de la vida

Apostolado, obligación bautismal

Vocación consagrada


Vocación cristiana

 ¿Qué es la vocación?

 La vocación humana es una especie de instinto natural que nace de lo más profundo del ser humano y lo empuja, de manera permanente, hacia un bien: el arte, la ciencia, la profesión, el deporte, la religión. Como son muchos los bienes a los que una persona puede estar inclinada, son diferentes las vocaciones que existen. Cuando la persona se siente  inclinada permanentemente  con dotes especiales hacia el arte, se da  en él vocación artística; si a la  ciencia, vocación científica; si a determinado trabajo, vocación profesional; si al deporte, vocación deportiva; si a la religión, vocación religiosa…

No es lo mismo vocación que gusto por las cosas, pues la vocación requiere cualidades para las cosas que gustan. El gusto es una simple complacencia por ciertas cosas, pero si no se tienen cualidades para desarrollarlas, no es vocación; ni tampoco es igual que obligación de hacer ciertas cosas, pues en este caso hay que hacerlas, guste o no guste. La vocación cristiana es obligatoria a todos los bautizados, radica esencialmente en el bautismo y hay que potenciarla con el esfuerzo de la oración, recepción de los sacramentos, principalmente el de la Eucaristía y el de la Penitencia, y el ejercicio de las obras buenas. La santificación del cristiano es una vocación común, y no una casta privilegiada de personas dotadas de cualidades excepcionales. Su desarrollo es un misterio que evoluciona de muchas maneras. No todos los cristianos están llamados al mismo grado de santidad, de la misma manera que no todos los hombres, siendo iguales en naturaleza, son los mismos en cualidades y dones naturales.

 Clases de santidad

Adecuando la santidad a la calificación que se hace en la docencia podríamos decir que existen cinco clases de santidad: Santidad suficiente, Santidad de aprobado por misericordia; Santidad notable, Santidad de sobresaliente y Santidad de matricula de honor.

 Santidad suficiente

La santidad suficiente consiste esencialmente en el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios, de la Santa Madre Iglesia, de las obligaciones propias del estado, del trabajo, en el ejercicio común de las virtudes, y en la aceptación de la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste. Es santo común  el cristiano que vive y muere en estado de gracia, sin pecado mortal, aunque tenga pecados veniales y defectos. Si muere limpio de pecado grave, merece la calificación de suficiente y consigue el Reino de los Cielos, aunque tenga que purificarse un tiempo en el Purgatorio.

 Aprobado por misericordia

Dios aprueba con un “cinquillo”, por los pelos, en virtud de su infinita misericordia, a muchísimos cristianos, no practicantes, que no cumplen estrictamente la Ley de Dios ni de la Iglesia, pero ejercitan las virtudes cristianas, según ellos entienden y saben, pues la evaluación moral de los actos sólo Dios la juzga. El Espíritu Santo activa en ellos la santidad excepcional, basada en la bondad humana, que por la omnipotencia divinamente infinita de su misericordia hace las veces de gracia; y también aprueba, de manera singular, a millones de religiosos de otras religiones, no católicas, que viven su fe con sincero corazón, y al número impensable de hombres que hacen el bien, según ellos entienden en su recta conciencia

Santidad notable

La santidad notable consiste en cumplir las obligaciones cristianas de la santidad suficiente, hacer por evitar el pecado venial en lo posible, y en ejercer notablemente las virtudes cristianas. Esta santidad se vive con defectos personales, que no siempre son pecados, sino muchas veces ofensas a los hombres. Dios permite los fallos humanos en los cristianos para que se compruebe  que la santidad es radicalmente gracia, y los defectos humanos son factores necesarios para el conocimiento de Dios, el propio y la comprensión de los hombres.

Santidad sobresaliente

Los cristianos que viven en gracia, superan, en general, el pecado venial y ejercitan de modo heroico las virtudes cristianas, merecen la calificación de sobresaliente en la santidad. Los santos, que vivieron y murieron con calificación de sobresaliente tuvieron ciertos defectos temperamentales, que no quitaron el brillo de su santidad, sino que con ellos hicieron que resplandeciera la mayor gloria de Dios y la omnipotencia de su sabiduría divina. Los defectos fueron para ellos gracias de humillación, que no empañaron el brillo de su santidad, de la misma manera que la luz del sol pasa a los recintos del interior, aunque los cristales no estén totalmente limpios.

