sábado, 22 de marzo de 2025

Tercer domingo de Cuaresma. Ciclo C

 

 


La liturgia de la Palabra que celebramos hoy, en la segunda lectura, propone para nuestra meditación el ejemplo del antiguo Pueblo de Dios, que capitaneado por Moisés  fue liberado de la tiranía de los faraones de Egipto. Como sabemos por la Biblia atravesó el mar rojo y el desierto con la constante protección milagrosa de Dios, camino de la Tierra prometida. Todos fueron bautizados en Moisés, todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron de la roca espiritual que les seguía. Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, se apartaron de sus mandatos, en el monte Sinaí construyeron con las joyas de oro estatuas de becerros a quienes adoraron como a dioses, y fueron castigados a  quedar sus cuerpos muertos en el desierto.

El Apóstol San Pablo, que es el autor de este relato, nos dice que aquellos acontecimientos sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo hicieron nuestros padres y nos sirva de escarmiento. Y termina diciendo una frase que me a servir a mí para la homilía de hoy: El que se cree seguro, tenga cuidado no sea que caiga”. 

Tenemos un desconocimiento tan grande de nosotros que creemos que valemos más que los demás, que somos mejores, que no somos capaces de hacer el mal que vemos hacen otros. Y no es cierto, porque en el fondo de nuestro ser hay una gran capacidad para el mal  que no conocemos, y que puede salir a la superficie, si se presenten las circunstancias. “No digas de este agua no beberé”, dice un refrán, porque somos capaces de hacer el mal como el primero; Grandes castillos más fuertes que los nuestros sucumbieron. Conocemos ejemplos de cristianos y sacerdotes virtuosos, que vivieron en la más íntima unión con Dios, modelos de virtudes y de entrega a los hombres en el servicio de la Iglesia, que se sentían seguros de sí mismos y las circunstancias de la vida hicieron que cayeran y se apartaran de Dios y se separaran de la Iglesia, viviendo en pecado habitualmente. Si tú hoy estás escuchando la Palabra de Dios en el sacrificio de la Santa Misa y vas a comulgar, se debe a la gracia de Dios, que no mereces, porque tus pecados, mayores o iguales que los pecadores que perdieron la fe, te hubieran llevado al precipicio, si Dios no te hubiera sujetado fuertemente con sus manos para que no cayeras en el pecado o en la pérdida de fe, como tantos. 

Esto mismo podemos decir respecto de la potencia del bien que hay escondida en el interior de nuestra persona. Si secundamos la gracia que Dios regala a quien quiere, como quiere y en la medida que quiere, puedes llegar a ser santo, no milagrosamente, sino poco a poco, después de mucho tiempo, muchos esfuerzos y pequeñas caídas. 

De niños pensábamos que nosotros no haríamos aquel  mal que veíamos hacían los mayores  y lo criticábamos en el corazón y con la palabra, hasta con escándalo. Y decíamos: ¡Parece mentira, qué vergüenza! Yo no haría esto o aquello. Cuando éramos jóvenes inmaduros e inexpertos, inocentes e ingenuos, juzgábamos con dureza las malas acciones, debilidades y achaques  de los mayores. Y cuando pasó el tiempo, y hemos llegado a ser personas adultas, hemos cometido los mismos pecados,  y tal vez mayores, que cometieron aquellos a quienes criticábamos ingenuamente y con dureza. 

Es un hecho incontrovertible que cuando éramos niños y jóvenes no nos fiábamos de los consejos que nos dieron nuestros padres, maestros y educadores en todas las cosas. Acaso solamente en algunos casos. Y haciendo uso de nuestra libertad, muchas veces con buena intención, hacíamos lo que a nosotros nos parecía mejor, y caíamos en la trampa, comprobando después nuestras equivocaciones y pecados. Y ahora mismo, en el estado de vida y edad en que nos encontramos, que ya hemos llegado y superado la mayoría de edad, en el ejercicio de nuestra autoridad, pocas veces pedimos consejos o hacemos caso de lo que se nos dice, porque somos autoritarios, autosuficientes, nos las sabemos todas, y luego comprobamos nuestros errores y pecados. Nos falta la humildad de preguntar y aconsejarnos y, por eso, nos crece la crece la vanidad y la soberbia. ¡Qué equivocación! 

La experiencia de los años nos dan el conocimiento de nosotros mismos en las muchas cruces que conlleva la vida, en los desengaños que experimentamos, en los continuos errores y desaciertos en que caemos y en los muchos pecados que cometemos. Y con tantas miserias aprendemos la debilidad que escondemos dentro de nuestro interior, y la humilde y sabia lección de que no somos tan inteligentes, ni fuertes, ni santos como nos imaginábamos. 

Este ejemplo lo tenemos en San Pedro, el primer Papa de la Historia de la Iglesia. Tenía ciertamente sobresalientes cualidades, mayores muchas de ellas que el resto de los Apóstoles; amaba a Jesús con locura y se creía seguro de sí mismo, sin miedo a traicionar a su Maestro. Cuando en la última Cena el Señor profetizó el abandono de los doce, él autosuficiente y seguro de sus propias fuerzas y apoyado en el amor que tenía a Jesús, le dijo: “Aunque todos te abandonen, yo nunca te abandonaré”. Entonces el Señor le profetizó: “Antes de que el gallo cante dos veces, tú mismo me negarás tres veces”. Y en la madrugada del primer Viernes Santo, juró y perjuró con maldiciones ante una criada y otros testigos: “Yo no conozco a ese hombre”. 

Eso mismo tal vez te habrá  a ti. Te creías fuerte como una roca entonces, y ahora tu conciencia te dice si has sido una roca que permanece en pie, a pesar de las constantes sacudidas de las olas del mar de la vida que chocan contra ti, una caña del desierto que se mece al viento que más sopla o una veleta de la torre que se mueve en el sentido del viento que más sopla.

 

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