Epifanía es una palabra griega que significa en su sentido etimológico manifestación. En la liturgia es la manifestación de Dios, encarnado, para la salvación de todos los hombres, como nos asegura el apóstol San Pablo en su carta a los Efesios en la liturgia de la Palabra de este día: “Que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio”.
Muchos judíos, principalmente en los tiempos inmediatos al nacimiento de Jesús, apoyados en falsas interpretaciones de las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento, escritas en estilo enigmático y apocalíptico de difícil interpretación, pensaban que la salvación era una exclusiva para el Pueblo de Israel, sometido en ese tiempo principalmente a la invasión de Roma. La salvación para ellos consistía en la instauración de un reino de justicia y paz, humano, temporal y político con sentido religioso con abundancia de bienes materiales y espirituales. Sin embargo, es una verdad de fe que Dios, infinitamente misericordioso, quiere que todos los hombres se salven (1 Tim 2,3) por medio de la Iglesia católica o de otras muchas maneras en su suplencia.
Los Magos
El día de la Epifanía es entendido popularmente en España como la Fiesta de los Reyes Magos en que los niños, y también mayores, reciben regalos, en recuerdo de los dones de oro, incienso y mirra que los Magos regalaron al Niño Jesús en Belén.
En una descripción poética, de pura fantasía oriental, el evangelista San Mateo nos describe el relato de unos magos que vinieron de Oriente, guiados por una estrella, que llegaron a Belén; y allí, de rodillas, ofrecieron al Niño Dios oro, incienso y mirra. Los Magos no eran reyes porque no fueron tratados como tales por Herodes, rey de Judea en Jerusalén en aquella época; ni magos, prestidigitadores que hacían magia. Eran científicos dedicados a la astronomía. Sucedió que acostumbrados a estudiar la ciencia de los astros, un día observaron en el firmamento una estrella singular, fenómeno diferente a las estrellas que ellos conocían por su ciencia. Impulsados por una revelación sobrenatural, guiados por esa estrella misteriosa, se pusieron en camino hacia Belén, con la certeza de que había nacido el Mesías, el Salvador.
No se sabe el lugar de donde vinieron. Una tradición fundada en el profeta (Isaías 60,1-6), sin credibilidad histórica, dice que procedían de Madián y de Efá, lugares que no conoce la ciencia geográfica; ni tampoco se sabe el número de magos, ni sus nombres, aunque la tradición popular nos dice que eran tres y sus nombres Melchor, Gaspar y Baltasar. Su fundamento ilusorio se basaba en que como fueron tres los regalos que ofrecieron al Niño Jesús, oro, incienso y mirra, tres eran los Magos, en contra del sentido común, pues tres personas pueden hacer un solo regalo y una sola tres. Tampoco se sabe el tiempo que los Magos tardaron en el viaje hasta llegar a Belén. Se piensa que el trayecto como mínimo duró seis meses y como máximo un año o año y medio.
Significados del oro, incienso y mirra
La peregrinación que los Magos hicieron desde Oriente a Occidente puede significar la travesía que nosotros hacemos desde el oriente de nuestro nacimiento hasta el occidente de nuestra muerte, y el camino el tiempo que vivimos en la Tierra hasta llegar al Cielo.
Como peregrinos debemos caminar en marcha hacia la meta de la eternidad, cargados siempre con los dones de oro, incienso, y mirra que debemos regalar constantemente a Jesús hasta que llegue la hora de verlo y adorarlo en el Cielo con gozo eterno.
El oro puede ser símbolo de un corazón limpio de pecado grave que impide la perfecta unión con Dios; y símbolo también del ejercicio de la verdad, sin engaños, ni dobleces, ni intenciones egoístas; del cumplimiento del deber en todas sus amplitudes; y de la práctica de obras buenas realizadas por amor a Dios y al prójimo.