Sobresaliente con matrícula de honor

Algunos santos, como, por ejemplo, los Apóstoles, San Pedro Poveda y otros, sufrieron el martirio físico, cuyo acto purificó sus pequeños fallos humanos, borrados con su sangre derramada por Cristo, y merecieron la calificación de matricula de honor, la máxima calificación en la santidad. También otros millones de santos, como San Ignacio de Loyola, San Francisco de Paula, San Vicente de Paúl y otros vivieron la santidad con idéntica calificación, sufriendo por Cristo en favor de los hombres el martirio moral de su vida en una entrega total y absoluta a la Iglesia; y otros, muchísimos, quizás nuestros padres, hermanos y amigos, consiguieron la santidad de modo heroico sencillo en el cumplimiento de la Ley y ejercicio de virtudes, y fueron canonizables, pero no canonizados por la Iglesia: santos del silencio.

 Vocación consagrada   

Muchos cristianos obtienen, además de la vocación bautismal común de la santidad, la vocación de perfección evangélica, viviendo los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad u otros vínculos aprobados por la Iglesia. El modo de vivir esta específica consagración está determinado por los Fundadores en las Constituciones de sus Obras, escritos que luego sus seguidores viven por reglas y normas legítimamente establecidas.

Vocación de santidad en todos los estados de la vida

El Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática sobre la Iglesia nos dice:

“Todos los fieles, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios, cada uno por su camino, a la santidad por la que el mismo Padre es perfecto” (LG 11)

Así como la naturaleza humana es la misma esencialmente para todas las personas, pero, personificada, cada una de ellas es distinta en el ser y en el obrar, así también la vocación cristiana es esencialmente la misma para todos los cristianos, bautismal, pero diferente en grupos y en cada una de sus componentes. De la misma manera que el agua es sustancialmente la misma, aunque adopte formas diferentes en cantidad y formas, según sea el continente donde se recibe o se comunique, según sea la voluntad de Dios y la correspondencia a la gracia.Es como la voz humana que tiene el mismo sonido en el idioma que se hable, pero en cada hablante su propio timbre. La santidad de cada bautizado tiene su expresión en todos los estados de la vida: en el sacerdocio, en la vida consagrada, en la virginidad elegida o aceptada, en el matrimonio, viudez y en otros estados civiles admitidos por la legislación canónica de la Iglesia.

sábado, 14 de enero de 2023

segundo domingo. Tiempo ordinario. ciclo A

  


Fijamos nuestra atención en dos textos de la liturgia de la Palabra para hablar de la vocación religiosa o de vida consagrada. El primero es del profeta Isaías: “Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la Tierra” (Is 49,6); y el segundo es del apóstol San Pablo a los Corintios: “Yo Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios”.

El camino que vamos a recorrer es el siguiente. En primer lugar, daremos una definición genérica de la vocación, en sentido religioso amplio, luego definiremos la naturaleza de la vocación de vida consagrada y sus clases,  especificaremos después los medios ordinarios de los que Dios se vale para regalar la vocación, para terminar, por fin, explicando la esencia del seguimiento total a Cristo, que es la vivencia de los consejos evangélicos.

VOCACIÓN

El hombre es esencialmente religioso, porque ha sido creado por Dios con una finalidad última, que es Él mismo.  En el fondo de la intimidad de su ser se esconde la bondad de Dios llamándole al bien, aunque por culpa del pecado original lo confunda subjetivamente con el mal.Psicológicamente el hombre no puede querer el mal para sí mismo y su inclinación natural es buscar la felicidad, que no se encuentra en la sabiduría humana, ni en el mundo, ni en las pasiones, ni en el pecado, como nos dice con profundidad de experiencia San Agustín, hombre experto en la ciencia humana y en la vida del mundo: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón no descansa hasta que descanse en ti”.

Luego concluimos afirmando que la vocación del hombre es religiosa: Dios conocido y amado en esta vida, como medio de felicidad en la tierra, y después visto y gozado eternamente en el Cielo, suma y completa felicidad que colma totalmente las aspiraciones más grandes del ser humano.

¿QUÉ ES LA VOCACIÓN?

Partiendo de la base de que toda vida cristiana es vocación bautismal para la vida eterna, existe además la vocación específica de consagración a Dios, difícil de definir. Podríamos decir que es una fuerza interior, misteriosa,  como un instinto sobrenatural, que empuja al hombre vocacionado en lo más profundo de su corazón hacia Dios.

No es fundamentalmente un sentimiento religioso habitual, pues la sensiblería puede ser un defecto psíquico; ni un marcado gusto por las cosas espirituales, pues lo mismo puede ser un hobby que una llamada interior del Espíritu Santo.

Es como una especie de  inclinación hacia Dios y sus cosas, suave como la brisa,  que  en su principio vive dentro del hombre,  sin que él  se entere, ambienta todo su ser y  actúa en su vida, sin saber por qué ni para qué, hasta que poco a poco se va haciendo consciente y libre.

