sábado, 31 de diciembre de 2022

Santa María Madre de Dios. Ciclo A

 


Hoy celebramos el día de la Madre de Dios, precisamente en el estreno de un año nuevo ¡Qué coincidencia más feliz!

Hoy en los días siguientes, todos vamos a felicitarnos el año nuevo con una frase usual ¡feliz año nuevo! para desearnos lo mejor. Hagamos una reflexión sobre estas palabras.

Realmente cada año es nuevo, y también cada mes, cada día, cada hora y cada tiempo, porque ningún momento es igual, todo es distinto y nuevo, aunque se hagan las mismas cosas.

¿En qué consiste la felicidad que nos deseamos?

La felicidad puede concebirse bajo tres perspectivas diferentes: felicidad humana, felicidad espiritual, y felicidad cristiana.

Para un hombre de mundo, sin fe, feliz año nuevo significa tener salud, poseer bienes materiales, desempeñar un cargo de relieve social o político o un puesto de trabajo, bien remunerado, gozar de autoridad, disfrutar mucho de las cosas, comer muchas, buenas y variadas comidas exquisitas y degustar bebidas agradables al paladar y beneficiosas para la salud, divertirse de muchas maneras... Eso es un año feliz para el que no ve las cosas nada más que con los ojos del mundo y las considera en relación al bienestar de los apetitos carnales. Pero la verdadera felicidad no consiste en la salud, porque se puede ser feliz espiritualmente en la enfermedad; ni tampoco en las riquezas, porque se puede ser desgraciado con ellas y feliz con la pobreza. Muchos tienen posesiones inmensas y son desgraciados, y otros tienen lo necesario para vivir y son inmensamente felices, porque la felicidad no consiste en tener muchas cosas sino en no necesitar nada más que lo necesario para vivir.

Para muchos, que son espirituales, no cristianos, la felicidad consiste en satisfacer las aspiraciones del hombre: buscar y encontrar la verdad, cultivar la ciencia, bucear en la sabiduría y gozar con ella, fomentar el amor, la justicia, la amistad... Pero no todos son felices, porque muchos satisfaciendo las aspiraciones buenas del hombre, son desgraciados; y otros con las cosas más elementales de la vida el amor, la justicia, la amistad, la paz y otros valores, son felices.

Para nosotros que somos hombres de fe y cristianos, el año feliz no significa totalmente ni lo uno ni lo otro. No descartamos la realidad de que para la felicidad humana contribuyen mucho los bienes materiales y espirituales, pero sabemos que la felicidad esencial no consiste solamente en ellos, pues con los esenciales, se puede ser feliz.

Cuando nosotros nos felicitamos el año nuevo desde la fe, nos deseamos un año nuevo lleno de la gracia de Dios y también lleno de gracias materiales y espirituales, en perfecta subordinación a la voluntad divina, que consiste fundamentalmente en el cumplimiento de la ley y en la aceptación de los acontecimientos de la vida, de cualquier manera que se manifiesten. Sólo así se puede ser totalmente feliz, con las pequeñas y normales contrariedades de la vida. La verdadera felicidad evangélica consiste en vivir en gracia de Dios, conformarse con lo que se ha recibido, con lo que uno tiene, es decir, conformarse con uno mismo y no ambicionar nada de este mundo, que nos lleve al pecado.

Si yo busco el dinero, no como fin, sino como medio para cumplir mis necesidades y ser feliz, hago muy bien y estoy dentro de la felicidad humana y cristiana. Y si busco la riqueza como medio para mi felicidad y la de otros y con fines sociales consigo un bien personal y común. Se puede ser feliz o desgraciado en la riqueza y en la pobreza, en la enfermedad y en la salud, en la niñez,  juventud y vejez, en la vida larga o corta, pues las cosas de este mundo pueden ser medios para la felicidad, si se administran bien, y medios para las desgracias, si se utilizan mal, para el pecado.

