No tienen vino, símbolo de la oración de exposición
Boda en Caná de Galilea
Jesús, después de haber pasado cuarenta días y
cuarenta noches en rigurosa y austera oración y penitencia en el
desierto, pasó por el Jordán y recabó a seis novicios
de discípulos para formar la Iglesia: Andrés, Juan, discípulos de Juan, el
Bautista, a quienes se sumaron después Pedro, Santiago, Natanael y Felipe. Y
empezó su vida pública oficiosamente predicando el Evangelio por las plazas
públicas y casas. Luego se dirigió a Caná de Galilea, que dista 7
Km. de Nazaret y 23 de Tiberíades, para asistir a una boda a la que
estaba invitado. A la entrada de esa aldea, hoy convertida en una ciudad
de estilo europeo, sigue manando la fuente de la que los sirvientes sacaron el
agua que Jesús convirtió en vino.
En el mismo lugar, donde se celebró el banquete,
existe hoy una Iglesia griega de franciscanos, donde se exhibe un viejo
cántaro, que es viva imagen de las tinajas de agua que había entonces
destinadas para la purificación de los judíos. A la entrada hay una inscripción
en latín que dice: “Santificados sean los lugares pisados por sus
pies”.
El evangelista San Juan, autor de este relato, fue
testigo de este milagro, como se deduce de tantos detalles y pormenores que nos
cuenta. El matrimonio en Israel era símbolo de las relaciones personales del
hombre con Dios. Tenía un carácter totalmente religioso en todo: en el atavío
de los contrayentes, en los preparativos de la boda, en la celebración
litúrgica del acto, en el banquete y hasta en el baile y diversión. Era
considerado como una obra de amor al prójimo, el gran acontecimiento festivo de
la Sociedad, la gran noticia gozosa de un pueblo; y, sobre todo, un acto
sagrado del que Dios se valía para propagar la raza, de la que vendría el
esperado Mesías, liberador del pueblo de Israel.
Matrimonio
El matrimonio en Galilea comprendía cuatro
actos: ceremonia religiosa, ofrenda de obsequios, banquete y baile.
Se escogía generalmente para la celebración el miércoles por la noche, y solía
prolongarse por espacio de siete días, si los novios eran de clase social desahogada.
En el corralón que cercaba la vivienda propia, generalmente la del novio,
o en pleno campo, se celebraba la ceremonia religiosa. Los
invitados debían estar presentes en el acto religioso, a ser posible. La
liturgia empezaba con unas bendiciones solemnes. El
salón o el campo era el lugar del banquete. Todos se sentaban
en el suelo o sobre esteras en pequeños grupos formando corros, bien separados
los hombres de las mujeres, que se situaban de la misma manera con los
niños en otros lugares discretos. Durante los siete días de la boda los
comensales iban y venían, comían y se divertían, sin abandonar sus trabajos,
las obligaciones domésticas y sociales. Antes del banquete, todos los invitados
acudían al lugar donde estaban situados los novios para hacerles sus propias
ofrendas en medio de entusiastas vivas y calurosos aplausos. Los
obsequios solían ser en especie: animales, corderos, aceite, legumbres,
verduras, y, sobre todo, vino, que no podía faltar en una buena celebración de
boda. Después tenía lugar el banquete que consistía en
carnero hervido en leche, legumbres frescas y frutos secos. El vino no era una
bebida de placer, ni una ayuda para facilitar la regulada digestión, pues se
consideraba como propio alimento. No se registraban excesos de vino ni
borracheras, pues los judíos guardaban las normas de urbanidad, procurando
comportarse bien en la convivencia social y en las diversiones públicas.
Los invitados que llegaban rezagados, como parece que
sucedió en el caso de Jesús y sus discípulos, entregaban sus propios regalos
después de la bendición nupcial, que se repetía tantas cuantas veces
llegaba un grupo nuevo, relativamente numeroso. El maestresala, director del
convite, hoy maître en nuestro tiempo, procuraba que el banquete fuera selecto
y abundante en exquisitos manjares y en el servicio esmerado y diligente. Solía
desempeñar este oficio un familiar o amigo de alguno de los novios, que cumplía
sus funciones con estudiada solemnidad y esmerada delicadeza, siguiendo
rigurosamente el ritual y las costumbres. Se encargaba de hacer las mezclas de
vino con agua, pues no estaba bien visto beber vino puro. A las órdenes de él
estaban los sirvientes que solían ser familiares o amigos de los novios. Las
mujeres se dedicaban a cocinar, preparar los manjares en los platos, echar el
vino en las jarras y fregar los cacharros en la cocina. María estaba en medio
de ellas, como una criada más. El baile era una
diversión en el que todos bailaban al compás de música pegadiza popular y
pastoril con la que todos se divertían a placer honestamente.
La boda a la que asistió Jesús
con sus discípulos y su madre me parece de clase media, y con numerosos
invitados, a juzgar por los 600 litros de agua, (seis tinajas
de 100 litros cada una) convertidos en vino por Jesús.
Cuando el banquete estaba más que
mediado, María observó que faltaba vino y oyó cuchicheos de protesta en
algunos grupos; y se le ocurrió la extraña y feliz idea de acudir a su
Hijo para exponer el problema: No tienen vino, con la insinuación del milagro de la conversión del agua en vino.
Jesús respondió a su madre con la evasiva de que no había llegado su hora, pero
sí la hora de María, prevista desde la eternidad, que era la hora de Dios.
María observó en la mirada expresiva de Jesús que iba a acceder a su
petición, y por eso acudió a los sirvientes a decirles: Haced lo que él
os diga. Y ellos llenaron de agua hasta el borde las seis
tinajas destinadas para las abluciones de los judíos.
Me llama poderosamente la atención la omnipotente
intercesión de María ante su Hijo, Dios, a quien le expone un
problema humano, trivial: la falta de vino en una boda, para que hiciera
un milagro, no necesario, como sería curar una enfermedad terminal
de una persona que se está muriendo, que tiene explicación lógica, humana
y milagrosa.
No tienen vino: Oración de exposición y desahogo
Aprovechando esta maternal
ocurrencia divina de María que acude a su Hijo para pedir un milagro, se me
ocurre exponer el modo más perfecto de la oración de exposición y
desahogo, que consiste en no pedir nada en concreto, sino que se
cumpla siempre y en todas las cosas la voluntad divina.
Algunas veces sabemos que
nuestros problemas no tienen humanamente más solución que el milagro, que
generalmente no sucede. En esos casos debemos exponer al Señor nuestra
irremediable necesidad con la oración del desahogo, como
Jesús en el huerto de Getsemaní, que sabía que tenía padecer y morir en la cruz
para salvarnos, y oró al Padre diciendo: “Padre, si este cáliz no puede
pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt 26,42).
Fue un modelo perfecto de confianza plena en la voluntad divina. Este
modelo llegó a su colmo de perfección, cuando Jesús, en estado agónico de
crucifixión, recurre al Padre para desahogarse: “¿Dios mío, Dios mío,
por qué me has abandonado?” (Mt 27,46), que terminó
encomendando su vida al Padre: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu” (Lc 23,46).
Orar es necesario para pedir a
Dios lo que el hombre no puede conseguir por sus propias fuerzas naturales, el
Cielo. Existen muchas clases de oración: oración de petición, meditación,
contemplación, a la que hay que dedicar un tiempo, cada día, para estar
con Dios para pedirle, de muchas maneras, las gracias necesarias para la
salvación eterna; y luego complementar la oración de estar con la oración de
hacer y la de la vida ordinaria, comunicándose siempre con Dios, cada uno como
sabe y puede personalmente.
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