sábado, 14 de enero de 2023

segundo domingo. Tiempo ordinario. ciclo A

  


Fijamos nuestra atención en dos textos de la liturgia de la Palabra para hablar de la vocación religiosa o de vida consagrada. El primero es del profeta Isaías: “Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la Tierra” (Is 49,6); y el segundo es del apóstol San Pablo a los Corintios: “Yo Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios”.

El camino que vamos a recorrer es el siguiente. En primer lugar, daremos una definición genérica de la vocación, en sentido religioso amplio, luego definiremos la naturaleza de la vocación de vida consagrada y sus clases,  especificaremos después los medios ordinarios de los que Dios se vale para regalar la vocación, para terminar, por fin, explicando la esencia del seguimiento total a Cristo, que es la vivencia de los consejos evangélicos.

VOCACIÓN

El hombre es esencialmente religioso, porque ha sido creado por Dios con una finalidad última, que es Él mismo.  En el fondo de la intimidad de su ser se esconde la bondad de Dios llamándole al bien, aunque por culpa del pecado original lo confunda subjetivamente con el mal.Psicológicamente el hombre no puede querer el mal para sí mismo y su inclinación natural es buscar la felicidad, que no se encuentra en la sabiduría humana, ni en el mundo, ni en las pasiones, ni en el pecado, como nos dice con profundidad de experiencia San Agustín, hombre experto en la ciencia humana y en la vida del mundo: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón no descansa hasta que descanse en ti”.

Luego concluimos afirmando que la vocación del hombre es religiosa: Dios conocido y amado en esta vida, como medio de felicidad en la tierra, y después visto y gozado eternamente en el Cielo, suma y completa felicidad que colma totalmente las aspiraciones más grandes del ser humano.

¿QUÉ ES LA VOCACIÓN?

Partiendo de la base de que toda vida cristiana es vocación bautismal para la vida eterna, existe además la vocación específica de consagración a Dios, difícil de definir. Podríamos decir que es una fuerza interior, misteriosa,  como un instinto sobrenatural, que empuja al hombre vocacionado en lo más profundo de su corazón hacia Dios.

No es fundamentalmente un sentimiento religioso habitual, pues la sensiblería puede ser un defecto psíquico; ni un marcado gusto por las cosas espirituales, pues lo mismo puede ser un hobby que una llamada interior del Espíritu Santo.

Es como una especie de  inclinación hacia Dios y sus cosas, suave como la brisa,  que  en su principio vive dentro del hombre,  sin que él  se entere, ambienta todo su ser y  actúa en su vida, sin saber por qué ni para qué, hasta que poco a poco se va haciendo consciente y libre.

Es una llamada de Dios que exige la libre respuesta por parte del hombre: una acción conjunta de la gracia de Dios y la libertad humana, en la que Dios tiene la iniciativa y concede la fuerza para que el hombre escuche su voz  y tenga libremente capacidad para escucharla y seguirla.

Siendo en su esencia una invitación divina, resulta en la práctica como una orden. Cristo elige al cristiano que quiere, cuando quiere y como quiere para seguirle, y no al mejor dotado en inteligencia, voluntad, poder y cualidades. Los vocacionados son, al fin y al cabo, personas humanas, pecadoras, con pequeñas debilidades y rarezas comprensibles, pues la vocación, como la fe, es conciliable con los  defectos humanos.

Si la vocación se fomenta con el cultivo de la gracia y el abono de las buenas obras en un ambiente propicio, se afianza cada vez más; pero si se descuida la vida espiritual y se vive a expensas de las corrientes del mundo, se debilita y hasta puede perderse. Pasa en esto, como con la salud, el talento y el dinero, que se pueden conservar o perder, si no se cuidan.

La verdadera vocación supone desgarros del corazón, fácilmente aguantables, constantes y costosas renuncias,  no martirizadoras, y dolorosas persecuciones, sufridas con paciente equilibrio y consolaciones del Espíritu Santo. 

Cuando Dios se empeña en que un cristiano realice en la Tierra la función para la que, desde la eternidad, ha sido elegido, no hay obstáculo que impida su desarrollo y fructificación.

La vocación religiosa es radicalmente cristiana, nace en el bautismo y crece y se desarrolla con la oración, los sacramentos,  y buenas obras.

