sábado, 18 de enero de 2025

Segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 


No tienen vino, símbolo de la oración de  exposición

 Boda en Caná de Galilea

Jesús, después de haber pasado cuarenta días y cuarenta noches en rigurosa y austera  oración y penitencia en el desierto,    pasó por el Jordán y recabó  a seis novicios de discípulos para formar la Iglesia: Andrés, Juan, discípulos de Juan, el Bautista, a quienes se sumaron después Pedro, Santiago, Natanael y Felipe. Y empezó su vida pública oficiosamente predicando el Evangelio por las plazas públicas y casas. Luego se dirigió a  Caná de Galilea, que dista 7 Km. de Nazaret y 23 de Tiberíades, para asistir  a una boda  a la que estaba invitado.  A la entrada de esa aldea, hoy convertida en una ciudad de estilo europeo, sigue manando la fuente de la que los sirvientes sacaron el agua que Jesús convirtió en vino.

En el mismo lugar, donde se celebró el banquete, existe hoy una Iglesia griega de franciscanos, donde se exhibe un viejo cántaro, que es viva imagen de las tinajas de agua que había entonces  destinadas para la purificación de los judíos. A la entrada hay una inscripción en latín que dice: “Santificados sean los lugares pisados por sus pies”.

El evangelista San Juan, autor de este relato, fue testigo de este milagro, como se deduce de tantos detalles y pormenores que nos cuenta. El matrimonio en Israel era símbolo de las relaciones personales del hombre con Dios. Tenía un carácter totalmente religioso en todo: en el atavío de los contrayentes, en los preparativos de la boda, en la celebración litúrgica del acto, en el banquete y hasta en el baile y diversión. Era considerado como una obra de amor al prójimo, el gran acontecimiento festivo de la Sociedad, la gran noticia gozosa de un pueblo; y, sobre todo, un acto sagrado del que Dios se valía para propagar la raza, de la que vendría el esperado Mesías, liberador del pueblo de Israel.

Matrimonio

El matrimonio en Galilea comprendía cuatro actos: ceremonia religiosa, ofrenda de obsequios, banquete y baile. Se escogía generalmente para la celebración el miércoles por la noche, y solía prolongarse por espacio de siete días, si los novios eran de clase social desahogada. En el corralón que cercaba la vivienda propia, generalmente la del novio, o  en pleno campo, se celebraba  la ceremonia religiosa. Los invitados debían estar presentes en el acto religioso, a ser posible. La liturgia empezaba con unas    bendiciones solemnes. El  salón o el campo era el lugar del banquete. Todos se sentaban en el suelo o sobre esteras en pequeños grupos formando corros, bien separados los hombres de  las mujeres, que se situaban de la misma manera con los niños en otros lugares discretos. Durante los siete días de la boda los comensales iban y venían, comían y se divertían, sin abandonar sus trabajos, las obligaciones domésticas y sociales. Antes del banquete, todos los invitados acudían al lugar donde estaban situados los novios para hacerles sus propias ofrendas  en medio de entusiastas vivas y calurosos aplausos. Los obsequios solían ser en especie: animales, corderos, aceite, legumbres, verduras, y, sobre todo, vino, que no podía faltar en una buena celebración de boda. Después tenía lugar  el banquete que consistía en carnero hervido en leche, legumbres frescas y frutos secos. El vino no era una bebida de placer, ni una ayuda para facilitar la regulada digestión, pues se consideraba como propio alimento. No se registraban excesos de vino ni borracheras, pues los judíos guardaban las normas de urbanidad, procurando comportarse bien en la convivencia social y en las diversiones públicas.

Los invitados que llegaban rezagados, como parece que sucedió en el caso de Jesús y sus discípulos, entregaban sus propios regalos después de la bendición nupcial, que se repetía  tantas cuantas veces llegaba un grupo nuevo, relativamente numeroso. El maestresala, director del convite, hoy maître en nuestro tiempo, procuraba que el banquete fuera selecto y abundante en exquisitos manjares y en el servicio esmerado y diligente. Solía desempeñar este oficio un familiar o amigo de alguno de los novios, que cumplía sus funciones con estudiada solemnidad y esmerada delicadeza, siguiendo rigurosamente el ritual y las costumbres. Se encargaba de hacer las mezclas de vino con agua, pues no estaba bien visto beber vino puro. A las órdenes de él estaban los sirvientes que solían ser familiares o amigos de los novios. Las mujeres se dedicaban a cocinar, preparar los manjares en los platos, echar el vino en las jarras y fregar los cacharros en la cocina. María estaba en medio de ellas, como una criada más. El baile era una diversión  en el que todos bailaban al compás de música pegadiza popular y pastoril con la que todos se divertían a placer honestamente.

La boda a la que asistió Jesús con sus discípulos y su madre me parece de clase media, y con numerosos invitados, a juzgar por los 600 litros de agua, (seis tinajas de 100 litros cada una) convertidos en vino por Jesús.  

Cuando el banquete estaba más que mediado, María observó que faltaba vino y oyó cuchicheos  de protesta en algunos grupos; y se le ocurrió la extraña y feliz idea de  acudir a su Hijo para exponer el problema: No tienen vino, con la insinuación del milagro de la conversión del agua en vino. Jesús respondió a su madre con la evasiva de que no había llegado su hora, pero sí la hora de María, prevista desde la eternidad, que era la hora de Dios. María  observó en la mirada expresiva de Jesús que iba a acceder a su petición, y por eso acudió a los sirvientes a decirles: Haced lo que él os diga. Y ellos llenaron de agua hasta el borde las seis tinajas  destinadas para las abluciones de los judíos.

Me llama poderosamente la atención la omnipotente intercesión de  María ante su Hijo, Dios, a quien le expone  un problema humano, trivial: la falta de vino en una boda, para que hiciera un  milagro, no necesario, como sería  curar una enfermedad terminal de una persona que se está muriendo, que tiene  explicación lógica, humana y milagrosa.

No tienen vino: Oración de exposición y desahogo

Aprovechando esta maternal ocurrencia divina de María que acude a su Hijo para pedir un milagro, se me ocurre exponer el modo más perfecto de la oración de exposición y desahogo, que consiste en no pedir nada en concreto, sino que se cumpla siempre y en todas las cosas  la voluntad divina.

Algunas veces sabemos que nuestros problemas no tienen humanamente más solución que el milagro, que generalmente  no sucede. En esos casos debemos exponer al Señor nuestra irremediable necesidad con la oración del desahogo,  como Jesús en el huerto de Getsemaní, que sabía que tenía padecer y morir en la cruz para salvarnos, y oró al Padre diciendo: “Padre, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt 26,42).  Fue un modelo perfecto de confianza plena en la voluntad divina. Este modelo llegó a su colmo de perfección, cuando Jesús, en estado agónico de crucifixión, recurre al Padre para desahogarse: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” (Mt 27,46), que terminó encomendando su vida al Padre: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).

Orar es necesario para pedir a Dios lo que el hombre no puede conseguir por sus propias fuerzas naturales, el Cielo. Existen muchas clases de oración: oración de petición, meditación, contemplación, a la que hay que dedicar un tiempo, cada día, para  estar con Dios para pedirle, de muchas maneras,  las gracias necesarias para la salvación eterna; y luego complementar la oración de estar con la oración de hacer y la de la vida ordinaria, comunicándose siempre con Dios, cada uno como sabe y puede personalmente.

 

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