sábado, 15 de diciembre de 2018

Tercer Domingo de Adviento. Ciclo C

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO. CICLO C
16 DE DICIEMBRE

            “Estad siempre alegres en el señor,
            os los repito: estad alegres” (flp 4,4-7; 1ts 5,16-24)  
           
Adviento, alegría cristiana

San Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, en el tercer domingo de Aviento nos propone reiteradamente el tema  de la alegría, no como consejo, sino como un precepto: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: Estad alegres”.  Es evidente que no se trata de toda alegría, porque hay alegrías humanas que no son cristianamente buenas, por ejemplo el pecado que causa  placer prohibido, sino de una alegría humanamente  buena, espiritual,  que  es conciliable con la pena humana  que por naturaleza se rechaza.
Todos tenemos muchos e importantes motivos para estar tristes: la enfermedad que mina nuestra salud, la de los hijos, familiares y amigos y su muerte; la tristeza que sienten los padres por la ingratitud de sus hijos; el abandono de los hijos por parte de sus padres; la soledad en que muchos viven, sin nadie al lado a quien poder contar los problemas, angustias y luchas, o simplemente para charlar de lo que salga;  hablar para desahogarse de las distintas desgracias familiares, problemas económicos, sociales y políticos;  contar todos los males que nos acontecen que dificultan nuestra alegría; y otras muchas, que embargan de dolor  nuestra vida, que se soportan a duras penas o difícilmente  se pueden aguantar ¿Cómo se nos puede mandar vivir la alegría en medio de tantas penas? ¿Cómo se puede cumplir el precepto de la alegría que nos manda el apóstol San Pablo  de manera reiterativa.
¿Qué es la alegría?

El Padre,  el Hijo y el Espíritu Santo, al amarse eternamente en su esencia divina, viven el amor en su existencia trinitaria, que es alegría. El Espíritu Santo es la alegría del amor divino en Persona. Se fundamenta en la filiación divina, y se vive en pura fe con resignación cristiana o consolación del Espíritu Santo. Consiste en cumplir siempre y en todas las cosas la voluntad divina en todos los acontecimientos, “sabiendo que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien” (Rm 8,28).
La alegría que nos pide la Iglesia es esencialmente espiritual, que hay que vivir desde la fe, cada uno con su propio temperamento débil o fuerte. No vive mejor la alegría el que es serio, de carácter temperamentalmente triste, por naturaleza, que el que es alegre como unas castañuelas, por gracia, pues la manera de ser  influye mucho en expresar la alegría que cada uno vive, pues es espiritualmente personal. Se puede estar llorando a lágrima viva con el corazón partido de dolor, y, al mismo tiempo, estar alegre en el alma, sabiendo que el dolor que se sufre es  gracia, pues todo sucede, bueno o malo, aceptado y sufrido con fe esperando la alegría de la vida eterna.
El sufrimiento es la alegría de completar en la carne lo que faltó a los padecimientos de Cristo, nos dice San Pablo: “Me alegro de los sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo” (Col 1,24).
La verdadera alegría humana y espiritual en este mundo no es completa, ni estrictamente pura, pues se da con mezclas de penas, dificultades, miserias y debilidades con  alternativas que cambian. No consiste en tener muchas cosas, muchas riquezas;  ejercer el poder con la máxima autoridad posible; poseer una cultura elevada que permita  desempeñar cargos importantes, prestigiosos y bien remunerados; divertirse cristianamente sin medida; comer y beber a capricho, disfrutando de manjares suculentos y degustando bebidas exquisitas.  Las cosas de este mundo no satisfacen plenamente el corazón del hombre, que  está hecho para la felicidad eterna, como dice San Agustín: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón no se satisface hasta que descanse en ti”.
El hombre, creado por Dios para la felicidad eterna, jamás se siente saciado totalmente con personas ni cosas. La amistad, la cultura, la ciencia, el arte, la música, el ideal conseguido, el trabajo, el dinero son bienes humanos que alimentan momentáneamente con zozobras el corazón del hombre,  pero no satisfacen plenamente. Son pasajeros que se  sustituyen por cualquier motivo, y desaparecen con y sin causa justificada.  El bien que se posee sacia por un tiempo, pero se espera otro con cierta ilusión penosa porque tarda  en llegar. La verdadera alegría es espiritual, y se vive humanamente con  gozos y penas, sonrisas y llantos.
La alegría espiritual está  hermanada con la pena natural. Se puede estar triste, llorando a lágrima viva, aceptando la cruz, que se padece y no se quiere y, a la vez, tener la alegría dolorosa de cumplir la voluntad de Dios. Jesucristo en Getsemaní aceptó la Pasión y Muerte, que no quería, para cumplir con alegría dolorosa la voluntad de Dios: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt 26,39); y en la cruz, sintiéndose humanamente abandonado, en angustioso desahogo dijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27,46); y momentos después, con la alegría agónica de haber cumplido la voluntad del Padre, dijo: “Padre a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).


La alegría espiritual consiste en el cumplimiento de la Ley; en la aceptación de todos los acontecimientos, buenos o malos que suceden por voluntad de Dios, efectiva o permisiva; en la vida de fe operativa en favor del prójimo; en la difícil y virtuosa convivencia familiar, laboral, social y política, sufrida con paciencia; y en el ejercicio de las virtudes cristianas. Es una  virtud cristiana que se tiene que notar, como nos dice el apóstol San Pablo: “que vuestra mesura la conozca todo el mundo” (Flp 4,5). Hay que expresar la alegría de la manera que cada uno es y cristianamente sea posible, porque es una obligación personal y un derecho de los demás. En el viaje hacia la eternidad no caminamos solos, porque el Señor recorre el camino con nosotros. Para estar alegres en el Señor hay que vivir esperando la venida del Señor que está cerca, tan cerca que está viniendo siempre en cada acontecimiento de la vida, sin que nada nos preocupe, siendo constantes en orar, celebrando la acción de gracias, (Eucaristía), y la paz de Dios, que sobrepasará todo juicio custodiará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús. Es decir, tenemos que estar ocupados en el Señor, sin preocupaciones en las manos de Dios. Hay que recorrer el camino de este Valle de lágrimas para conseguir llegar al Paraíso de la Alegría del Cielo donde todo es gozo  eterno en la visión y gozo de Dios.

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