Desde la fe, hermanos, un año nuevo es aceptar la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste, agradable a la naturaleza o desagradable: con salud y fortuna y con enfermedad e infortunios.

Os deseo y me deseo un año distinto nuevo en amor, gracia y santidad, conforme con lo que Dios tenga preparado para cada uno de nosotros, aceptando con fe las enfermedades, los momentos buenos y malos que vayan a venir, sabiendo que Dios es Padre y quiere el bien para todos sus hijos. De esta manera cada año nuevo será siempre feliz en la tierra, y después, cuando este mundo termine, vendrá la eternidad feliz, que nunca acaba, en unión con Dios, visto y poseído en totalidad y gozo de todos los ángeles y los santos, resplandor de la gloria de Dios eterna.

sábado, 24 de diciembre de 2022

Navidad. Ciclo A

 


El hombre fue creado por Dios a su imagen y semejanza en un estado  de santidad original que comprendía el don sobrenatural de la gracia, el conocimiento de la verdad, sin posibilidad de error, la ausencia del dolor, la inmunidad de la concupiscencia o inclinación al pecado, y el don de la inmortalidad, con el fin de que, viviendo divinizado en la Tierra, consiguiera la plena gloria con Dios en el Cielo. Pero para que esto se realizara, Adán debería cumplir un precepto muy importante y grave, que no se sabe cuál es, con la condición vinculante de que si no lo cumplía, moriría.

El hombre, abusando de su libertad, desobedeció el mandato de Dios y cometió el llamado pecado original que se transmite a todos los hombres por propagación, no por imitación, y se halla como propio en cada uno. En consecuencia, por culpa del pecado, el hombre perdió los dones que había recibido y “la naturaleza humana quedó debilitada en sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al dominio de la muerte e inclinada al pecado, inclinación llamada concupiscencia. (Cat 415-418).

Dios no abandonó al hombre a su perdición, sino que en el mismo momento en que pecó, lo perdonó y le prometió enriquecer su naturaleza contagiada en estado de pecado, con la promesa de la Redención realizada por el Mesías, Jesucristo, Dios y Hombre verdadero. Este nuevo estado era superior al que el hombre tenía al principio. Así nos lo enseña el pregón de la Vigilia Pascual: “Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!”.

Esta promesa fue revelándose, de muchas maneras, principalmente en dos grandes etapas del Antiguo Testamento: Patriarcas y Profetas; y en otra tercera, Nuevo Testamento, por medio del Hijo de Dios, Jesucristo. Así nos lo enseña la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de hoy, del Apóstol San Pablo a los Hebreos: “En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo”.

El contenido de la Revelación se encuentra en la Tradición y en la Biblia: Antiguo y Nuevo Testamento; y es interpretada oficialmente por el Magisterio de la Iglesia, de manera que nadie, que se precie de ser católico, puede interpretarla a su aire o capricho.

Cuando llegó la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios encarnó en las entrañas Purísimas de la Virgen María,  y en el mismo instante en que empezó a ser Jesucristo, dentro del útero virginal de María, nació la Iglesia en su germen. Pasados nueve meses de la gestación de Dios, hecho hombre, tuvo lugar la Navidad o el nacimiento de Jesús en Belén y con él el Nacimiento de la Iglesia en su Cabeza, como Cuerpo místico.

Hoy, el día de la Navidad, conmemoramos aquel acontecimiento singular del nacimiento de Jesús, centro y eje del tiempo y de la Historia. Ateniéndonos a los textos de la liturgia de la Palabra de hoy, en la primera lectura de la misa de la media noche, la Palabra de Dios nos enseña que la aparición de Jesús entre los hombres es luz que brilla entre las tinieblas, gracia, presencia de Dios y alegría, como profetizó en su tiempo el profeta Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo”. Como respuesta a la Palabra de Dios proclamada en la primera lectura, el pueblo reunido para celebrar la Navidad responde un texto tomado del Evangelio: “Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor”. Y por este gozoso motivo, en el salmo responsorial cantamos la alegría de la Navidad con estas palabras: “Cantad al Señor un cántico nuevo, se alegre el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque. Delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra”.