CLASES DE VOCACIÓN

La vocación de vida consagrada se puede reducir, en términos generales, a tres clases fundamentales: vida contemplativa, vida activa  y vida de ministerio sacerdotal.

La vida contemplativa se vive en comunidad fraterna, con dedicación preferente a la oración o contemplación, complementada esencialmente con la acción del trabajo de la vida ordinaria, en la que se viven los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad, según el propio carisma determinado en los estatutos aprobados por la Iglesia. Es por sí misma medio de santificación personal y comunitaria y místicamente apostólica.

La vida activa es diversa, según el propio carisma, aprobado por la Iglesia. Se vive en comunidad fraterna o fuera de ella, con la vivencia de los consejos evangélicos u otros vínculos, que se especifican en las Constituciones propias de la Obra o Instituto. Los miembros pueden ser femeninos y masculinos; y los masculinos sacerdotes o laicos.

La vida consagrada en comunidad fraterna no puede concebirse como una convivencia humana de amistad, de ideologías, de compañía o de otros intereses, sino como una vida común entre hermanos que se aman espiritualmente en Cristo y por Cristo con constantes renuncias a la propia libertad, a la familia, y a todas las cosas del mundo.

El único vínculo que une a los hermanos en Comunidad es Cristo y solamente Cristo, y la única meta es la santidad evangélica. La entrega al servicio de los hermanos debe ser real, auténtica, igual o superior a la que existe en las comunidades humanas de sangre o de amistad natural, aunque no se sienta de igual manera, porque todo lo que se hace por el hermano, se hace por Cristo, por profesión de votos.

La vocación del ministerio sacerdotal es un estado de perfección evangélica, en virtud del sacramento del Orden Sacerdotal, en el que ciertos cristianos vocacionados son consagrados sacerdotes, ministros de Cristo, para ejercer en la iglesia la misma misión que Él recibió del Padre: unos como simples sacerdotes y otros como Obispos.

El sacerdote es otro Cristo, que realiza la salvación de Jesús ministerialmente, y está llamado por su propia vocación sacerdotal a ser santo. Se vive personalmente en solitario, en familia o en comunidad, con el espíritu de los consejos evangélicos, aunque sin votos, pero sí con la promesa de obediencia al Obispo.

 MEDIOS PARA RECIBIR LA VOCACIÓN

Como Dios es infinitamente sabio y poderoso, no se ajusta a unas normas concretas y fijas para regalar la gracia de la vocación a quienes quiere, cuando quiere y de la manera que quiere; y, por eso,  utiliza los mejores medios que a Él le parecen. Sin embargo, la observación de los maestros de la vida espiritual ha detectado los siguientes:

- El ambiente familiar es generalmente el mejor semillero de vocaciones cristianas, con muchas excepciones, como lo demuestra la experiencia.

- La amistad, pues un buen amigo es un tesoro, dice la Sagrada Escritura; y puede ser en muchos casos vehículo para que por medio de él la vocación de Dios llegue a quien no ha tenido ambiente cristiano en la familia, sino pecaminoso, incluso pagano. En este caso se comprueba el poder sabio e infinito de Dios que con su amor llama a quien quiere para consagrarse a Él por caminos insospechados.

- La cultura que se recibe en colegios, Institutos y Universidades de inspiración cristiana o de la Iglesia proporciona oportunidades para que Dios regale la vocación a quienes él ha elegido para su servicio.

- La Parroquia o grupos de asociaciones cristianas, en los que Dios hace que la misericordia de Dios llegue, hecha vocación, a muchos por estos cauces propicios para encontrar a Cristo y seguirle.

- Medios de comunicación social, como, por ejemplo, la televisión, el teatro, el cine, la prensa, los libros, pues de la misma manera que proporcionan el camino para el pecado y de la perdición religiosa y moral, pueden suscitar buenos pensamientos y conversiones y hasta gracias para que Dios transmita  la vocación religiosa, con el poder de la gracia divina.

- Circunstancias y ocasiones diversas que Dios aprovecha para suscitar vocaciones, como, por ejemplo, enfermedades, gracias materiales, favores, pruebas, desengaños, desilusiones, disgustos, contrariedades  y otras.

- Gracias actuales que provienen directamente de Dios y actúan misteriosamente en el interior del hombre, sin mediaciones de personas ni cosas.