Es posible que algunos digan: Yo no puedo regalar al Niño Dios un corazón de oro, porque mi vida pasada ha estado manchada de pecado, o acaso lo está ahora en el presente; o mi vida espiritual ha estado o está marcada por la tibieza, la indiferencia o la apatía cristiana o apostólica. ¿Cómo voy a regalar a Dios un corazón de oro dañado por el pecado y sin el brillo de una piedad, evangélicamente auténtica? Quizás ese sea tu caso. Hay dos caminos por los que se puede ir al Cielo: por el camino de la inocencia con un corazón de oro puro, desde siempre, o por el camino del oro de la penitencia, del arrepentimiento y de la conversión. Si no eres inocente porque has pecado mucho, de muchas maneras y tal vez gravemente, puedes convertir el barro de tu vida en un corazón de oro por una conversión permanente de santas obras.
El oro puede estar significado también por el amor en su máxima expresión, que es la comprensión, que no significa ver bueno lo que es malo, ni justificar el mal, sino excusar al pecador, al estilo de Jesús en la cruz que perdonó a los que lo crucificaron: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Es decir: no condenar a nadie en el corazón, porque desconocemos la realidad del mal que hace el pecador en su corazón delante de Dios.
San Pablo nos enseña que el amor todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co 13,4-7). La comprensión consiste en aceptar a los hombres buenos y malos, como son, y no como a nosotros nos gustaría que fueran. No pensemos que nosotros, por ser cristianos, somos delante de Dios mejores que los que no lo son; ni los fervorosos que viven la fe de una manera extraordinaria, ejemplar son mejores que los que la viven de otra manera; ni que unos santos son más santos que otros por el modo de vivir la santidad en oración, penitencias y obras apostólica. Solamente Dios lo sabe.
El oro de la compresión podría resumirse en tres frases: no hacer mal a nadie, no desear mal a nadie y no pensar mal de nadie. Dicho esto de manera positiva: hacer todo el bien que debemos y podemos a todos, desear el bien a todos y pensar bien de todos.
El incienso puede ser símbolo del reconocimiento de la dignidad de Dios, a quien se le inciensa, como a los dioses falsos; y también de la oración teológica, eucarística y sacramental, alimento del alma. La oración privada es necesaria para estar en línea directa con Dios y se realiza de muchas formas. Hay que buscar un tiempo para estar de muchas maneras con Dios, nuestro Padre, que sabemos nos ama, como decía Santa Teresa de Jesús. Es conveniente, y muy fructuosa la oración comunitaria, porque nos asegura Jesús en el Evangelio que cuando dos o tres se reúnen en su nombre, en medio está Él. Cuando oramos, de modo personal, nos preparamos para la oración litúrgica por excelencia, que es la celebración del sacrificio de la Santa Misa. Ora como tú eres, con tu estilo personal, de la manera que sepas y puedas, sin imitar a nadie en el modo, sin ceñirte necesariamente a un método determinado, con la ayuda de un libro o sin él, comunicándote con Dios con el pensamiento, deseo o palabra, con recogimiento o distracciones, con pena o alegría, despierto o dormido, con turbaciones, tentaciones o en paz, aburrido o entusiasmado, con el sacrificio de la fe o con el gozo del Espíritu Santo. Ora, sabiendo que tu pobre y humilde oración de pura fe o de altura mística sube al Cielo como el incienso.
La mirra que los Magos ofrecieron al Niño Dios puede estar significada por nuestro dolor, nuestra cruz, debilidades físicas, psíquicas propias o de un familiar o amigo, y por los problemas que inevitablemente existen en la convivencia familiar y social.
Ofrécele al Señor la mirra de tu cruz sabiendo que es un bien que te purifica y santifica. Hay que presumir la buena voluntad de los que nos causan u ocasionan el mal, porque la cruz es gracia y hay que dar gracias a Dios por ella. Es humano y cristiano dar gracias a Dios por lo bienes recibidos, y es heroico, propio de santos, dar gracias a Dios por las cruces que sobrevienen, que son medios para la santificación, porque todo es gracia menos el pecado. Te hacen mal si tú lo consideras así, y mucho bien si haces que el mal se convierta en bien. Estos son los regalos que podemos hacer al Niño Dios: el oro de la bondad del corazón estando siempre en estado de una vida de gracia expresada en santas obras y en la comprensión, el incienso de nuestra oración en sus múltiples formas; y la mirra de nuestro dolor.
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