sábado, 29 de marzo de 2025

Cuarto domingo de Cuaresma. Ciclo C

 


El sacramento de la Penitencia es también llamado sacramento de la Reconciliación en el Catecismo de la Iglesia Católica de Juan Pablo II, “porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia” Cat 1424).

Después del bautismo, el hombre sigue pecando, porque quedó en él la concupiscencia, que no es pecado, pero que inclina a él y permanece en su misma naturaleza  “a fin de que sirva de prueba en el combate de la vida cristiana ayudado por la gracia de Dios. Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad  y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos.

Existe dos conversiones sacramentales: la conversión bautismal y la conversión penitencial.

La primera conversión es la conversión bautismal que convierte al hombre, nacido en pecado, en  hijo de Dios y heredero de la vida eterna. En el bautismo se realiza una transformación total del ser del hombre, de manera que toda su persona se convierte en santa: su cuerpo en templo vivo del Espíritu Santo y su alma en sagrario de la Santísima Trinidad; y recibe la semilla de la inmortalidad con capacidad de desarrollarse por las obras santas, para poder fructificar en la gloriosa resurrección eterna, ahora en el alma hasta el fin del mundo, y después en la resurrección total de toda la persona.           

El sacramento de la Penitencia es llamado segunda conversión porque convierte al hombre pecador, en estado de pecado mortal, en santo; y al pecador, en estado de pecados veniales, lo purifica y lo santifica, concediéndole fortaleza para la lucha y la vida de gracia. 

Sin la conversión del corazón, la penitencia interior, las penitencias exteriores permanecen estériles y engañosas, y el sacramento no se recibe, porque el dolor o el arrepentimiento de los pecados es esencial para recibir el perdón de Dios. (1427-1431). 

Sólo Dios perdona el pecado 

Jesús en el Evangelio dice de sí mismo: “El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados de conversión del la tierra (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino durante su vida perdonando pecados (Mc 2,5; Lc 7,48). En virtud de su autoridad divina, Jesús confirió este poder a sus Apóstoles (Jn 20,21-23), a sus sucesores y colaboradores, que son los sacerdotes, para que lo ejercieran en su nombre hasta el fin de los tiempos (Cat 1441.1444) 

Cristo instituyó el sacramento de la Reconciliación para los cristianos que después del bautismo hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. Por este sacramento admirable el cristiano recupera la gracia de la justificación.

A lo largo de los siglos la forma concreta de administrar este sacramento ha variado mucho. Durante los primeros siglos los cristianos que cometían ciertos pecados graves (idolatría, homicidio o adulterio) recibían el perdón de sus pecados después de hacer algunas penitencias públicas, muy severas, durante largos años, y en algunos casos solamente se recibía una sola vez en la vida. Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica “privada” de la Penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. Y desde entonces este sacramento se celebra de manera secreta entre el penitente y el sacerdote, con una estructura fundamental con pequeñas variaciones en su celebración (1446-1448). 

ACTOS DEL PENITENTE           

Los actos del penitente son tres: contrición, confesión y satisfacción.

Contrición es “un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar” (Cc de Trento: DS 1676; Cat 1451). La pena de haber ofendido a Dios es el acto más importante para hacer una buena confesión. Incluye el propósito de la enmienda,  es decir hacer lo posible por corregirse del pecado. Prever que se puede volver a pecar no es obstáculo para el arrepentimiento, si se tiene en cuenta la fragilidad humana y las circunstancias personales del pecador.

Cuando la contrición brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas,  se llama “contrición perfecta”, que borra los pecados veniales y obtiene también el perdón de los pecados mortales  si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (Cc de Trento: DS 1677;Cat 1452).  

La contrición llamada “imperfecta” nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Arrepentirse del pecado por temor al castigo de Dios, vergüenza del acto que se comete, miedo a las penas que puedan sobrevenir y consecuencias humanas y sociales que se pueden padecer es suficiente dolor de atrición para recibir fructuosamente el sacramento de la Reconciliación. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia (Cc. De Trento:DS 1678,1705;Cat 1453). 

La confesión de los pecados es una confesión de los pecados que el hombre, hijo de Dios, hace a su Padre Dios, infinitamente misericordioso; un Padre sin igual, que nadie puede imaginar, como nos describe San Lucas (15,1-3.11-32) en la llamada parábola del Hijo pródigo, en la que el Padre es un padre que no se da en este mundo, cuya misericordia traspasa los límites de la concepción humana; un padre que perdona a cada uno de sus hijos, que le ofenden de distinta manera, y ambos reciben el perdón de sus pecados totalmente, sin imposición de penitencia alguna, como si el Padre no hubiera  sido jamás ofendido por ninguna de los dos hijos.

La confesión, incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. En el sacramento constituye una parte esencial. Los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente (Cat 1456), según su formación religiosa personal.

Según el mandamiento de la Iglesia “todo fiel llegado a la edad de uso de razón debe confesar, al menos una vez al año, los pecados graves de que tiene conciencia (CIC c 989;Cat 1457).

Sin ser estrictamente necesaria la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (CIC 988;Cat 1458).

La satisfacción

La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe "satisfacer" de manera apropiada o "expiar" sus pecados. Esta satisfacción de llama "penitencia" que el confesor impone teniendo en cuenta la situación personal del penitente y la gravedad de los pecados cometidos (Cat 1459-1460)

MINISTRO DEL SACRAMENTO

Los Obispos y los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, tienen el poder de perdonar todos los pecados "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" reconciliando al pecador con Dios y con la Iglesia (Cat 1461-1462)

   


sábado, 22 de marzo de 2025

Tercer domingo de Cuaresma. Ciclo C

 

 


La liturgia de la Palabra que celebramos hoy, en la segunda lectura, propone para nuestra meditación el ejemplo del antiguo Pueblo de Dios, que capitaneado por Moisés  fue liberado de la tiranía de los faraones de Egipto. Como sabemos por la Biblia atravesó el mar rojo y el desierto con la constante protección milagrosa de Dios, camino de la Tierra prometida. Todos fueron bautizados en Moisés, todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron de la roca espiritual que les seguía. Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, se apartaron de sus mandatos, en el monte Sinaí construyeron con las joyas de oro estatuas de becerros a quienes adoraron como a dioses, y fueron castigados a  quedar sus cuerpos muertos en el desierto.