ESENCIA DE PERFECCIÓN ESPECIAL PARA SEGUIR A CRISTO

“Y, dejándolo todo, le siguieron” (Lc 5,11).

Para ser perfecto discípulo de Cristo es imprescindible dejarlo todo, absolutamente todo, tanto en sentido material  como espiritual; es decir vaciar el corazón del apego desordenado a personas y cosas, poniendo el corazón solamente en Dios, valiéndose de las cosas y personas, sin  ser esclavos de nada ni de nadie, pues nos dijo Jesús: "nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro, o bien despreciará a uno y se apegará a otro. No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6,24).

Para seguir a Cristo totalmente y sin reservas, hay que dejarlo todo, absolutamente todo, sin quedarse con nadie ni con nada. Me explico. Quedarse sin nadie no quiere decir ser un misántropo, huraño, insociable, sino significa no tener el corazón apegado a nada, sino pegado a Cristo con amor espiritual y equilibrado a las personas y cosas: amar a Cristo y en Él amar todo lo demás.

"Quedarse sin nadie" no es renunciar a las cosas buenas que hay en este mundo, pues es un contrasentido humano que Dios haya creado los bienes de este mundo para los hombres, y luego les exija privarse de ellos.

No hay que olvidar que las cosas han sido creadas por Dios no como fin del hombre, sino como medios para que con ellas ame, sirva a Dios en la Tierra y consiga la salvación eterna. No es nada fácil esta tarea, pues estando el hombre inclinado instintivamente a los bienes humanos, se siente atraído por ellos, como las cosas son atraídas por la ley natural de la gravedad de la Tierra.

Los bienes de esta vida, bien utilizados en justicia y caridad, son un símbolo o un anticipo de los bienes del Cielo, y, en cierto sentido, son el cielo de la tierra. Sin embargo, su utilización tiene que estar debidamente jerarquizada, de manera que lo eterno esté por encima de lo temporal, lo espiritual por encima de lo material y lo humano por encima de lo terreno.

Es un signo carismático de perfección evangélica privarse de algunos bienes materiales, no necesarios de modo absoluto, por buscar por la vía de mortificación otros sobrenaturales y eternos.

Seguir a Jesucristo, en definitiva,  es poner el corazón en Dios, y no en los hombres, obedecer la ley divina, la ley de la Iglesia, Maestra de la vida, cumplir las obligaciones propias del estado, aceptar los acontecimientos de la vida, queridos o permitidos por Dios, observar en obediencia las constituciones del propio Instituto,  luchar contra el pecado superando las pasiones desordenadas y trabajar por la santificación personal y la del mundo.

Este programa de perfección evangélica ofrece muchas dificultades, grandes luchas, continuas contrariedades, sufrimientos diversos, a veces sangrientos, sobre todo cuando se presenta el dolor y aparece la cruz de la incomprensión, soledad, traición, abandono y desprecio. Entonces, también seguimos a Jesús, aunque sea a regañadientes, a la fuerza, y gustosamente, aunque con lágrimas. Pero todo se supera con alegría y esperanza.

CONSEJOS EVANGÉLICOS

Entendemos por consejos evangélicos virtudes cristianas de pobreza, obediencia y castidad, vividas en calidad de votos, para seguir a Cristo con mayor sacrificio y perfección.

Voto de pobreza

“Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielo” (Mt 5,3), dijo Jesús en el sermón de la Montaña.

¿Quiénes son los pobres evangélicos?

 Dios ha creado los bienes materiales de la Tierra para el servicio de los hombres, de manera que, en proporción justa, todos tengan lo necesario para vivir dignamente. Los bienes materiales tienen el destino de servir al hombre de medios para que pueda conseguir su fin último, que es la salvación eterna. Por tanto, deben ser explotados virtuosamente por la sabiduría del hombre para servir mejor a Dios, causar felicidad humana y contribuir a la perfección de la nueva Tierra y los nuevos Cielos, que tendrá lugar al final de los tiempos.

Almacenar riquezas, sin otra finalidad que aumentar la propiedad privada, vivir con lujo, divertirse, cultivar el ocio y explotar goces totalmente terrenos, que alimenten las pasiones, es un contrasentido teológico contra el fin de las criaturas y un pecado evangélico.