Es una llamada de Dios que exige la libre respuesta por parte del hombre: una acción conjunta de la gracia de Dios y la libertad humana, en la que Dios tiene la iniciativa y concede la fuerza para que el hombre escuche su voz  y tenga libremente capacidad para escucharla y seguirla.

Siendo en su esencia una invitación divina, resulta en la práctica como una orden. Cristo elige al cristiano que quiere, cuando quiere y como quiere para seguirle, y no al mejor dotado en inteligencia, voluntad, poder y cualidades. Los vocacionados son, al fin y al cabo, personas humanas, pecadoras, con pequeñas debilidades y rarezas comprensibles, pues la vocación, como la fe, es conciliable con los  defectos humanos.

Si la vocación se fomenta con el cultivo de la gracia y el abono de las buenas obras en un ambiente propicio, se afianza cada vez más; pero si se descuida la vida espiritual y se vive a expensas de las corrientes del mundo, se debilita y hasta puede perderse. Pasa en esto, como con la salud, el talento y el dinero, que se pueden conservar o perder, si no se cuidan.

La verdadera vocación supone desgarros del corazón, fácilmente aguantables, constantes y costosas renuncias,  no martirizadoras, y dolorosas persecuciones, sufridas con paciente equilibrio y consolaciones del Espíritu Santo. 

Cuando Dios se empeña en que un cristiano realice en la Tierra la función para la que, desde la eternidad, ha sido elegido, no hay obstáculo que impida su desarrollo y fructificación.

La vocación religiosa es radicalmente cristiana, nace en el bautismo y crece y se desarrolla con la oración, los sacramentos,  y buenas obras.

CLASES DE VOCACIÓN

La vocación de vida consagrada se puede reducir, en términos generales, a tres clases fundamentales: vida contemplativa, vida activa  y vida de ministerio sacerdotal.

La vida contemplativa se vive en comunidad fraterna, con dedicación preferente a la oración o contemplación, complementada esencialmente con la acción del trabajo de la vida ordinaria, en la que se viven los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad, según el propio carisma determinado en los estatutos aprobados por la Iglesia. Es por sí misma medio de santificación personal y comunitaria y místicamente apostólica.

La vida activa es diversa, según el propio carisma, aprobado por la Iglesia. Se vive en comunidad fraterna o fuera de ella, con la vivencia de los consejos evangélicos u otros vínculos, que se especifican en las Constituciones propias de la Obra o Instituto. Los miembros pueden ser femeninos y masculinos; y los masculinos sacerdotes o laicos.

La vida consagrada en comunidad fraterna no puede concebirse como una convivencia humana de amistad, de ideologías, de compañía o de otros intereses, sino como una vida común entre hermanos que se aman espiritualmente en Cristo y por Cristo con constantes renuncias a la propia libertad, a la familia, y a todas las cosas del mundo.

El único vínculo que une a los hermanos en Comunidad es Cristo y solamente Cristo, y la única meta es la santidad evangélica. La entrega al servicio de los hermanos debe ser real, auténtica, igual o superior a la que existe en las comunidades humanas de sangre o de amistad natural, aunque no se sienta de igual manera, porque todo lo que se hace por el hermano, se hace por Cristo, por profesión de votos.

La vocación del ministerio sacerdotal es un estado de perfección evangélica, en virtud del sacramento del Orden Sacerdotal, en el que ciertos cristianos vocacionados son consagrados sacerdotes, ministros de Cristo, para ejercer en la iglesia la misma misión que Él recibió del Padre: unos como simples sacerdotes y otros como Obispos.

El sacerdote es otro Cristo, que realiza la salvación de Jesús ministerialmente, y está llamado por su propia vocación sacerdotal a ser santo. Se vive personalmente en solitario, en familia o en comunidad, con el espíritu de los consejos evangélicos, aunque sin votos, pero sí con la promesa de obediencia al Obispo.

 MEDIOS PARA RECIBIR LA VOCACIÓN

Como Dios es infinitamente sabio y poderoso, no se ajusta a unas normas concretas y fijas para regalar la gracia de la vocación a quienes quiere, cuando quiere y de la manera que quiere; y, por eso,  utiliza los mejores medios que a Él le parecen. Sin embargo, la observación de los maestros de la vida espiritual ha detectado los siguientes:

- El ambiente familiar es generalmente el mejor semillero de vocaciones cristianas, con muchas excepciones, como lo demuestra la experiencia.

- La amistad, pues un buen amigo es un tesoro, dice la Sagrada Escritura; y puede ser en muchos casos vehículo para que por medio de él la vocación de Dios llegue a quien no ha tenido ambiente cristiano en la familia, sino pecaminoso, incluso pagano. En este caso se comprueba el poder sabio e infinito de Dios que con su amor llama a quien quiere para consagrarse a Él por caminos insospechados.