La Navidad de Cristo es el comienzo del misterio pascual que comprende la vida oculta de oración y trabajo en obediencia; vida pública de servicio en favor de todos los hombres, principalmente pobres, enfermos y pecadores; vida de pasión y muerte, y vida de resurrección.

Con el nacimiento de Cristo, nosotros recordamos nuestro nacimiento a la vida cristiana en la Iglesia, que tuvo lugar en el sacramento del bautismo. Nacimiento que exige una vida oculta de oración y trabajo en la vida ordinaria, como la de Jesús, una vida pública de ejemplo cristiano y realización de obras buenas y una vida de pasión, soportando el dolor en todas sus versiones siguiendo a Jesús con la cruz a cuestas, con la esperanza de morir con Cristo y resucitar luego con Él para la vida eterna, plasmando en la propia vida el misterio pascual de Cristo.

En la Misa del Gallo,  la segunda lectura del apóstol San Pablo a Tito nos dice que porque “ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres, debemos renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y llevar una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios Salvador nuestro: Jesucristo”.

La Navidad para los cristianos no es motivo para la juerga, la diversión, el pecado; ni ocasión para comilonas y despilfarro, como es costumbre en estas fechas en que el mundo profana el sentido de la celebración.

La Navidad debe ser un momento para renunciar al pecado y a sus males, y para llevar una vida sobria, sin excesos inútiles en comidas y bebidas; una vida honrada, llena de gracias, virtudes y ejercicio de santas obras; una vida religiosa de fe profunda y consecuente, con el fin de participar de la divinidad de Jesucristo, que al asumir nuestra naturaleza realizó un intercambio de dones, como dice el sacerdote en la oración sobre las ofrendas; y una vida de gracia para llegar un día a la perfecta comunión con Cristo en la gloria, como pedimos al Señor en la oración después de la Comunión. Esta vida tiene que ser en cada uno de nosotros Navidad en la celebración litúrgica del 25 de Diciembre, vivencia en los sacramentos y ejercicio del misterio pascual en la vida ordinaria hasta que llegue el momento de celebrarla eternamente en el Cielo.

                                                                     

sábado, 17 de diciembre de 2022

Cuarto domingo de Adviento. Ciclo A

 

El mal que nos sucede tiene varias causas teológicas que conviene explicar para no caer en el peligro de creer que las cosas nos van mal siempre por culpa del demonio. Es verdad que muchas veces Satanás es el culpable de no pocos males que suceden a los hombres en la vida, pues, envidioso de nuestra suerte, nos tienta para conseguir de nosotros el mal. Pero no siempre es así, pues Dios  quiere o permite  también diversas pruebas que son  males físicos y materiales en su apariencia, pero que son bienes en su fin, para enseñar a los hombres con  estilo pedagógico de Padre tres cosas importantes: la pequeñez del hombre, la grandeza de la misericordia infinita de Dios y la realidad de la vida. Y como estas verdades fundamentales no suelen aprenderse en otros, porque pocos escarmientan en cabeza ajena, ni en los libros, ni en la vida, el Señor nos las enseña personalmente con clases particulares, con pruebas, a veces muy dolorosas, que no se entienden generalmente, pero que contienen lecciones sabias de fe para  purificarnos de nuestros pecados, apegos y como método para encaminarnos al Cielo.

