En la segunda lectura de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando hay una frase de transcendencia sobrenatural para la vida del hombre, que nos propone el Apóstol San Pablo: “Somos ciudadanos del Cielo” (Fp 3, ). En efecto, nuestra Patria definitiva es el Cielo, pero tan apegados estamos a las personas y cosas de este mundo que da la impresión de que la Tierra es nuestra morada para siempre.
En el Evangelio, que acabamos de proclamar en el nombre del Señor, hemos narrado un acontecimiento espectacular que sucedió en la vida de Jesús: La Transfiguración de su Persona. Os cuento en pocas palabras el hecho sustancial de este relato.
Un día Jesús se llevó a tres de sus discípulos preferidos Pedro, Juan y Santiago a orar a una montaña muy alta, que la tradición identifica con el nombre del monte Tabor. Y sucedió que mientras oraba se transfiguró ante ellos, es decir, cambió de figura. El aspecto de su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.
¿Qué sucedió? La naturaleza humana de Jesús se transfiguró y dejó traslucir al exterior ráfagas de la realidad de su Persona divina, escondida bajo su cuerpo mortal; y sus discípulos vieron una apariencia analógica de Cristo resucitado y como un anticipo simbólico de la visión y gozo del Cielo.
La Transfiguración del Señor me ofrece una buena oportunidad para hablar del Cielo, tema del que poco se habla en nuestros días. La Sagrada Escritura nos dice: “Piensa en los novísimos y no pecarás”. Y es cierto, porque si pensáramos en la muerte, juicio, infierno y Cielo, pecaríamos menos y viviríamos como peregrinos en la Tierra que caminamos por el desierto de la vida hacia la eternidad. La muerte, que es el final de nuestra existencia en el mundo, es el principio de la vida eterna. Este pensamiento impone y sobrecoge por su transcendencia, porque no se trata de no vivir temporalmente en el mundo, dejarlo todo, sino de terminar de merecer en la vida temporal y empezar a vivir eternamente en el Cielo o en el Infierno, por el justo juicio infinitamente misericordioso de Dios Padre, que humanamente no se entiende.
¿Qué es el Cielo?
La gente dice, y sin razón, que nadie ha venido del otro mundo para contarnos qué existe después de la muerte, porque Jesucristo, el Hijo de Dios eterno, encarnado en las entrañas purísimas de María, vivió entre los hombres y nos evangelizó los misterios sobrenaturales de la Vida eterna, que de alguna manera genérica estaban ya revelados por Dios en el Antiguo Testamento.
La vida del cristiano es de fe. Y solamente por la fe sabemos lo que es el Cielo, pero de una manera genérica, imprecisa, analógica, incompleta, pues el pobre entendimiento humano no puede conocer las realidades sobrenaturales, que ni siquiera se pueden imaginar, sino las humanas y terrenas, y no perfecta ni totalmente.
En todos los textos de la celebración de la Santa Misa se respira un ambiente de eternidad gozosa que se pide y espera, sobre todo, en la oración después de la Comunión en la que casi siempre se pide con palabras distintas la misma gracia: que por la Eucaristía celebrada merezcamos alcanzar la vida eterna del Cielo.
Teniendo en cuenta los elementos que nos facilita la fe, enseñada por la Iglesia y explicada por los teólogos, el Cielo puede concebirse como un lugar, que es distinto a los lugares físicos de la Tierra que conocemos, y distinto a los otros que existen en el espacio, conocidos o por conocer; y distinto también a los que puede conocer el entendimiento humano o se puede imaginar. En el Cielo habitan los espíritus, que no tienen materia y cuya naturaleza es desconocida, y los cuerpos gloriosos cuyas dotes no se conocen ni se pueden conocer por la razón humana. Pero ciertamente el Cielo tiene que estar en algún lugar, que podríamos llamar “espiritual”. ¿Cómo se puede concebir un lugar espiritual, donde habitan los ángeles y las almas de los santos, Jesucristo resucitado y glorioso, María resucitada, y que será la estancia eterna de los cuerpos resucitados, cuando termine este mundo en el que vivimos? De ninguna manera.
El Cielo es también un estado de la visión intuitiva, pura y simple de la divina esencia del misterio de Dios Uno y Trino, en sí mismo, sin medios ni discursos, de manera inmediata y directa.
¿Qué significa visión de Dios?