- La cultura que se recibe en colegios, Institutos y Universidades de inspiración cristiana o de la Iglesia proporciona oportunidades para que Dios regale la vocación a quienes él ha elegido para su servicio.

- La Parroquia o grupos de asociaciones cristianas, en los que Dios hace que la misericordia de Dios llegue, hecha vocación, a muchos por estos cauces propicios para encontrar a Cristo y seguirle.

- Medios de comunicación social, como, por ejemplo, la televisión, el teatro, el cine, la prensa, los libros, pues de la misma manera que proporcionan el camino para el pecado y de la perdición religiosa y moral, pueden suscitar buenos pensamientos y conversiones y hasta gracias para que Dios transmita  la vocación religiosa, con el poder de la gracia divina.

- Circunstancias y ocasiones diversas que Dios aprovecha para suscitar vocaciones, como, por ejemplo, enfermedades, gracias materiales, favores, pruebas, desengaños, desilusiones, disgustos, contrariedades  y otras.

- Gracias actuales que provienen directamente de Dios y actúan misteriosamente en el interior del hombre, sin mediaciones de personas ni cosas.

ESENCIA DE PERFECCIÓN ESPECIAL PARA SEGUIR A CRISTO

“Y, dejándolo todo, le siguieron” (Lc 5,11).

Para ser perfecto discípulo de Cristo es imprescindible dejarlo todo, absolutamente todo, tanto en sentido material  como espiritual; es decir vaciar el corazón del apego desordenado a personas y cosas, poniendo el corazón solamente en Dios, valiéndose de las cosas y personas, sin  ser esclavos de nada ni de nadie, pues nos dijo Jesús: "nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro, o bien despreciará a uno y se apegará a otro. No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6,24).

Para seguir a Cristo totalmente y sin reservas, hay que dejarlo todo, absolutamente todo, sin quedarse con nadie ni con nada. Me explico. Quedarse sin nadie no quiere decir ser un misántropo, huraño, insociable, sino significa no tener el corazón apegado a nada, sino pegado a Cristo con amor espiritual y equilibrado a las personas y cosas: amar a Cristo y en Él amar todo lo demás.

"Quedarse sin nadie" no es renunciar a las cosas buenas que hay en este mundo, pues es un contrasentido humano que Dios haya creado los bienes de este mundo para los hombres, y luego les exija privarse de ellos.

No hay que olvidar que las cosas han sido creadas por Dios no como fin del hombre, sino como medios para que con ellas ame, sirva a Dios en la Tierra y consiga la salvación eterna. No es nada fácil esta tarea, pues estando el hombre inclinado instintivamente a los bienes humanos, se siente atraído por ellos, como las cosas son atraídas por la ley natural de la gravedad de la Tierra.

Los bienes de esta vida, bien utilizados en justicia y caridad, son un símbolo o un anticipo de los bienes del Cielo, y, en cierto sentido, son el cielo de la tierra. Sin embargo, su utilización tiene que estar debidamente jerarquizada, de manera que lo eterno esté por encima de lo temporal, lo espiritual por encima de lo material y lo humano por encima de lo terreno.

Es un signo carismático de perfección evangélica privarse de algunos bienes materiales, no necesarios de modo absoluto, por buscar por la vía de mortificación otros sobrenaturales y eternos.

Seguir a Jesucristo, en definitiva,  es poner el corazón en Dios, y no en los hombres, obedecer la ley divina, la ley de la Iglesia, Maestra de la vida, cumplir las obligaciones propias del estado, aceptar los acontecimientos de la vida, queridos o permitidos por Dios, observar en obediencia las constituciones del propio Instituto,  luchar contra el pecado superando las pasiones desordenadas y trabajar por la santificación personal y la del mundo.

Este programa de perfección evangélica ofrece muchas dificultades, grandes luchas, continuas contrariedades, sufrimientos diversos, a veces sangrientos, sobre todo cuando se presenta el dolor y aparece la cruz de la incomprensión, soledad, traición, abandono y desprecio. Entonces, también seguimos a Jesús, aunque sea a regañadientes, a la fuerza, y gustosamente, aunque con lágrimas. Pero todo se supera con alegría y esperanza.

CONSEJOS EVANGÉLICOS

Entendemos por consejos evangélicos virtudes cristianas de pobreza, obediencia y castidad, vividas en calidad de votos, para seguir a Cristo con mayor sacrificio y perfección.

Voto de pobreza

“Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielo” (Mt 5,3), dijo Jesús en el sermón de la Montaña.

¿Quiénes son los pobres evangélicos?