Las cosas tienen un destino sagrado de glorificación a Dios en la planificación suprema y universal de la Redención. No son seres aislados del conjunto de la Creación, sino bienes de la Tierra que deben ser utilizados para la salvación eterna del hombre.

Los religiosos o cristianos que viven el voto de pobreza, aunque no tengan la propiedad de bienes, tienen el peligro de ser ricos en su usufructo, porque si  tienen todo al alcance de la mano, a capricho y sin privaciones, ¿cómo pueden llamarse pobres? Si nos servimos de los bienes que no son nuestros, como si lo fueran, es igual o peor que si los tuviéramos en propiedad. Para vivir el voto de pobreza, con rigor evangélico, es necesario utilizar las cosas con desprendimiento y sacrificios.

Existe además de la pobreza material otra superior que es la pobreza espiritual. Consiste en no querer tener, por propia voluntad, ni siquiera riqueza de bienes celestiales: oración especial de recogimiento, altos grados de unión mística, abundancia de virtudes, consuelos divinos, carismas, luces especiales del Espíritu Santo, privilegios de dones... El que vive la pobreza espiritual, entendida en este sentido, se conforma, agradecido, con la gracia que Dios le ha concedido,  y se alegra de que otros hayan recibido de Dios bienes superiores y ejerzan cargos más importantes.

El modo de vivir esta pobreza depende de personas y carismas. Muchos santos vivieron y viven el voto de pobreza de manera personal, heroica, en virtud de la gracia que recibieron del Espíritu Santo. De esta manera cumplieron al pie de la letra la invitación evangélica de seguir a Jesús en total y absoluta pobreza: “Todo aquel que por mí ha dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna” (Mt 19,29). Son modelos excepcionales de la vivencia del voto de pobreza, dignos de admiración y no de imitación en cuanto a los actos, sino en cuanto a las actitudes.

Dejar todos los bienes no quiere decir que hay que vivir la pobreza, reñidos con las cosas, desligados y desentendidos de los hombres, sino vivir inmersos en Dios relacionados con todo, sin apegos. Tampoco dejar la familia significa abandonarla, desampararla, romper con los lazos de sangre, que obligan por derecho natural y están preceptuados en el Decálogo. “Dejar la familia” quiere decir cumplir humana y cristianamente las relaciones esenciales con los padres y familia íntima.

Voto de obediencia

El voto de obediencia es el más sublime de todos, porque medio de él se ofrece a Dios la libertad, el mayor bien del hombre “Los religiosos, movidos por el Espíritu Santo, se entregan confiados a sus superiores, representantes de Dios. Los religiosos con espíritu de fe y de amor para con la voluntad de Dios, obedezcan humildemente a sus superiores, según las reglas y constituciones. La obediencia religiosa, lejos de aminorar la dignidad de la persona, la lleva a una plena madurez, con la amplia libertad de los hijos de Dios” dice el Concilio Vaticano II (PC 14).

El voto de obediencia es un modo perfecto de vivir la virtud de la obediencia, obligatoria para todos los cristianos. Consiste esencialmente no en obedecer todo lo que el superior manda arbitrariamente y a su capricho, porque es la autoridad, sino en aquello que es conforme con la ley de Dios, de la Iglesia, constituciones, reglas y disciplinas legítimas del propio Instituto. La obediencia tiene que ser razonable, porque la autoridad que viene de Dios es lógica.

En virtud del voto de obediencia, superior y súbdito obedecen a Dios, aunque de distinta manera: El Superior sirviendo a los hermanos en el ejercicio de la autoridad y el Súbdito obedeciendo a Dios, que manda lo que debe, como representante de Dios. No se debe obedecer lo que no se puede mandar. Hacer caso al Superior que manda a su aire, en bien propio o de algunos, no es obedecer sino desobedecer a la Iglesia y faltar al voto de obediencia.

 Voto de castidad

“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”

Entendemos aquí limpieza de corazón en sentido de castidad, pues la limpieza de corazón se puede entender en muchos sentidos.

La castidad es virtud bautismal, porque el bautismo consagra al hombre en templo vivo del Espíritu Santo, en cuyo corazón habita la Santísima Trinidad como en un sagrario. ¿“No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros, y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! ¡Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo! (1 Cor 6,18-20). 