El Apóstol San Pablo, que es el autor de este relato, nos dice que aquellos acontecimientos sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo hicieron nuestros padres y nos sirva de escarmiento. Y termina diciendo una frase que me a servir a mí para la homilía de hoy: El que se cree seguro, tenga cuidado no sea que caiga”. 

Tenemos un desconocimiento tan grande de nosotros que creemos que valemos más que los demás, que somos mejores, que no somos capaces de hacer el mal que vemos hacen otros. Y no es cierto, porque en el fondo de nuestro ser hay una gran capacidad para el mal  que no conocemos, y que puede salir a la superficie, si se presenten las circunstancias. “No digas de este agua no beberé”, dice un refrán, porque somos capaces de hacer el mal como el primero; Grandes castillos más fuertes que los nuestros sucumbieron. Conocemos ejemplos de cristianos y sacerdotes virtuosos, que vivieron en la más íntima unión con Dios, modelos de virtudes y de entrega a los hombres en el servicio de la Iglesia, que se sentían seguros de sí mismos y las circunstancias de la vida hicieron que cayeran y se apartaran de Dios y se separaran de la Iglesia, viviendo en pecado habitualmente. Si tú hoy estás escuchando la Palabra de Dios en el sacrificio de la Santa Misa y vas a comulgar, se debe a la gracia de Dios, que no mereces, porque tus pecados, mayores o iguales que los pecadores que perdieron la fe, te hubieran llevado al precipicio, si Dios no te hubiera sujetado fuertemente con sus manos para que no cayeras en el pecado o en la pérdida de fe, como tantos. 

Esto mismo podemos decir respecto de la potencia del bien que hay escondida en el interior de nuestra persona. Si secundamos la gracia que Dios regala a quien quiere, como quiere y en la medida que quiere, puedes llegar a ser santo, no milagrosamente, sino poco a poco, después de mucho tiempo, muchos esfuerzos y pequeñas caídas. 

De niños pensábamos que nosotros no haríamos aquel  mal que veíamos hacían los mayores  y lo criticábamos en el corazón y con la palabra, hasta con escándalo. Y decíamos: ¡Parece mentira, qué vergüenza! Yo no haría esto o aquello. Cuando éramos jóvenes inmaduros e inexpertos, inocentes e ingenuos, juzgábamos con dureza las malas acciones, debilidades y achaques  de los mayores. Y cuando pasó el tiempo, y hemos llegado a ser personas adultas, hemos cometido los mismos pecados,  y tal vez mayores, que cometieron aquellos a quienes criticábamos ingenuamente y con dureza. 

Es un hecho incontrovertible que cuando éramos niños y jóvenes no nos fiábamos de los consejos que nos dieron nuestros padres, maestros y educadores en todas las cosas. Acaso solamente en algunos casos. Y haciendo uso de nuestra libertad, muchas veces con buena intención, hacíamos lo que a nosotros nos parecía mejor, y caíamos en la trampa, comprobando después nuestras equivocaciones y pecados. Y ahora mismo, en el estado de vida y edad en que nos encontramos, que ya hemos llegado y superado la mayoría de edad, en el ejercicio de nuestra autoridad, pocas veces pedimos consejos o hacemos caso de lo que se nos dice, porque somos autoritarios, autosuficientes, nos las sabemos todas, y luego comprobamos nuestros errores y pecados. Nos falta la humildad de preguntar y aconsejarnos y, por eso, nos crece la crece la vanidad y la soberbia. ¡Qué equivocación! 

La experiencia de los años nos dan el conocimiento de nosotros mismos en las muchas cruces que conlleva la vida, en los desengaños que experimentamos, en los continuos errores y desaciertos en que caemos y en los muchos pecados que cometemos. Y con tantas miserias aprendemos la debilidad que escondemos dentro de nuestro interior, y la humilde y sabia lección de que no somos tan inteligentes, ni fuertes, ni santos como nos imaginábamos. 

Este ejemplo lo tenemos en San Pedro, el primer Papa de la Historia de la Iglesia. Tenía ciertamente sobresalientes cualidades, mayores muchas de ellas que el resto de los Apóstoles; amaba a Jesús con locura y se creía seguro de sí mismo, sin miedo a traicionar a su Maestro. Cuando en la última Cena el Señor profetizó el abandono de los doce, él autosuficiente y seguro de sus propias fuerzas y apoyado en el amor que tenía a Jesús, le dijo: “Aunque todos te abandonen, yo nunca te abandonaré”. Entonces el Señor le profetizó: “Antes de que el gallo cante dos veces, tú mismo me negarás tres veces”. Y en la madrugada del primer Viernes Santo, juró y perjuró con maldiciones ante una criada y otros testigos: “Yo no conozco a ese hombre”. 

Eso mismo tal vez te habrá  a ti. Te creías fuerte como una roca entonces, y ahora tu conciencia te dice si has sido una roca que permanece en pie, a pesar de las constantes sacudidas de las olas del mar de la vida que chocan contra ti, una caña del desierto que se mece al viento que más sopla o una veleta de la torre que se mueve en el sentido del viento que más sopla.

 

martes, 18 de marzo de 2025

San José

  

¿Quién era San José?

 Podéis todos decir: que pregunta más simple, más fácil. Todos sabemos que era el esposo de la Virgen María, el padre legal de Jesucristo. Es cierto, pero yo no pretendo con esta pregunta saber la personalidad  evangélica de San José, sino que quiero explicar su personalidad humana y espiritual.

San José fue en cuanto a su personalidad humana un hombre, como todos los demás: concebido en estado de pecado original; sometido, como cualquier hijo de Adán, a tentaciones, a luchas, a vaivenes de la convivencia social, a malos momentos, como tú y como yo, y como cada hijo de Dios.

Tenía sus defectos temperamentales, que no se pueden evitar y no son pecados, aunque sean molestias u ofensas para los hombres. Fue un hombre bueno, inteligente, virtuoso, perfecto, santo. Sólo se diferenciaba de nosotros en que él era santo y nosotros queremos ser santos y trabajamos por serlo; en que él es el Santo más grande que hay en el Cielo, después de María Santísima, por ser el Esposo de la Virgen, Madre de Dios, y Padre adoptivo del Hijo de Dios, Jesucristo, y nosotros somos hijos de Dios e hijos de María Santísima.