 Dios ha creado los bienes materiales de la Tierra para el servicio de los hombres, de manera que, en proporción justa, todos tengan lo necesario para vivir dignamente. Los bienes materiales tienen el destino de servir al hombre de medios para que pueda conseguir su fin último, que es la salvación eterna. Por tanto, deben ser explotados virtuosamente por la sabiduría del hombre para servir mejor a Dios, causar felicidad humana y contribuir a la perfección de la nueva Tierra y los nuevos Cielos, que tendrá lugar al final de los tiempos.

Almacenar riquezas, sin otra finalidad que aumentar la propiedad privada, vivir con lujo, divertirse, cultivar el ocio y explotar goces totalmente terrenos, que alimenten las pasiones, es un contrasentido teológico contra el fin de las criaturas y un pecado evangélico.

Las cosas tienen un destino sagrado de glorificación a Dios en la planificación suprema y universal de la Redención. No son seres aislados del conjunto de la Creación, sino bienes de la Tierra que deben ser utilizados para la salvación eterna del hombre.

Los religiosos o cristianos que viven el voto de pobreza, aunque no tengan la propiedad de bienes, tienen el peligro de ser ricos en su usufructo, porque si  tienen todo al alcance de la mano, a capricho y sin privaciones, ¿cómo pueden llamarse pobres? Si nos servimos de los bienes que no son nuestros, como si lo fueran, es igual o peor que si los tuviéramos en propiedad. Para vivir el voto de pobreza, con rigor evangélico, es necesario utilizar las cosas con desprendimiento y sacrificios.

Existe además de la pobreza material otra superior que es la pobreza espiritual. Consiste en no querer tener, por propia voluntad, ni siquiera riqueza de bienes celestiales: oración especial de recogimiento, altos grados de unión mística, abundancia de virtudes, consuelos divinos, carismas, luces especiales del Espíritu Santo, privilegios de dones... El que vive la pobreza espiritual, entendida en este sentido, se conforma, agradecido, con la gracia que Dios le ha concedido,  y se alegra de que otros hayan recibido de Dios bienes superiores y ejerzan cargos más importantes.

El modo de vivir esta pobreza depende de personas y carismas. Muchos santos vivieron y viven el voto de pobreza de manera personal, heroica, en virtud de la gracia que recibieron del Espíritu Santo. De esta manera cumplieron al pie de la letra la invitación evangélica de seguir a Jesús en total y absoluta pobreza: “Todo aquel que por mí ha dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna” (Mt 19,29). Son modelos excepcionales de la vivencia del voto de pobreza, dignos de admiración y no de imitación en cuanto a los actos, sino en cuanto a las actitudes.

Dejar todos los bienes no quiere decir que hay que vivir la pobreza, reñidos con las cosas, desligados y desentendidos de los hombres, sino vivir inmersos en Dios relacionados con todo, sin apegos. Tampoco dejar la familia significa abandonarla, desampararla, romper con los lazos de sangre, que obligan por derecho natural y están preceptuados en el Decálogo. “Dejar la familia” quiere decir cumplir humana y cristianamente las relaciones esenciales con los padres y familia íntima.

Voto de obediencia

El voto de obediencia es el más sublime de todos, porque medio de él se ofrece a Dios la libertad, el mayor bien del hombre “Los religiosos, movidos por el Espíritu Santo, se entregan confiados a sus superiores, representantes de Dios. Los religiosos con espíritu de fe y de amor para con la voluntad de Dios, obedezcan humildemente a sus superiores, según las reglas y constituciones. La obediencia religiosa, lejos de aminorar la dignidad de la persona, la lleva a una plena madurez, con la amplia libertad de los hijos de Dios” dice el Concilio Vaticano II (PC 14).

El voto de obediencia es un modo perfecto de vivir la virtud de la obediencia, obligatoria para todos los cristianos. Consiste esencialmente no en obedecer todo lo que el superior manda arbitrariamente y a su capricho, porque es la autoridad, sino en aquello que es conforme con la ley de Dios, de la Iglesia, constituciones, reglas y disciplinas legítimas del propio Instituto. La obediencia tiene que ser razonable, porque la autoridad que viene de Dios es lógica.

En virtud del voto de obediencia, superior y súbdito obedecen a Dios, aunque de distinta manera: El Superior sirviendo a los hermanos en el ejercicio de la autoridad y el Súbdito obedeciendo a Dios, que manda lo que debe, como representante de Dios. No se debe obedecer lo que no se puede mandar. Hacer caso al Superior que manda a su aire, en bien propio o de algunos, no es obedecer sino desobedecer a la Iglesia y faltar al voto de obediencia.