 San José, que era bueno, tan bueno que después de la Virgen María no hay otro mejor en el Reino de los Cielos, también fue probado por Dios para que se santificara más aún y se afianzara más en la fe de Dios. La prueba, como todos sabemos, consistió en que la Virgen María había concebido a Jesús por obra del Espíritu Santo, y él no lo sabía, por razones misteriosas que no acertamos a descubrir. María guardó el secreto misterioso de la Encarnación en su corazón sin revelárselo a nadie, ni siquiera a su querido esposo José con quien tenía las más profundas confidencias. Tal vez porque este misterio absoluto no se podría creer sino por la revelación del Espíritu Santo, como sucede con los misterios de nuestra fe, como por ejemplo la Eucaristía, que si no se tiene la potencia de la fe, no se puede creer.

 No es posible entender la tragedia que sufrió San José en el corazón, dándole vueltas en la cabeza al hecho evidente de la concepción de María, su mujer. Por más conjeturas que se fraguaba en la mente, no podía adivinar el extraño silencio de María sobre su concepción virginal, que ciertamente no se debía a ninguna causa humana. ¿Cómo es posible que su esposa, santa entre las santas, la bendita entre todas las mujeres, haya concebido? ¿Violación forzosa en el camino a Ain Karin, cuando fue a visitar a su prima Isabel para ejercer con ella el oficio caritativo de sirvienta, como piensan algunos intérpretes protestantes de la Sagrada Escritura? De ninguna manera, pues es evidente que María se hubiera desahogado con él, sabiendo que como santa que era, la iba a comprender perfectamente. ¿Un fallo humano? Imposible, pues José sabía que María era santísima, aunque pienso que pudo ignorar su inmaculada concepción, pues si lo hubiera sabido, hubiera pensado que algo misterioso había pasado en Ella, incluso en que podría ser la Madre del Mesías esperado por siglos sin término.

La mejor solución humana era la que San José había planificado, dejarla en secreto, pasando ante el pueblo como un posible infiel a su mujer que la abandona dejándola embarazada. Pero Dios que es fiel y premia la fidelidad de los hombres, le reveló el misterio de la Encarnación de María, que concibió por obra y gracia del Espíritu Santo. De esta manera se conoció más a sí mismo, se afianzó en la fe de Dios, que todo lo puede y quiere el bien para todos los hombres, y supo la realidad de la vida, que puede tener excepciones, cuando Dios quiere, como sucedió en la dura prueba que sufrió de parte de Dios.

Las pruebas que Dios nos manda o permite en sí mismas son buenas, aunque tengan cara mala o apariencia de mal, porque tienen una finalidad suprema de bien, que podemos suponer, pero que no conocemos. Con ellas, si las aceptamos con fe de providencia, llegamos a conocer la pequeñez de nuestro ser, la pobreza de la debilidad del hombre, la miseria de nuestra existencia sin Dios. Y por medio de ellas conocemos más de cerca a Dios y a él nos confiamos sin reservas, despegándonos de las criaturas; y terminamos por conocer la realidad de la vida a los ojos de Dios, que no tiene otra finalidad que el camino hacia Dios, pues las cosas de este mundo son pasajeras, caducas, variables, y no merece la pena, sin fe, querer vivir las realidades de este mundo que pasa.

 Seguramente que tú estas ahora padeciendo alguna prueba dolorosa, tu enfermedad o la de un familiar, la muerte de un ser querido, el aguijón de la carne, el desprecio de los hombres, las continuas humillaciones de la familia o amigos, las pruebas económicas. La solución a estas pruebas que tienen visos de bien eterno es aceptar la voluntad de Dios, que se manifiesta con contrariedades. Espera la hora de Dios, pues te está probando para que conozcas tu debilidad, impotencia, miserias y pecados; para que te fíes sólo y nada más que de Él, y conociendo la realidad de la miserias propias y la fortaleza y gracia de Dios, conozcas la verdad de la vida que consiste en vivir en Dios y para Dios siempre, a pesar de todo lo malo que parece, pues todo sucede para el bien de los hombres a quienes Dios ama.