Se podría decir que por ser San José el padre adoptivo de Jesús, y por ser nosotros hermanos de Jesús, San José es, de alguna manera, padre legal de todos los hombres, a diferencia de María, que es realmente Madre espiritual de todos los hombres.     

Hay un pasaje en el Evangelio donde aparece la virtud de San José, como hombre santo, y es aquél en que se cuenta el hecho de que San José  observó en su mujer, su esposa, signos evidentes de maternidad, al regreso de la visita que hizo a su pariente  Santa Isabel, en Ain Karin, cerca de Jerusalén. Este suceso está narrado por San Lucas 1,39-45, pero por ser un pasaje sabido, no merece la pena reseñarlo.

San José, ante este hecho evidente de la concepción de su mujer, lo debió de pasar muy mal. Probablemente pasó noches sin dormir dándole vueltas a la cabeza. ¿Cómo se explica esto en María, mi esposa? Sabía que su mujer era santa, virtuosa y virgen; y que en la maternidad de María, él no tenía arte ni parte, como decimos vulgarmente en castellano. Y como consecuencia de romperse la cabeza pensando en este asunto, le sobrevino la zozobra, la inquietud, la desazón, el malestar, la lucha, la tentación y una serie de interrogantes sin respuestas.

A esta lucha verdaderamente crucial, que tuvo que padecer San José, la llama Martín Descalzo la noche oscura de José, porque por más que pensaba y buscaba razonamientos para buscar una solución, no encontraba ninguna. Se sentía aprisionado en un laberinto sin salida.

Después de pasarse días y noches con cavilaciones de tortura, a San José se le ocurrieron tres posibles soluciones de comportamientos para con su mujer.

Primera: dejarla privadamente. Pero esta opción no le pareció humana ni religiosa, porque él hubiera quedado ante el pueblo con la mala fama, injusta, de mal esposo, que abandona a su mujer dejándola embarazada, hecho que merecería ser llevado a los tribunales del Sanedrín. Y desechó esta solución.

Segunda: Hablar serena y piadosamente con su esposa; y en el caso de que hubiera sufrido una posible violación, comprenderla, amarla y aceptar el fruto de sus entrañas como algo natural dentro del matrimonio. Nadie se iba a enterar y él cumplía un deber de amor comprensivo y un acto de caridad extrema para con el hijo de su mujer.

Pero esta decisión suponía par los dos, principalmente para él, tema muy espinoso y desagradable. Y desechó esta opción.

La tercera opción podría ser cumplir la ley: acudir a los tribunales y pedir el derecho de repudio que consistía en dejarla legalmente abandonada. Pero este comportamiento, aunque legal, era frío, poco humano y caritativo, porque sería dejar a su mujer, a la que suponía santa, con un desprestigio inmoral público.  Y para José era cumplir la ley con poca caridad y comprensión, cosa que le remordía la conciencia.

Ante esta situación angustiosa, de verdadero martirio cabe una pregunta de difícil contestación: ¿Por qué María no le dijo a José que había concebido por obra y gracia del Espíritu Santo? Sencillamente parece la mejor solución puesto que ambos eran santos, y ambos entenderían perfectamente los planes de Dios. Sin embargo, no lo hizo. ¿Por qué? ¡Misterio! ¿Por qué San José no pidió a su Esposa una explicación del hecho de su concepción?

Le dio vergüenza porque suponía culparla de algo malo que en Ella de ninguna manera ni siquiera imaginaba. Por supuesto que no podía adivinar la realidad el hecho de la concepción inmaculada de su mujer, por obra del Espíritu Santo.

Yo pienso que la mejor solución fue la que adoptó María, porque la tomó la Virgen que era Santísima, tal vez por inspiración divina: el silencio, ya que la concepción de María era  un misterio sobrenatural, que sólo se cree por la fe o por revelación de Dios, como sucedió. Si María se lo hubiera a San José ¿él la hubiera creído? Tal vez, pero si las cosas sucedieron de esa manera, hay que pensar que fue lo mejor.

En estas cábalas estaba José, terriblemente tentado y angustiado y sin saber qué hacer, cuando un ángel del Señor se le apareció y le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, a casa, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1,16.18-21.24).

Cuando la revelación vino de parte de Dios, por medio de un ángel, José, hombre de fe, creyó en la concepción de Jesús en el seno virginal de María.

Esto mismo pasa ahora con nosotros, que creemos en Jesucristo en la Eucaristía, no porque nos lo han dicho nuestros padres, ni porque nos lo han enseñado en la escuela o en la catequesis, sino porque tenemos fe. Nadie cree si no tiene la potencia de creer.

Hay muchas cosas en la vida que no entendemos, muchos interrogantes que nos hacemos frecuentemente, y para los que no encontramos solución. Nos preguntamos muchas cosas inútilmente ¿Por qué, por qué, por qué...? No pierdas el tiempo en romperte la cabeza, buscando soluciones humanas a los misterios de fe. Cree porque te ha revelado la fe.

A imitación de San José, ante los misterios de la vida que no entiendes, ora, sé fiel cumplidor de la Ley y espera que Dios solucione las cosas que no tienen solución humana, sabiendo que “en todas las cosas interviene Dios para el bien de los que ama” (Rm 8,28

sábado, 15 de marzo de 2025

Segundo domingo de Cuaresma. Ciclo C

 


En la segunda lectura de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando hay una frase de transcendencia sobrenatural para la vida del hombre, que nos propone el Apóstol San Pablo: “Somos ciudadanos del Cielo” (Fp 3, ). En efecto, nuestra Patria definitiva es el Cielo, pero tan apegados estamos a las personas y cosas de este mundo que da la impresión de que la Tierra es nuestra morada para siempre.

En el Evangelio, que acabamos de proclamar en el nombre del Señor, hemos narrado un acontecimiento espectacular que sucedió en la vida de Jesús: La Transfiguración de su Persona. Os cuento en pocas palabras el hecho sustancial de este relato.