 Voto de castidad

“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”

Entendemos aquí limpieza de corazón en sentido de castidad, pues la limpieza de corazón se puede entender en muchos sentidos.

La castidad es virtud bautismal, porque el bautismo consagra al hombre en templo vivo del Espíritu Santo, en cuyo corazón habita la Santísima Trinidad como en un sagrario. ¿“No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros, y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! ¡Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo! (1 Cor 6,18-20). 

La virginidad es una forma carismática de vivir la castidad preceptuada por el Decálogo. “La castidad que los religiosos profesan por el Reino de los Cielos” (Mt 19,12) ha de considerarse como un don exquisito de la gracia, pues libera el corazón del hombre de una forma especial (1 Co 7,32-35) para que más se inflame con la caridad para con Dios y para con todos los hombres; y, por tanto, es una señal característica  de los bienes celestiales  y un medio aptísimo con que los religiosos se dedican debidamente al servicio divino y a las obras de apostolado” (PC 12).

Es necesario que “los religiosos, procurando conservar fielmente su vocación, escuchen la palabra del Señor, y, confiados en el auxilio del Señor, no presuman de sus propias fuerzas y practiquen la mortificación y la guarda de los sentidos. No omitan tampoco los medios naturales útiles para la salud del alma y del cuerpo” (PC 12).

“La observancia de la continencia perfecta está íntimamente relacionada con las inclinaciones más hondas de la naturaleza humana” (PC 12). “El consejo evangélico de la castidad, asumido por el Reino Cielos, es un signo del mundo futuro y fuente de una fecundidad más abundante en un corazón no dividido” (c 599).

 Echad las redes para pescar

Jesucristo mandó a sus discípulos echar al lago las redes para pescar antes de la primera pesca milagrosa, como símbolo de la vocación de pescadores de hombres que tenían que desempeñar en el mundo.

Los que estamos llamados a evangelizar con nuestra vocación de vida consagrada, y también los simples cristianos, debemos echar las redes en nombre de Cristo, y no en nombre de otras causas. Si profundizamos en nuestros apostolados, observamos que no son siempre el Reino de los Cielos y el bien a los hermanos los únicos móviles que nos mueven a trabajar en la Iglesia.

Se mezclan en nuestras tareas apostólicas buenas intenciones con otros intereses que desvirtúan nuestros pensamientos, deseos y obras santas: la estima de nuestra persona, el amor propio, el egoísmo, el propio beneficio, el gusto natural, la obligación... Profesionalizamos, no pocas veces, la vocación apostólica programando pastorales preferentemente humanas y sociológicas, que también son cristianas, como objetivos prioritarios de nuestro urgente quehacer apostólico, olvidando los temas espirituales basados en los misterios de la fe.

Cuando nos dedicamos en cuerpo y alma a la acción caritativa o catequética, por ejemplo, porque nos gusta o por otras razones, y descuidamos las tareas estrictamente sobrenaturales y espirituales,  no realizamos la acción misionera de la Iglesia, de manera completa y jerarquizada.

Nuestras obsesivas preocupaciones por lo temporal son objeto de nuestra conversación y predicación, con aburrimiento de muchos, aguante resignado de bastantes, irritación o nervios de algunos y provecho espiritual de pocos.

El celo desmedido o desequilibrado de ciertos “apóstoles”, sociológicos únicamente, constituye el peligro de caer en un naturalismo desligado de lo sobrenatural. Ya no se programan pastorales que hablen del misterio del pecado, de la naturaleza de la gracia, de la necesidad de la penitencia, de la vida sacramental, de la oración, necesaria para la vida interior que sobrenaturalice las tareas humanas, de los novísimos del hombre, y, para resumirlo todo en una frase, ya no se habla del fin supremo y transcendente del hombre en la Tierra, peregrinación para la meta del Cielo.

El amor propio es tan sutil y tramposo que se esconde solapadamente en nuestros actos apostólicos, con apariencia  de celo por la gloria de Dios;  incluso se adentra en nuestra elevada oración mística,  que es más soberbia refinada que auténtica unión con Dios.

Nos buscamos a nosotros mismos, hablemos en términos generales, y no siempre actuamos en nombre de Cristo. Cuando nos entristecemos  porque no somos capaces  de hacer el bien que otros hacen y criticamos  otros apostolados que no nos gustan,  echamos al mar las redes para pescar, buscando nuestro propio interés.

Examinemos nuestra conciencia, a la luz de Dios,  para ver si en el ejercicio de nuestro ministerio impera la gloria de Dios y el bien de la Iglesia o la motivación humana de nuestro engolado egoísmo. Cuando tengamos que hacer apostolado por obligación o gusto apostólico, es aconsejable sobrenaturalizar la  intención para sacrificar el amor propio.