La virginidad es una forma carismática de vivir la castidad preceptuada por el Decálogo. “La castidad que los religiosos profesan por el Reino de los Cielos” (Mt 19,12) ha de considerarse como un don exquisito de la gracia, pues libera el corazón del hombre de una forma especial (1 Co 7,32-35) para que más se inflame con la caridad para con Dios y para con todos los hombres; y, por tanto, es una señal característica  de los bienes celestiales  y un medio aptísimo con que los religiosos se dedican debidamente al servicio divino y a las obras de apostolado” (PC 12).

Es necesario que “los religiosos, procurando conservar fielmente su vocación, escuchen la palabra del Señor, y, confiados en el auxilio del Señor, no presuman de sus propias fuerzas y practiquen la mortificación y la guarda de los sentidos. No omitan tampoco los medios naturales útiles para la salud del alma y del cuerpo” (PC 12).

“La observancia de la continencia perfecta está íntimamente relacionada con las inclinaciones más hondas de la naturaleza humana” (PC 12). “El consejo evangélico de la castidad, asumido por el Reino Cielos, es un signo del mundo futuro y fuente de una fecundidad más abundante en un corazón no dividido” (c 599).

 Echad las redes para pescar

Jesucristo mandó a sus discípulos echar al lago las redes para pescar antes de la primera pesca milagrosa, como símbolo de la vocación de pescadores de hombres que tenían que desempeñar en el mundo.

Los que estamos llamados a evangelizar con nuestra vocación de vida consagrada, y también los simples cristianos, debemos echar las redes en nombre de Cristo, y no en nombre de otras causas. Si profundizamos en nuestros apostolados, observamos que no son siempre el Reino de los Cielos y el bien a los hermanos los únicos móviles que nos mueven a trabajar en la Iglesia.

Se mezclan en nuestras tareas apostólicas buenas intenciones con otros intereses que desvirtúan nuestros pensamientos, deseos y obras santas: la estima de nuestra persona, el amor propio, el egoísmo, el propio beneficio, el gusto natural, la obligación... Profesionalizamos, no pocas veces, la vocación apostólica programando pastorales preferentemente humanas y sociológicas, que también son cristianas, como objetivos prioritarios de nuestro urgente quehacer apostólico, olvidando los temas espirituales basados en los misterios de la fe.

Cuando nos dedicamos en cuerpo y alma a la acción caritativa o catequética, por ejemplo, porque nos gusta o por otras razones, y descuidamos las tareas estrictamente sobrenaturales y espirituales,  no realizamos la acción misionera de la Iglesia, de manera completa y jerarquizada.

Nuestras obsesivas preocupaciones por lo temporal son objeto de nuestra conversación y predicación, con aburrimiento de muchos, aguante resignado de bastantes, irritación o nervios de algunos y provecho espiritual de pocos.

El celo desmedido o desequilibrado de ciertos “apóstoles”, sociológicos únicamente, constituye el peligro de caer en un naturalismo desligado de lo sobrenatural. Ya no se programan pastorales que hablen del misterio del pecado, de la naturaleza de la gracia, de la necesidad de la penitencia, de la vida sacramental, de la oración, necesaria para la vida interior que sobrenaturalice las tareas humanas, de los novísimos del hombre, y, para resumirlo todo en una frase, ya no se habla del fin supremo y transcendente del hombre en la Tierra, peregrinación para la meta del Cielo.

El amor propio es tan sutil y tramposo que se esconde solapadamente en nuestros actos apostólicos, con apariencia  de celo por la gloria de Dios;  incluso se adentra en nuestra elevada oración mística,  que es más soberbia refinada que auténtica unión con Dios.

Nos buscamos a nosotros mismos, hablemos en términos generales, y no siempre actuamos en nombre de Cristo. Cuando nos entristecemos  porque no somos capaces  de hacer el bien que otros hacen y criticamos  otros apostolados que no nos gustan,  echamos al mar las redes para pescar, buscando nuestro propio interés.

Examinemos nuestra conciencia, a la luz de Dios,  para ver si en el ejercicio de nuestro ministerio impera la gloria de Dios y el bien de la Iglesia o la motivación humana de nuestro engolado egoísmo. Cuando tengamos que hacer apostolado por obligación o gusto apostólico, es aconsejable sobrenaturalizar la  intención para sacrificar el amor propio.

           

           

           

 

           

 

 

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