Un día Jesús se llevó a tres de sus discípulos preferidos Pedro, Juan y Santiago a orar a una montaña muy alta, que la tradición identifica con el nombre del monte Tabor. Y sucedió que mientras oraba se transfiguró ante ellos, es decir, cambió de figura. El aspecto de su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.

¿Qué sucedió? La naturaleza humana de Jesús se transfiguró y dejó traslucir al exterior ráfagas de la realidad de su Persona divina, escondida bajo su cuerpo mortal; y sus discípulos vieron una apariencia analógica de Cristo resucitado y como un anticipo simbólico de la visión y gozo del Cielo.

La Transfiguración del Señor me ofrece una buena oportunidad para hablar del Cielo, tema del que poco se habla en nuestros días. La Sagrada Escritura nos dice: “Piensa en los novísimos y no pecarás”. Y es cierto, porque si pensáramos en la muerte, juicio, infierno y Cielo, pecaríamos menos y viviríamos como peregrinos en la Tierra que caminamos por el desierto de la vida hacia la eternidad. La muerte, que es el final de nuestra existencia en el mundo, es el principio de la vida eterna. Este pensamiento impone y sobrecoge por su transcendencia, porque no se trata de no vivir temporalmente en el mundo, dejarlo todo, sino de terminar de merecer en la vida temporal y empezar a vivir eternamente en el Cielo o en el Infierno, por el justo juicio infinitamente misericordioso de Dios Padre, que humanamente no se entiende.

¿Qué es el Cielo?

La gente dice, y sin razón, que nadie ha venido del otro mundo para contarnos qué existe después de la muerte, porque Jesucristo, el Hijo de Dios eterno, encarnado en las entrañas purísimas de María, vivió entre los hombres y nos evangelizó los misterios sobrenaturales de la Vida eterna, que de alguna manera genérica estaban ya revelados por Dios en el Antiguo Testamento.

La vida del cristiano es de fe. Y solamente por la fe sabemos lo que es el Cielo, pero de una manera genérica, imprecisa, analógica, incompleta, pues el pobre entendimiento humano no puede conocer las realidades sobrenaturales, que ni siquiera se pueden imaginar, sino las humanas y terrenas, y no perfecta ni totalmente.

En todos los textos de la celebración de la Santa Misa se respira un ambiente de eternidad gozosa que se pide y espera, sobre todo, en la oración después de la Comunión en la que casi siempre se pide con palabras distintas la misma gracia: que por la Eucaristía celebrada merezcamos alcanzar la vida eterna del Cielo.

Teniendo en cuenta los elementos que nos facilita la fe, enseñada por la Iglesia y explicada por los teólogos, el Cielo puede concebirse como un lugar, que es distinto a los lugares físicos de la Tierra que conocemos, y distinto a los otros que existen en el espacio, conocidos o por conocer; y distinto también a los que puede conocer el entendimiento humano o se puede imaginar. En el Cielo habitan los espíritus, que no tienen materia y cuya naturaleza es desconocida, y los cuerpos gloriosos cuyas dotes no se conocen ni se pueden conocer por la razón humana. Pero ciertamente el Cielo tiene que estar en algún lugar, que podríamos llamar “espiritual”. ¿Cómo se puede concebir un lugar espiritual, donde habitan los ángeles y las almas de los santos, Jesucristo resucitado y glorioso, María resucitada, y que será la estancia eterna de los cuerpos resucitados, cuando termine este mundo en el que vivimos? De ninguna manera.

El Cielo es también un estado de la visión intuitiva, pura y simple de la divina esencia del misterio de Dios Uno y Trino, en sí mismo, sin medios ni discursos, de manera inmediata y directa.

¿Qué significa visión de Dios?

Cuando dos personas se aman mucho, estar sin verse, aunque sólo sea un día, parece una eternidad. Y cuando se ven y están juntas gozan y alimentan el amor viéndose temporalmente, pero la visión mutua no satisface plenamente el amor de ambos, porque cada persona tiene su propia vida y sus deseos quedan insatisfechos; y el tenerse que separar y dejar de verse produce una especie de purgatorio en el cielo de la visión y gozo del amor humano. Ver a Dios y gozar de Él eternamente, que es la esencia del Cielo es contemplar en una misma y única mirada espiritual de amor, jamás interrumpida, a Dios “tal cual es”, su infinita fecundidad de la eterna naturaleza divina en Trinidad de Personas; contemplar cómo la increada Persona del Padre engendra eternamente a su Hijo, el Verbo o Palabra, y cómo es la inefable espiración del Espíritu Santo, término del amor mutuo del Padre y del Hijo, unidos, de manera indisoluble, en la más íntima difusión de si mismos.

Es imposible en esta vida ver a Dios con los ojos corporales, como nos dice San Juan: “Nadie ha visto jamás a Dios” (1 Jn 4,12). Es posible que la Virgen María cuando vivía en la Tierra tuviera en algunos momentos reflejos analógicos de la gloria de Dios eterna, pues vivía la fe con esperanza en la máxima contemplación mística que se puede dar en criatura alguna; y es posible también que algunos privilegiados santos, como por ejemplo San Pablo y acaso Santa Teresa de Jesús participaran en esta vida de algunas ráfagas simbólicas del gozo de Dios en el Cielo.“A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la visión beatífica” (Cat 1028).

Para ver a Dios es necesario que el alma sea transformada sustancialmente por medio de una gracia especial, llamada comúnmente por los teólogos “lumen gloriae”, luz de la gloria, que emana de la esencia misma de la Santísima Trinidad y se transmite por medio de Cristo resucitado. ¿Cómo? Esa gracia divina, totalmente desconocida en la teología, verifica un cambio radical en el entendimiento para que pueda espiritualmente ver a Dios; y “deifica” la voluntad potenciándola para poseer y gozar de Dios eternamente en un estado perfecto y acabado de felicidad que sacia totalmente todas las apetencias del ser humano. Viendo a Dios, en su esencia divina se conoce todo lo que se puede conocer y se goza de todo lo que se puede gozar, de tal manera que el bienaventurado es totalmente y para siempre feliz. Después, al fin del mundo, los cuerpos resucitarán y se unirán a sus propias almas ya resucitadas, para gozar eternamente del Cielo, de manera que ninguna criatura, no glorificada, puede explicar ni imaginar. Esta gracia no es otra cosa que la fructificación de la semilla de la gracia que recibimos en el bautismo (Rm 6,23), que creció con las buenas obras en el estado de peregrinación en visión de Dios en Cielo.