Cuando dos personas se aman mucho, estar sin verse, aunque sólo sea un día, parece una eternidad. Y cuando se ven y están juntas gozan y alimentan el amor viéndose temporalmente, pero la visión mutua no satisface plenamente el amor de ambos, porque cada persona tiene su propia vida y sus deseos quedan insatisfechos; y el tenerse que separar y dejar de verse produce una especie de purgatorio en el cielo de la visión y gozo del amor humano. Ver a Dios y gozar de Él eternamente, que es la esencia del Cielo es contemplar en una misma y única mirada espiritual de amor, jamás interrumpida, a Dios “tal cual es”, su infinita fecundidad de la eterna naturaleza divina en Trinidad de Personas; contemplar cómo la increada Persona del Padre engendra eternamente a su Hijo, el Verbo o Palabra, y cómo es la inefable espiración del Espíritu Santo, término del amor mutuo del Padre y del Hijo, unidos, de manera indisoluble, en la más íntima difusión de si mismos.
Es imposible en esta vida ver a Dios con los ojos corporales, como nos dice San Juan: “Nadie ha visto jamás a Dios” (1 Jn 4,12). Es posible que la Virgen María cuando vivía en la Tierra tuviera en algunos momentos reflejos analógicos de la gloria de Dios eterna, pues vivía la fe con esperanza en la máxima contemplación mística que se puede dar en criatura alguna; y es posible también que algunos privilegiados santos, como por ejemplo San Pablo y acaso Santa Teresa de Jesús participaran en esta vida de algunas ráfagas simbólicas del gozo de Dios en el Cielo.“A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la visión beatífica” (Cat 1028).
Para ver a Dios es necesario que el alma sea transformada sustancialmente por medio de una gracia especial, llamada comúnmente por los teólogos “lumen gloriae”, luz de la gloria, que emana de la esencia misma de la Santísima Trinidad y se transmite por medio de Cristo resucitado. ¿Cómo? Esa gracia divina, totalmente desconocida en la teología, verifica un cambio radical en el entendimiento para que pueda espiritualmente ver a Dios; y “deifica” la voluntad potenciándola para poseer y gozar de Dios eternamente en un estado perfecto y acabado de felicidad que sacia totalmente todas las apetencias del ser humano. Viendo a Dios, en su esencia divina se conoce todo lo que se puede conocer y se goza de todo lo que se puede gozar, de tal manera que el bienaventurado es totalmente y para siempre feliz. Después, al fin del mundo, los cuerpos resucitarán y se unirán a sus propias almas ya resucitadas, para gozar eternamente del Cielo, de manera que ninguna criatura, no glorificada, puede explicar ni imaginar. Esta gracia no es otra cosa que la fructificación de la semilla de la gracia que recibimos en el bautismo (Rm 6,23), que creció con las buenas obras en el estado de peregrinación en visión de Dios en Cielo.
El catecismo antiguo de Ripalda, que los mayores estudiamos de niños, define el Cielo con estas palabras: ”El Cielo es el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno” Y el de la Iglesia Católica de esta manera: “El Cielo es la vida perfecta con la Santísima Trinidad, comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados, donde los que mueren en gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Es una verdad de fe”(Cat 1023.1024.1028;Benedicto XII;DS 1000; Cf LG 49).
En el Cielo, además de ver y vivir la comunión de vida y de amor de la Santísima Trinidad, se goza de la amable compañía de todos los bienaventurados, de manera que cada cual participa de los bienes de todos, como si fueran propios, y ama a los demás como así mismos; y el gozo de cada uno se ve aumentado accidentalmente por el gozo de todos.
“Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están con Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” 1 Co 2,9; Cat 1027).
Al ver, poseer y gozar de Dios en el Cielo, se conocen todos los misterios de la Naturaleza , hasta la mayor profundidad de la esencia íntima de cada ser, sin ningún género de duda, ni dificultad alguna. Enumeremos algunos, siguiendo la doctrina apasionante de Santo Tomás de Aquino que parece ciencia ficción.
Los bienaventurados en el Cielo conocen perfectamente:
- todas las ciencias naturales en sí mismas en sus causas y efectos;
- todos los conocimientos que el hombre deseó conocer en el mundo;
- el secreto de los seres marítimos que viven debajo de las aguas;
- la naturaleza de las configuraciones geográficas;
- la esencia y composición de todas las cosas que pertenecen al reino mineral, vegetal y animal;
- el misterio de la vida de todos los seres vivientes que pueblan el Universo, con sus géneros y especies, transformaciones y evoluciones;
- el espacio con todas y cada una de sus astros: estrellas, planetas, satélites y otros cuerpos celestes;
- en fin, todo, absolutamente todo lo que ha sido creado: visible e invisible, conocido o por conocer.