           

           

           

 

           

 

 

sábado, 7 de enero de 2023

 


El bautismo que hemos recibido por la gracia de Dios no es una costumbre española: soy cristiano porque soy español; ni un requisito esencial para pertenecer a una simple institución religiosa a la que uno se incorpora por especial vocación para cumplir unos determinados estatutos, con el fin de buscar la perfección, como por ejemplo al Opus o a los neocatecumenales; ni tampoco es una Cofradía o Hermandad en la que uno se inscribe para fomentar el culto a Dios, venerar a un santo y realizar obras santas; ni mucho menos es una acción sagrada instituida por la Iglesia para ciertos fines apostólicos o religiosos.

El bautismo es un sacramento instituido por Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, un acontecimiento misterioso, divino, una generación sobrenatural por la que por el agua y el Espíritu Santo el hombre, nacido de Adán por el pecado original, recibe la gracia, la misma vida sobrenatural de Dios participada. Es el nacimiento a la vida de Dios, el cual por el baño del agua en la palabra de vida (Ef 5,26), hace a los hombres partícipes de la naturaleza divina (Pedr 1,4) e hijos de Dios (Rm,8,15;Gál 4,5).

El cristiano nace dos veces: por generación natural de sus padres por  la que es engendrado hombre; y por generación sobrenatural de la gracia en el bautismo por la que es engendrado hijo de Dios. Y tiene, por consecuencia, dos naturalezas: una humana, engendrada de la carne, y otra divina, engendrada por el Espíritu Santo.

El bautismo es un sacramento de fe, puerta de la vida y del reino, institución de Jesucristo, y no invención de una Papa de la Historia, un acuerdo de un Concilio especial, ni un consenso de teólogos.

El bautismo produce los siguientes efectos principales:

- borra el pecado original y todo pecado personal, si se recibe en estado adulto. El hombre que es bautizado, por muchos y graves pecados que haya cometido, recibe el perdón de todos sus pecados, sin necesidad de confesarse

- infunde la gracia, las virtudes y dones del Espíritu Santo en potencia, es decir la capacidad sobrenatural de hacerse virtuoso, de la misma manera que el hombre en su nacimiento recibe las potencias naturales para ejercitar con la práctica de ellas virtudes naturales. Podemos distinguir en el hombre a grandes rasgos dos tipos principales de potencias naturales: espirituales del entendimiento y de la voluntad y corporales de los miembros, órganos y sentidos.

Con diversos actos repetidos muchas veces, el hombre puede llegar a la virtud o perfección de esas virtudes. Pongamos algunos ejemplos: el hombre recibe en su nacimiento el entendimiento para que con su esfuerzo y ejercicio consiga la ciencia o sabiduría, la voluntad para que ejercitando actos de amor, el hombre se santifique.

- hace al hombre hijo de Dios y heredero de su gloria, de manera que con la ayuda de Dios y el esfuerzo de las buenas obras recibe la herencia eterna del Cielo, Dios mismo y poseído eternamente.

- incorpora al bautizado a la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo a la que todos los hombres pertenecen de diversa manera, principalmente por el sacramento de la misericordia infinita de Dios, que hace llegar su gracia de manera que ni siquiera el hombre puede soñar.

- realiza una conversión total de la persona, de manera que todo su ser queda convertido en santo, en cuanto al cuerpo, templo vivo del Espíritu Santo, y en cuanto al alma, en sagrario vivo de la Santísima Trinidad. El hombre sigue siendo hombre, pero hijo de Dios con una dignidad suprema que supera a todas las dignidades de la Tierra. El hombre es más por la dignidad de cristiano que por la dignidad de sacerdote, obispo o Papa;

- proporciona la capacidad de recibir los otros siete sacramentos porque es el fundamento sacramental del cristiano. Aunque en la realidad de la Iglesia Dios hace maravillas que no conocemos, de hecho, por la vía normal las gracias nos vienen por los sacramentos con los que nos alimentamos para la vida eterna.

- y es una participación en el misterio pascual, pues el bautismo conmemora y actualiza el misterio pascual, haciendo pasar a los hombres de la muerte del pecado a la vida de la gracia.

El bautismo es un compromiso cristiano que obliga a seguir la fe de la Iglesia, es decir a cumplir los mandamientos y vivir la gracia de Dios consecuentemente en medio del mundo, siendo testigos de Cristo muerto y resucitado. Es, en definitiva, el gozo de ser cristiano que compromete a la alegría de ser hijo de Dios con la esperanza de vivir en el Cielo eternamente resucitado, en compañía de todos los santos y ángeles, en unión con Cristo resucitado y glorioso.         

jueves, 5 de enero de 2023

Epifanía del Señor. Ciclo A

 



El mensaje principal de la Epifanía, que significa manifestación, es el siguiente: La salvación es un deseo de Dios para todos los hombres, como nos asegura el apóstol San Pablo en su carta a los Efesios, que hemos proclamado en la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de hoy: “Que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio”.