El catecismo antiguo de Ripalda, que los mayores estudiamos de niños, define el Cielo con estas palabras: ”El Cielo es el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno” Y el de la Iglesia Católica de esta manera: “El Cielo es la vida perfecta con la Santísima Trinidad, comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados, donde los que mueren en gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Es una verdad de fe”(Cat 1023.1024.1028;Benedicto XII;DS 1000; Cf LG 49).

En el Cielo, además de ver y vivir la comunión de vida y de amor de la Santísima Trinidad, se goza de la amable compañía de todos los bienaventurados, de manera que cada cual participa de los bienes de todos, como si fueran propios, y ama a los demás como así mismos; y el gozo de cada uno se ve aumentado accidentalmente por el gozo de todos.

“Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están con Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” 1 Co 2,9; Cat 1027).

Al ver, poseer y gozar de Dios en el Cielo, se conocen todos los misterios de la Naturaleza , hasta la mayor profundidad de la esencia íntima de cada ser, sin ningún género de duda, ni dificultad alguna. Enumeremos algunos, siguiendo la doctrina apasionante de Santo Tomás de Aquino que parece ciencia ficción.

Los bienaventurados en el Cielo conocen perfectamente:

- todas las ciencias naturales en sí mismas en sus causas y efectos;

- todos los conocimientos que el hombre deseó conocer en el mundo;

- el secreto de los seres marítimos que viven debajo de las aguas;

- la naturaleza de las configuraciones geográficas;

- la esencia y composición de todas las cosas que pertenecen al reino mineral, vegetal y animal;

- el misterio de la vida de todos los seres vivientes que pueblan el Universo, con sus géneros y especies, transformaciones y evoluciones;

- el espacio con todas y cada una de sus astros: estrellas, planetas, satélites y otros cuerpos celestes;

- en fin, todo, absolutamente todo lo que ha sido creado: visible e invisible, conocido o por conocer.

Los sabios de este mundo son unos pobres ignorantes y analfabetos al lado del último de los moradores del Cielo.

Además de conocer todo lo que es congnoscible en este mundo, en la esencia divina de Dios, Uno y Trino, los ángeles y santos en el Cielo ven, como si fuera en una pantalla, los misterios sobrenaturales que en el mundo se creen por la fe:

- la perfección de Dios en si mismo en la evidencia del misterio de la Santísima Trinidad;

- la total identificación del Ser de Dios, ente necesario y subsistente, con todos sus atributos: Sabiduría increada, Verdad eterna, Bondad absoluta, Amor infinito...;

- la perfecta conciliación de la infinita misericordia Dios con su infinita justicia;

- la perfección y belleza de la naturaleza angélica y la gloria de Dios que resplandece en cada uno de los ángeles y de los santos;

- la divina predestinación, angustioso problema para los hombres;

- la perfecta armonía de la gracia con la libertad del hombre;

- el misterio de la salvación de los hombres, que acongoja el corazón humano y pone la piel del alma en carne viva;

- el misterio de la Redención y todos los actos que conlleva y de ella se derivan;

- la maravilla de la unión hipostática en Cristo de dos naturalezas diferentes en una sola Persona divina;

- la Iglesia como Sacramento universal de salvación;- el dogma de la comunión de los santos;

- la naturaleza de los Sacramentos y su admirable y soberana eficacia;

- el valor infinito de la Santa Misa;

- el modo admirable con que Cristo está en la Eucaristía;

- las distintas presencias de Jesucristo en su Iglesia;

- la necesidad y la vida de la gracia;

- la eminente dignidad de María, como Madre de Dios y de los hombres, y su influencia como Mediadora de las gracias;

Los bienaventurados entienden todo lo que les interesa saber.

En el Bien sumo, que es Dios, están incluidos todos los amores y gozos que el corazón humano puede apetecer; y conocen todo lo que se relacionó con ellos en este mundo. Enumeremos algunos ejemplos:

- la Virgen ve todo lo que se relaciona con cada hombre, que es su hijo;

- los Fundadores ven a los miembros de sus Obras y observan su evolución y problemas;

- los Papas el avance y problemática de la Iglesia;

- los padres siguen atentamente el proceso de sus hijos; y los hijos el de los padres y la historia de cada uno de los familiares que fue objeto de interés en este mundo para ellos.

Los seres queridos que se fueron y están en el Cielo no se han ausentado de nosotros para siempre. Están unidos con su pensamiento, amor y oraciones a su familia querida. Sin embargo, nunca conocen a Dios como Dios es conocido por si mismo en el arcano misterio de su ser personal trinitario, en la intimidad de la única naturaleza divina.

En el Cielo existen diferentes intensidades de bienaventuranza en la gloria de los elegidos. Cada uno recibirá el grado de Cielo que por sus obras haya merecido en la Tierra (1 Co 3,8;Mt 16,27). Unos verán a Dios y gozarán de Él con mayor perfección que otros, pero el objeto visto y poseído, Dios, Uno y Trino, es sustancialmente el mismo para todos por igual. Esta desigualdad de visión de Dios es aparente, pero no real, pues cada bienaventurado ve y goza de Dios cuanto puede, siendo eternamente feliz. Valga un ejemplo. Supongamos que en una familia una madre regalara a cada uno de sus ocho hijos un traje de la misma tela, de valor incalculable, para que estuviera vestido a medida. Todos estarían felices al estar vestidos con la misma tela, aunque fuera en cantidad distinta en cada uno, porque cada cual se vería vestido con la tela que necesita su complexión física, sin que haya entre ellos presunción ni envidia. Así en el Cielo, cada bienaventurado participa de la misma gloria que le corresponde, según la infinita justicia bondadosa de la voluntad de Dios. Y todos los bienaventurados unidos por el mismo Amor con que se aman entre si, se alegran mutuamente del bien de todos, disfrutando del de los demás como bienes propios.