sábado, 10 de diciembre de 2022

Tercer domingo de Adviento. Ciclo A




Por instinto natural el hombre busca el bien que le apetece, como camino para la felicidad, poniendo su corazón en las cosas: el dinero, la sexualidad, el poder, la diversión, la comida, el vino, la cultura..., que en su justa medida son bienes buenos y lícitos, pero que tienen el peligro de desordenar las pasiones del hombre e inducirle a muchos males y vicios. Y para conseguir la felicidad que necesita, se esfuerza y trabaja, a veces sin descanso, por encontrarla en las cosas materiales. Pero la experiencia dice que las cosas de este mundo satisfacen momentáneamente el apetito sensitivo o sexual del hombre, pero aumentan después el hambre de las mismas cosas u otras con el peligro de la degeneración en vicios. El corazón está hecho para amar, y si se le alimenta solamente con cosas, se queda siempre con hambre.

La verdadera felicidad en este mundo es relativa e imperfecta, y está mezclada de alegrías y penas. Consiste en la intercomunicación del amor y no en el intercambio o regalo de cosas; en la entrega generosa y desinteresada del uno al otro, en darse a los demás por amor con sacrificios y renuncias, en dar más que en recibir. Solamente Dios satisface plenamente las apetencias del ser humano, como decía San Agustín: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón no se satisface hasta que descanse en ti”.

La verdadera felicidad, en sentido cristiano, consiste en la vivencia de la fe con la esperanza puesta en Dios, sabiendo que todo sucede para el bien eterno de los hombres a quienes ama el Señor, aunque no se entienda la razón del obrar de Dios, que muchas veces parece castigo más que amor. Los acontecimientos tristes, desgracias y sufrimientos son los mismos para los que tienen fe que para los que no la tienen. Pero son distintos en cuanto a la aceptación, pues el cristiano recibe las desgracias y sucesos malos, como voluntad de Dios para un fin supremo, misterioso, que no se entiende en este mundo, pero que son medios para conseguir la vida eterna en el Cielo.

En cambio, el que no cree, evalúa los acontecimientos buenos como suerte, fruto del trabajo o astucia personal, y los malos como desgracias naturales o malicia de los hombres. Lo que cambia es la motivación del creyente o no creyente en la aceptación del mal o el bien, que se acepta de distinta manera y se explica por distintas causas. Para el que cree, todo tiene razón de bien, lo bueno y lo malo, y lo acepta como voluntad suprema y misteriosa de Dios; y para el que no cree, los males suceden por causas naturales, por la casualidad o por el misterio de la vida.

La fe es auténtica cuando es operativa, es decir, se vive en estado de gracia y con expresión en obras buenas, sabiendo que Dios está con nosotros siempre, actuando en nuestra salvación, aunque nos dé la sensación de que nos ha dejado de su mano, nos ha abandonado. El estado de gracia es esencial para la vida cristiana de fe, que consiste en el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia y en la aceptación de la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste en los acontecimientos de la vida.

La vida cristiana, vivida consecuentemente, es un seguro a todo riesgo para conseguir eternamente la alegría, que es el gozo de la visión y posesión de Dios en el Cielo.

Hoy celebramos el tercer domingo de adviento, conocido en la liturgia como el día de la alegría. En la antífona de entrada San Pablo nos manda: Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca. Pronto, dentro de catorce días, vendrá la Navidad, y en ella recordaremos el nacimiento de Jesús nuestro Salvador, alegría de nuestra salvación.

En la oración colecta hemos pedido al Señor que esperando con fe la fiesta del nacimiento de Jesús, consigamos llegar a la Navidad, fiesta de gozo y salvación, y poder celebrarla con alegría desbordante.

Nos preparamos con fe para la alegría de la Navidad. Pero podemos preguntarnos: ¿Para qué alegría? Todos o algunos tenemos muchos e importantes motivos para estar tristes: la enfermedad que está minando nuestra salud, la de mis hijos o de mi familia; la desgracia de haber perdido un ser querido hace poco; los dolores que no puedo aguantar; la ingratitud de los hijos; la soledad en la que vivo, sin nadie a mi lado a quien contar mis penas y alegrías o charlar de nuestras cosas; las distintas desgracias familiares; los problemas económicos y sociales: el terrorismo, la guerra...; la falta de fe de mi familia... ¿Cómo se nos puede mandar vivir la alegría en medio de tantas penas.