En el tiempo de Jesús muchos judíos pensaban que la salvación era un privilegio, casi en exclusiva, para el pueblo judío, a pesar de que en la Sagrada Escritura estaba revelado que la salvación era universal. Esta idea, deformada por los diversos intérpretes del antiguo Testamento, fue revelada especialmente en el Nuevo Testamento en diversos textos, por ejemplo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad” (1 Tim 2,4)

En efecto, esta es una verdad de fe: Dios salva a los hombres por medio de Jesucristo en la Iglesia católica, y de infinitas maneras, propias del misterio de la  misericordia de Dios Padre, que no conoce la teología católica.

Pero no es el tema de la salvación el objeto de esta homilía, porque quiero fijar mi atención en los regalos que los Magos hicieron al Niño Jesús en Belén: oro, incienso y mirra.

Los Santos Padres interpretan que el oro significa la dignidad que corresponde a Jesús, como Rey del Universo, porque el oro es el metal de los reyes; el incienso es símbolo de la divinidad del Niño Jesús; y la mirra significa su naturaleza humana.

Como estos dones pueden ser interpretados en muchos sentidos espirituales, a mí se me ocurre pensar que el oro puede significar la bondad de nuestro corazón, el incienso la ofrenda de nuestra oración y la mirra el sentido de nuestro dolor.

Un corazón de oro significa una vida limpia de pecado grave que impida la unión con Dios, el esfuerzo de vivir en lucha constante contra todo pecado, el ejercicio de la verdad sin engaños, ni dobleces, ni intenciones egoístas, el cumplimiento del deber en todas sus amplitudes y la práctica de obras buenas en caridad por amor a Dios y al prójimo. 

Pero es posible que algunos digan: Yo no puedo regalar al Niño Dios un corazón de oro, porque tengo un corazón de barro, manchado por muchos pecados de la vida pasada o presente; porque vivo envuelto en muchos vicios, porque soy un gran pecador. ¿Cómo voy a regalar a Dios un corazón de oro si está manchado de barro?

Quizás sea este tu caso. Hay dos caminos por los que se puede ir al Cielo: por el camino de la inocencia, con un corazón de oro, o por el camino de la penitencia, del arrepentimiento, de la conversión.

Si no eres inocente porque has pecado mucho, de muchas maneras y gravemente, no por esto, se te han cerrado las puertas del Cielo, pues la gracia de la misericordia de Dios tiene fuerza sobrenatural para convertir de muchas maneras el barro de tu corazón en oro, sobre todo si  acudes a la Fábrica de la conversión, que es el Sacramento de la Reconciliación con Dios, que perdona los pecados y convierte el corazón de barro en corazón de oro por la gracia sacramental.

El incienso puede significar para nosotros la unión con Dios por medio de la oración que mueve montañas, concede la fortaleza para la lucha contra el pecado, la preparación para la confesión bien hecha, aunque sea pobre y se haga con defectos.

Cada uno debe hacer su oración como es, como sabe y como puede, y no como le gustaría o como la hacen otros. No tenemos que imitar el modo de orar de otros, sino su actitud de orar. Debemos estar contentos con que otros tengan más gracia que nosotros con tal que cada uno tenga la que Dios quiera, aunque sea la menor. Dios hará todo lo que te falte, pues comprende la bondad limitada de tu corazón puro y el modo pobre de orar de quien está apegado a la tierra, a los bienes de este mundo con miserias y pecados. Y Él hace todo lo que tú no sabes o no puedes hacer.

Quizás el obsequio más agradable que puedes hacer al Niño Dios sea la mirra de tu dolor, de tu sufrimiento, de tu cruz, porque estás enfermo o con debilidades físicas, psíquicas o tienes un problema familiar insoluble: un marido o una mujer que te hace la vida imposible o con quien te resulta difícil o muy difícil la convivencia, un hijo que te lleva por la calle de la amargura, un problema de padres o familia, un desequilibrio, falta de trabajo, cualquier dolor, pena o angustia.

En este caso ofrécele al Señor la mirra de tu cruz personal, familiar, social, querida por Dios o permitida, porque estoy seguro de que el Señor aceptará el regalo del sufrimiento que te purifica y santifica.

Estos son los regalos que hoy podemos hacer al Niño Dios, adorado por los Magos: el oro de la bondad de nuestro corazón o del barro de nuestra conversión, el incienso de nuestra oración y la mirra de nuestro dolor.