Los bienaventurados en el Cielo no experimentan tristeza por las desgracias de sus familiares, ni por los infortunios de los hombres, porque ven que Dios impone los castigos justos que merecen, según su infinitamente misericordiosa justicia divina. Esta realidad sobrenatural que hiere la sensibilidad humana, San Agustín la explica con estas bellísimas palabras: Es “desventurado el hombre que conoce todas las cosas, pero no te conoce a ti; y, en cambio, feliz y dichoso el que te conoce a ti, aunque ignore todas las demás cosas. Y el que te conoce a ti y a ellas, no es más feliz por ellas sino porque te conoce a ti”

miércoles, 5 de marzo de 2025

Primer domingo de Cuaresma. Ciclo C

 

Conversión

Conversión sacramental

Conversión teológica

Conversión misteriosa de infinita misericordia

Conversión cósmica.

 



Conversión

Toda la vida cristiana es una permanente y progresiva conversión evangélica  en diversas etapas y modalidades. Aunque todos los tiempos litúrgicos son en su esencia de conversión, la  Iglesia señala dos  especiales: Adviento como preparación para la Navidad y Cuaresma para la Resurrección.

La conversión es el tema fundamental de toda la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Consiste en corresponder a la vocación de santidad a la  que cada cristiano está llamado por el Espíritu Santo en el bautismo. Se supone difícil porque se imagina que tiene que ser excepcional, espectacular, como la de los santos de relumbrón, extraordinarios, modelos admirables, pero no imitables en todos sus actos, sino solamente en sus actitudes, porque la santidad es personal.  Convertirse no es cambiar  la personalidad, la manera substantiva de ser,  sino  la manera de proceder en el virtuoso obrar: en el cumplimiento de la voluntad de Dios, en la lucha contra el pecado y en la moderación virtuosa del propio temperamento o carácter. La conversión tiene que dar sus propios frutos de perfección, porque el que no fructifica en buenas obras  no se ha convertido, es un enfermo o un pecador redomado.

Conversión sacramental

La primera conversión que se realiza en el hombre es en el bautismo, que convierte al hombre, nacido en pecado, en hijo de Dios, heredero de su reino y lo incorpora al Cuerpo místico de la Iglesia. El bautizado por el agua y el Espíritu Santo queda regenerado  en una nueva criatura con una segunda naturaleza divina, participada de Dios. Mientras es bebé, sin conciencia de sus actos, sigue siendo hijo de Dios, aunque no sepa esa sublime y sobrenatural  realidad de filiación divina hasta el uso de razón, momento en que empieza la responsabilidad moral. Los bautizados que nunca llegan a tener conciencia de sus actos, permanecen en ellos el estado de gracia inalterable que recibieron en el bautismo hasta su muerte, y después van al Cielo; y los que tienen cierta lucidez mental,  esporádica, son juzgados por Dios con singular  misericordia.

En el bautizado normal  la gracia bautismal está sometida a un proceso de conversión sacramental, pues en cada sacramento recibe su gracia específica, según las disposiciones en que lo recibe,  principalmente  en la Penitencia y  en la Eucaristía.

El sacramento de la Penitencia convierte al pecador que ha roto la amistad con Dios por el pecado grave en amigo suyo; y en el que ha mantenido su amistad con Él en íntima relación o con faltas o imperfecciones lo santifica.

El sacramento de la Eucaristía cristifica al bautizado que lo recibe con fe y buenas disposiciones, y no por rutina o costumbre, y lo alimenta con el  Cuerpo y la Sangre de Cristo. 

Conversión teológica

La conversión no es sólo el paso de la vida de infidelidad a  la vida de fe, sino también de la vida de pecado a la vida de gracia en progresivo crecimiento; y también de la vida de gracia  al culmen de  la  santidad en distintas dimensiones.

Conversión misteriosa de infinita misericordia

Es un hecho evidente que en nuestras familias, amistades, compañeros de trabajo, vecinos, conocidos,    existen bautizados que no practican la fe católica habitualmente, y solamente participan en actos religiosos de compromiso; y también no bautizados de otras religiones o de ninguna, que muchos son honrados y buenos, tanto o más que los cristianos. ¿Entonces, no se convierten?

La sabiduría infinitamente misericordiosa de Dios tiene  caminos inimaginables para que el hombre bautizado o no bautizado se convierta, porque juzga la moralidad de los actos del hombre con criterios  de un Dios encarnado, que vivió, padeció y murió en la cruz, derramando sangre divina para salvar a todos los hombres. ¿Cómo? ¡Misterio!  El juicio de Dios sobre el pecado  no es matemáticamente como enseña la Moral Católica, al pie de la letra, porque el pecado no es un una simple trasgresión de la ley, sino una ofensa que el hombre hace a Dios, misterio de maldad personal, como define el Concilio de Trento. Muchos hombres cometen actos malos, según la estimación de la justicia humana y cristiana, pero no todos son pecados, ofensas a Dios en su presencia divina, porque existen muchas causas humanas que eximen de responsabilidad moral católica, como por ejemplo: la ignorancia, la incapacidad humana de concebir las cosas, y sobre todo la malicia del pecado, la pasión que perturba o anula la responsabilidad, el desequilibrio orgánico, causas físicas, psicológicas, psíquicas, educación y cultura. A medida que van pasando los años, cada vez estoy más convencido de que la mayoría de los hombres se salvan por estas y otras muchas razones, no conocidas. Es muy difícil que el hombre, en su ser natural puro, cometa un acto humano, llamado pecado mortal, tan grave que en la presencia de Dios merezca el infierno eterno, que existe.  El pecador comete el pecado, según su capacidad intelectual y formación de moral católica que tiene, el sacerdote lo perdona en el Sacramento del Perdón, y Dios lo juzga y condena en su auténtica realidad.   

Conversión cósmica

Este mundo en que vivimos no será convertido  en un caos, ni aniquilado, sino convertido en otra realidad diferente, infinitamente superior y mejor que la actual en una conversión cósmica de unos cielos nuevos y una tierra nueva de toda la creación glorificada en la que habrá  paz absoluta y completa, felicidad total de amor en la visión y gozo de Dios eternamente

Miércoles de Ceniza. Ciclo C

 


Intentaré exponer el tema CUARESMA con cierta  lógica coordinada en cuatro puntos: 
Origen, estructura, naturaleza, temario: oración y penitencia.