Los sabios de este mundo son unos pobres ignorantes y analfabetos al lado del último de los moradores del Cielo.
Además de conocer todo lo que es congnoscible en este mundo, en la esencia divina de Dios, Uno y Trino, los ángeles y santos en el Cielo ven, como si fuera en una pantalla, los misterios sobrenaturales que en el mundo se creen por la fe:
- la perfección de Dios en si mismo en la evidencia del misterio de la Santísima Trinidad;
- la total identificación del Ser de Dios, ente necesario y subsistente, con todos sus atributos: Sabiduría increada, Verdad eterna, Bondad absoluta, Amor infinito...;
- la perfecta conciliación de la infinita misericordia Dios con su infinita justicia;
- la perfección y belleza de la naturaleza angélica y la gloria de Dios que resplandece en cada uno de los ángeles y de los santos;
- la divina predestinación, angustioso problema para los hombres;
- la perfecta armonía de la gracia con la libertad del hombre;
- el misterio de la salvación de los hombres, que acongoja el corazón humano y pone la piel del alma en carne viva;
- el misterio de la Redención y todos los actos que conlleva y de ella se derivan;
- la maravilla de la unión hipostática en Cristo de dos naturalezas diferentes en una sola Persona divina;
- la Iglesia como Sacramento universal de salvación;- el dogma de la comunión de los santos;
- la naturaleza de los Sacramentos y su admirable y soberana eficacia;
- el valor infinito de la Santa Misa;
- el modo admirable con que Cristo está en la Eucaristía;
- las distintas presencias de Jesucristo en su Iglesia;
- la necesidad y la vida de la gracia;
- la eminente dignidad de María, como Madre de Dios y de los hombres, y su influencia como Mediadora de las gracias;
Los bienaventurados entienden todo lo que les interesa saber.
En el Bien sumo, que es Dios, están incluidos todos los amores y gozos que el corazón humano puede apetecer; y conocen todo lo que se relacionó con ellos en este mundo. Enumeremos algunos ejemplos:
- la Virgen ve todo lo que se relaciona con cada hombre, que es su hijo;
- los Fundadores ven a los miembros de sus Obras y observan su evolución y problemas;
- los Papas el avance y problemática de la Iglesia;
- los padres siguen atentamente el proceso de sus hijos; y los hijos el de los padres y la historia de cada uno de los familiares que fue objeto de interés en este mundo para ellos.
Los seres queridos que se fueron y están en el Cielo no se han ausentado de nosotros para siempre. Están unidos con su pensamiento, amor y oraciones a su familia querida. Sin embargo, nunca conocen a Dios como Dios es conocido por si mismo en el arcano misterio de su ser personal trinitario, en la intimidad de la única naturaleza divina.
En el Cielo existen diferentes intensidades de bienaventuranza en la gloria de los elegidos. Cada uno recibirá el grado de Cielo que por sus obras haya merecido en la Tierra (1 Co 3,8;Mt 16,27). Unos verán a Dios y gozarán de Él con mayor perfección que otros, pero el objeto visto y poseído, Dios, Uno y Trino, es sustancialmente el mismo para todos por igual. Esta desigualdad de visión de Dios es aparente, pero no real, pues cada bienaventurado ve y goza de Dios cuanto puede, siendo eternamente feliz. Valga un ejemplo. Supongamos que en una familia una madre regalara a cada uno de sus ocho hijos un traje de la misma tela, de valor incalculable, para que estuviera vestido a medida. Todos estarían felices al estar vestidos con la misma tela, aunque fuera en cantidad distinta en cada uno, porque cada cual se vería vestido con la tela que necesita su complexión física, sin que haya entre ellos presunción ni envidia. Así en el Cielo, cada bienaventurado participa de la misma gloria que le corresponde, según la infinita justicia bondadosa de la voluntad de Dios. Y todos los bienaventurados unidos por el mismo Amor con que se aman entre si, se alegran mutuamente del bien de todos, disfrutando del de los demás como bienes propios.
Los bienaventurados en el Cielo no experimentan tristeza por las desgracias de sus familiares, ni por los infortunios de los hombres, porque ven que Dios impone los castigos justos que merecen, según su infinitamente misericordiosa justicia divina. Esta realidad sobrenatural que hiere la sensibilidad humana, San Agustín la explica con estas bellísimas palabras: Es “desventurado el hombre que conoce todas las cosas, pero no te conoce a ti; y, en cambio, feliz y dichoso el que te conoce a ti, aunque ignore todas las demás cosas. Y el que te conoce a ti y a ellas, no es más feliz por ellas sino porque te conoce a ti”