La alegría que nos pide la Iglesia en este domingo es, en primer lugar, la alegría en el Señor, la alegría de la salvación, la alegría de la fe y la esperanza, la alegría de que todo pasa pronto y viene luego el gozo de estar con Dios en el Cielo, por toda la eternidad, viendo y gozando de su presencia. Mientras llega ese día, el Apóstol Santiago nos aconseja tener paciencia hasta la venida del Señor, como el labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia, nos dice el Apóstol, manteneos firmes en la fe, porque la venida del Señor está cerca. Debemos esperar con paciencia la alegría de la venida del Señor, al estilo de los profetas que aguardaron la llegada del Mesías, como salvador del mundo.

Mantengamos la alegría de la fe, que muchos no tienen, conservándola pese a todas las dificultades y por encima de todos los acontecimientos adversos. La alegría de perseverar en la gracia de Dios con salud o con achaques, la alegría de vivir en paz con la familia, con pequeñas o grandes dificultades, fácilmente salvables; la alegría de tener lo suficiente para vivir, mientras otros no tienen ni lo necesario. La alegría del premio eterno que aguarda a los que perseveren en la fe y en la gracia.




miércoles, 7 de diciembre de 2022

Inmaculada Concepción. Ciclo A

 


La Iglesia, desde la tradición patrística, siempre ha interpretado que Jesucristo empezó a existir, en cuanto hombre, en el mismo momento en que dijo la Santísima Virgen: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí, según tu palabra”. El  anuncio de la maternidad divina tuvo lugar al mismo tiempo que el suceso de la encarnación, en ese instante, el Verbo, el Hijo de Dios, encarnó en las entrañas purísimas de María, por obra del Espíritu Santo. 

Uno de los misterios más grandes que contiene la Teología de la gracia es éste: ¿Cómo puede conciliarse la libertad del hombre con la gracia? La gracia siempre es eficaz, empuja al hombre, y, sin embargo, el hombre la recibe y la secunda libremente. Esto quiere decir que se puede rechazar en teoría la propuesta que Dios hace, pero de hecho el santo no la rechaza. ¿Por qué? Porque la libertad del santo queda fuertemente impulsada por la fuerza de la gracia, sin que la coaccione. María pudo decir no al ángel, en teoría, pero de hecho, por ser Inmaculada, santa, tuvo que decir sí libremente.

El Evangelio de hoy no nos habla solamente de la encarnación del Verbo, en cuyo acontecimiento yo quiero considerar hoy la maternidad divina y maternidad espiritual de todos los hombres.

Por la encarnación del Verbo, María quedó constituida en Madre de Dios y Madre de todos los hombres, pues la maternidad divina es inseparable de la maternidad espiritual.

Cuando María concibió en su seno virginal a la Cabeza, que es Cristo, concibió místicamente, también a sus miembros, que somos todos los hombres del mundo. Lástima que no tengamos tiempo para explicar en su principio esta grandeza de la maternidad física de María, Madre de Dios, juntamente con el nacimiento de la maternidad espiritual de todos los hombres. Podemos decir que cuando nosotros celebramos el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, o la maternidad divina en su origen, estamos celebrando también la encarnación de la maternidad espiritual de María.      

En María podemos concebir varias etapas.

María en la mente eterna de Dios, concebida o imaginada, si así se puede hablar, en el consenso misterioso de la Santísima Trinidad, como Madre de Dios, en el sentido que entiende el dogma católico. Esa es la base fundamental de toda la Teología mariana. En la maternidad divina se fundamentan todos los dogmas marianos, privilegios y títulos teológicos de María.