 


Origen

Desde los primeros siglos del cristianismo se observó en la Iglesia la práctica de la oración y penitencia en todo tiempo, como una norma evangélica de vida cristiana. En el seno de las primeras comunidades cristianas fue extendiéndose progresivamente el espíritu cuaresmal de oración y penitencia, observándose prácticas que dictaban los obispos para los fieles de sus diócesis. No se sabe cuándo ni cómo surgió la Cuaresma propiamente dicha para todos los fieles de la Iglesia universal. Las primeras alusiones directas  aparecieron en Oriente, a principios del siglo IV, y en Occidente a fines del mismo siglo, según los expertos historiadores de la Liturgia.  A lo largo de la Historia de la Iglesia se fue configurando el año litúrgico, dando primordial importancia, como tiempos fuertes de oración y penitencia, al Adviento, como preparación al nacimiento de Jesús, y a la Cuaresma, como preparación intensiva para la Pascua de Resurrección.

Desde hace siglos, la Iglesia ha ido cambiando  la celebración de la Cuaresma, quedando sustancialmente estructurada desde hace tiempo como la de hoy con variantes accidentales, adaptadas a los tiempos.

Estructura

La Cuaresma empieza el miércoles de Ceniza y termina  justo antes de la “Misa del Señor” en la tarde del Jueves Santo.

La ceremonia del miércoles de ceniza se celebra dentro de la celebración de la Eucaristía con la imposición de ceniza, elaborada de la quema de los ramos del domingo de Ramos del año anterior. Significa el origen del hombre y su fin: polvo, y la caducidad de su vida.  La impone el celebrante sobre la cabeza o frente de los fieles con estas palabras: “Conviértete y cree en el Evangelio o Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás”.

El tiempo de Cuaresma es de cuarenta días. Está figurada en varias referencias bíblicas: en los cuarenta días que duró el diluvio, en los cuarenta años que duró la travesía del pueblo de Dios desde Egipto a Palestina, la tierra prometida y, sobre todo, en  la cuarentena que Jesús pasó en el desierto  en ayuno y penitencia preparándose para la vida pública. Comprende seis domingos, contando el domingo de Ramos. 

Naturaleza

La Cuaresma ha tenido siempre en la Iglesia un carácter especialmente bautismal de penitencia, porque es una Comunidad bautismal-penitencial-eclesial. Los cristianos de los primeros siglos se bautizaban en cuaresma, se acercaban al sacramento de la Penitencia, y los grandes pecadores, apartados de la Iglesia por sus pecados graves, eran reinsertados a ella por el sacramento del perdón,  principalmente en la Vigilia Pascual.

Temario: oración y penitencia

El tema central de la Cuaresma es  la conversión de todos los fieles: la de los pecadores a la vida de gracia, la de los buenos a la vida de la santidad,  y la de los santos a una santidad en la  mayor perfección posible, porque todos los cristianos tenemos que convertirnos.

El Concilio Vaticano II ha estructurado la Cuaresma como un tiempo especial de oración, de intensa escucha de la Palabra de Dios y penitencia, con una orientación pascual-bautismal (SC 109).  Es el tiempo de una experiencia oficial en el misterio pascual de Cristo: “Padecemos juntamente con Él, para ser también juntamente glorificados” (Rm 8,17).  Podríamos decir que es para toda la Iglesia como unos ejercicios espirituales intensivos de cuarenta días en los que los fieles imitan el ejemplo de Cristo en toda su vida, principalmente en su pasión y muerte, para celebrar la Pascua de Resurrección, con miras a nuestra resurrección al final de los tiempos.

La cuarentena penitencial es un tiempo especial para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las privaciones voluntarias (ayuno, limosna, comunicación cristiana de bienes, obras caritativas y misioneras) (Cat 1438) y las peregrinaciones, como signo de penitencia. Se recomiendan reuniones de oración, celebraciones de la Eucaristía, del sacramento de la Confesión y celebraciones de la Palabra, la práctica de la penitencia o mortificación con equilibrio y el ejercicio voluntario del sacrificio en todas las ocasiones de la vida ordinaria. Es decir, la cuaresma para un cristiano es un tiempo de gracia en el que tiene que empeñarse en que toda su vida sea orante y operativa con especial intensidad que en otros tiempos litúrgicos.  Enunciamos las penitencias que se deben observar siempre, pero especialmente en Cuaresma, por mandato de la Iglesia.

Penitencias obligadas

La primera penitencia obligada para todo cristiano es cumplir la ley penitencial que manda la Iglesia:

“En la Iglesia universal son días y tiempos penitenciales todos los viernes del año y el tiempo de Cuaresma (c 1250).

Actualmente el ayuno y la abstinencia se guardarán solamente el miércoles de Ceniza y el viernes Santo.

El ayuno obliga a todos los cristianos mayores de edad (18 años) hasta que hayan cumplido cincuenta y nueve (c 1252).

La ley de la abstinencia obliga a los que han cumplido catorce años.

La abstinencia de carne se puede cambiar en los demás viernes del año por un acto de piedad, de caridad o limosna, pero no en los viernes de Cuaresma. La penitencia de abstención de carne es principalmente la obediencia a la Iglesia, más que no comer carne. 

Además es muy buena, y en cierta manera necesaria, la penitencia libre del sacrificio voluntario de aprovechar todas las ocasiones imprevistas que se presenten, incluso buscarlas, para ofrecer a Dios pequeñas penitencias, que valen mucho para reparar los pecados propios y ajenos, santificarse y santificar a todos los miembros de Cuerpo Místico de la Iglesia. Las penitencias importantes no se deben usar sin el consejo del confesor, o como esté establecido en las reglas o constituciones de un Instituto u obra aprobada por la Iglesia. 

Principales penitencias

Voy a enumerar sin explicación alguna las principales penitencias que causan paz, felicidad en la Tierra y garantizan el Cielo:

·                         Recibir con frecuencia el sacramento de la Penitencia

·                       El cumplimiento del deber.