María creada en el tiempo Inmaculada, para ser madre de Dios encarnado y madre espiritual de todos los hombres. Este privilegio no tenía otra razón de ser que destinar a María a ser Madre de Dios, Corredentora del género humano y Madre espiritual de todos los hombres. 

María en la concepción virginal de Jesús. Empezamos a ser hijos de María cuando Jesucristo empezó a ser hijo de María, en el mismo instante en que fue concebido. Podemos decir que fuimos concebidos hijos de María, cuando Jesús fue concebido en el seno de María.

María en el momento del alumbramiento, en que dio a luz a su Hijo y místicamente a todos los hombres.  Cuando vayamos a besar al niño Jesús, el día de Navidad, al conmemorar el nacimiento físico de Jesús, en la memoria y en el recuerdo estamos como celebrando nuestro propio nacimiento místico, aunque nuestro nacimiento histórico sucediera en otro tiempo.

La Navidad, hermanos, no es simplemente el recuerdo y la celebración litúrgica del nacimiento de Jesús, sino el nacimiento de todos los hombres “a la vida de la gracia”. Es el nacimiento de la maternidad de la Virgen, física y espiritual.

Algunos teólogos, equivocadamente, por supuesto, dicen que la maternidad de la Virgen empieza, cuando Jesucristo en la cruz dijo: “Madre he ahí a tu hijo, hijo he ahí a tu madre”. Aquel momento no fue nada más que la declaración oficial de la Maternidad espiritual de María, como madre de todos los hombres, pues la maternidad divina de Jesús y espiritual de todos los hombres tuvo un origen eterno trinitario, fue preparada por Dios creando a María Inmaculada, tuvo lugar en su causa en la Encarnación y en su efecto en el nacimiento de Jesús. 

Es este hecho sublime un misterio, hermanos, que he expuesto en cuatro pinceladas, creo al alcance de cualquiera.

Santa María del Adviento puede considerarse como una mujer israelita que esperaba, como todo el pueblo de Dios, la venida del Mesías: adviento histórico en el Antiguo Testamento; y también como un adviento personal, durante nueve meses, en que esperaba, como madre, la venida de Jesús, el Mesías, Redentor de todos los hombres. Durante todo ese tiempo se preparó para ese singular acontecimiento con una presencia mística de altura inconcebible, con su Hijo, a quien llevaba físicamente presente en su virginal seno; con la acción de atención de madre, preparando su nacimiento, como hacen todas las madres, que como sabemos por el Evangelio fue aventurado y plagado de  sorpresas y contrariedades; cumpliendo su deber de esposa de José con solicitud, cariño y entrega; haciendo todo lo que tenía que hacer con amor en la esperanza del adviento histórico y personal.

Lo que importa es no celebrar la Navidad, como un acontecimiento aislado; no considerar a la Virgen como Madre de Dios en su adviento histórico y personal en espera del Mesías, sino contemplar e imitar a María en su adviento, llevando una vida santa, de manera que en nosotros siempre sea adviento y navidad  en esta vida y después navidad para siempre en el Cielo.

De manera parecida, hermanos, nosotros debemos prepararnos en el adviento para la Navidad conmemorativa del nacimiento de Jesús y para la Navidad litúrgica del 25 de Diciembre, viviendo el adviento histórico de nuestra vida, preparándonos para  la Navidad eterna, que será nacer para ver cara a cara a Dios, y gozar eternamente de Él en el Belén del Cielo.

             

sábado, 3 de diciembre de 2022

Segundo domingo de Adviento. Ciclo A

 


Juan bautista en el desierto de Judá tenía como objetivo prioritario de su predicación la conversión: Convertíos porque está cerca el reino de los Cielos.

Seguramente que a más de uno de los me escuchan, se le habrá ocurrido la idea de decir que el precursor del Mesías, el mejor nacido de mujer, excepto Jesús, predicaba la conversión para los hombres de su tiempo; pero que no tiene sentido para nosotros, que somos cristianos practicantes. Y esto es un error, porque todos tenemos que convertirnos.