·                       La aceptación total de sí mismo en la carencia o limitación  de las cualidades;

·                       La humillación de los propios pecados que se repiten.

·                       La renuncia constante a la propia voluntad caprichosa.

·                       La guerra declarada al egoísmo.

·                       El sacrificio costoso de la convivencia familiar, laboral, social y amistosa.

·                       La aceptación de todos los acontecimientos que suceden y no se pueden          remediar. 

 

sábado, 1 de marzo de 2025

Octavo domingo. Tiempo ordinario. ciclo C

 


¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo”

Para predicar la homilía en este domingo VIII del tiempo ordinario, ciclo C, voy a fijar mi atención en una frase del Evangelio de San Lucas, que es fundamento para la vida cristiana: ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo”.

 Sin duda alguna que el conocimiento propio es la asignatura más difícil de  la carrera de la santidad que se cursa en la Universidad de la vida, porque en la esencia íntima de nuestro propio ser radica el egoísmo, que nos impide ver las cosas con objetividad. Vemos en el prójimo defectos y pecados más grandes  que los que tenemos nosotros: la mota en el ojo del hermano y no vemos la viga en el nuestro.

El amor propio o egoísmo nos hace aminorar o justificar nuestros defectos y pecados, aunque sean importantes y graves, y agrandar y condenar los defectos de nuestros hermanos, aunque sean iguales que los nuestros y aún más pequeños. Se parece nuestro comportamiento al de los niños cuando riñen, que echan en cara a sus compañeros los mismos pecados que ellos cometen, incluso calumniando a los inocentes. La malicia del corazón de los hombres malos consiste en culpar a todos los hombres de los mismos males que ellos cometen, según dice el refrán castellano: Se cree el ladrón que todos son de su condición.

La verdad de la moralidad de los hombres está en la íntima esencia de su corazón. Lo que realmente somos, buenos o malos, es una realidad exclusiva del misterioso conocimiento de Dios Padre, infinitamente misericordioso. 

 En los juicios humanos hay una declaración del propio reo con derecho a la propia defensa; un abogado que defiende al reo; un fiscal que le acusa; unos testigos que acusan defienden; y un juez que, después de estudiar todos los factores del caso en cuestión, condena y absuelve. En cambio, nosotros, sin conocer las causas del proceder del hermano, condenamos injustamente a nuestro prójimo, sin conocer a fondo a las personas a quienes juzgamos y condenamos, ni las motivaciones de su obrar ni sus circunstancias.

Somos inconsecuentes e injustos con nuestros hermanos, a quienes juzgamos y condenamos sin suficientes elementos de juicio. Somos inconsecuentes e injustos con nuestros hermanos, a quienes juzgamos y condenamos sin suficientes elementos de juicio.

Es muy difícil saber dónde está la verdad humana,  pues todo depende de muchos factores: de la capacidad intelectual del hombre, de la educación que se ha recibido en familia, en Sociedad y en la Iglesia, de la moral de costumbres buenas, de los signos de los tiempos 

No llegamos a conocernos  bien porque nos fiamos solamente de nuestro propio criterio. No estamos de acuerdo con la opinión que los demás tienen de nosotros mismos, y no hacemos caso a los que nos reprenden con cariño. Alguien dijo que el  que se hace maestro de sí mismo se constituye en maestro de un tonto.

Nos ayuda mucho al propio conocimiento la oración, examen de conciencia, lectura espiritual, confesión, director espiritual.

Con el trato amistoso con Dios, mantenido en humildad y obediencia, se llega uno a conocer poco a poco, aunque difícilmente del todo.  En reflexión sincera y humilde de examen sobre la propia vida, sin apasionamiento, y admitiendo la posibilidad de estar equivocados o ser algo, aunque no todo, de lo que se nos acusa, podemos llegar a conocer nuestros fallos y a arrepentirnos de nuestros pecados.  Con la ayuda de un buen libro de espiritualidad, el consejo de personas santas, aunque sean seglares, y sobre todo con la ayuda de sacerdotes virtuosos, confesor o directores espirituales, podemos conseguir con la gracia de Dios el conocimiento propio y adecuado.

Solemos tener un defecto importante: obrar como a nosotros nos parece, diciendo que hemos consultado nuestras decisiones. Y, en realidad, muchas veces no hacemos otra cosa que hacer lo que queremos, respaldados falsamente en lo que decimos que se nos ha aconsejado, que es lo  que nosotros hemos preparado con maniobra  que se nos diga. Pongamos un ejemplo. Imaginemos que un profesor quiere hacer un viaje a un país lejano, que es muy costoso, y tiene que gastar mucho dinero. Y consulta a un sacerdote que quiere hacer un viaje para instruirse, culturizarse, con el fin de poder luego hacer bien a los alumnos. La verdad es que quiere viajar porque le gusta y disfruta viendo muchas cosas bonitas, que merece la pena. Pero para tranquilizar la conciencia de gastar demasiado dinero dice que quiere hacer un viaje cultural ¿Qué le va a decir el sacerdote? ¡Que haga ese viaje! Todo depende de cómo se haga la consulta.                 

El que es bueno todo lo echa a buena parte, todo lo excusa, todo lo justifica, todo lo comprende, conforme nos enseña la Palabra de Dios por medio de San Pablo: La caridad todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1ª Co 13,7).

El amor verdadero, por ejemplo el de una madre o el de un  padre, busca siempre motivos para justificar y perdonar  al hijo que se porta mal o ha cometido algún error, pecado o delito: “Él es bueno, tienen la culpa de su mal los amigos, las desviadas costumbres de los tiempos, la moda... Es bueno, pero le pilló en un mal momento de nervios y obró inconsecuentemente de manera inculpable... Es bueno,  pero las circunstancias de las injusticias le obligaron a cometer ese acto o ese pecado, justificable en cierto sentido.

El que es bueno, nos dice el Evangelio de hoy, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien; y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, habla la boca.

El que tiene el corazón limpio, su mirada será limpia y verá en el prójimo el reflejo de la bondad que hay en su corazón. En cambio, el que es malo, la malicia de hay en su corazón y en sus obras la aplica a los demás, por aquello de que “se cree el ladrón que todos son de su condición”.