Se tienen que convertir los infieles para que pasen de la infidelidad de la idolatría a la fe, al culto del verdadero Dios, cuya misión realizan los misioneros y las misioneras. Los cristianos colaboramos a esta empresa misionera de toda la Iglesia, celebrando una vez al año el Domund, día de la propagación de la fe, con la oración, sacrificios y limosnas.

Puede parecer también que la conversión es empresa que tenemos que realizar los cristianos para aquellos que no tienen fe, o que tienen una fe distinta a la nuestra. Pero no es así. Tampoco pensemos  que la conversión es propia de los grandes pecadores, que creyendo en Dios, se apartaron de la Iglesia, o viven en ella  en pecado, satisfaciendo las pasiones con todos los halagos del mundo y de la carne, instigados por el demonio, aunque cumplan ciertos sacramentos de compromiso social. No son éstos solamente los que tiene que convertirse.

Con injusticia de desagradecidos pedimos al Señor por la conversión de los infieles, por la de los no católicos, o por la conversión de los pecadores, sin caer en la cuenta de que también nosotros, los míos, los de mi casa, los de mi familia, mis amigos, todos tenemos que convertirnos para ser mejores cada día. Permitidme que os diga que la conversión es más necesaria para los que estamos ya oficialmente convertidos al Señor, pero todavía no hemos conseguido la perfección, que para los que nos parece que están lejos de Dios. De la misma manera que la perfección en el arte es más propia de artistas que de profanos en el arte, así también la conversión es más propia de los cristianos cualificados, religiosos y religiosas, que la de los infieles y grandes pecadores que tienen el corazón empedernido.

No sabemos quiénes necesitan más la conversión, si los pobrecitos de África, de América Latina, del Japón o nosotros los españoles que rezamos, practicamos los sacramentos, y somos creyentes y practicantes de la Iglesia Católica. Tenemos que pedir por la conversión de los infieles, ¿cómo no? y por la conversión de los pecadores, por supuesto; pero más aún, tenemos que pedir y trabajar por nuestra propia conversión, que está en nuestra mano y no por la conversión de los infieles y pecadores que depende de Dios y de su libertad.

Convertirnos, hermanos, es llevar una vida cristiana, una vida mejor, convertirnos es dar una respuesta a la llamada exigente del Señor que pide ser santos, como Él lo es, conseguir la perfección cristiana a la que cada uno ha sido llamado, según la vocación que ha recibido del Espíritu Santo. Tú, que estás ahí en el banco escuchando la Palabra de Dios, y yo sacerdote que la estoy predicando, tenemos también que convertirnos.

La conversión del justo, del virtuoso y hasta del santo es más difícil que la conversión de los pecadores, porque es más difícil llegar a la perfección del arte que empezar la carrera de arte.

El peón albañil se contenta con llevar ladrillos y materiales en la carretilla, amasar, ayudar al albañil en la construcción, y con esto cumple su obligación, porque ha colaborado a realizar la obra, bajo la dirección del maestro, con arreglo al plano del arquitecto. La perfección en la construcción  no consiste en la cimentación y edificación, sino en realizar artísticamente hasta los más insignificantes detalles. Así pasa en la vida espiritual,

No podemos decir que yo ya soy perfecto, porque soy fiel cumplidor de la ley de Dios, voy a misa todos los domingos o acaso diariamente, rezo a la Santísima Virgen y hasta hago un rato de oración, tengo además compromisos cristianos y apostólicos, pues si no llevamos a la perfección los mínimos detalles, estamos muy lejos de la auténtica conversión que Dios nos pide.

Cambiar de vida no significa otra cosa que moderar en lo posible el modo de ser en el virtuoso obrar; y no cambiar la manera de ser substantiva. Esto es imposible y contrario a la voluntad de Dios, porque tú  tienes que ser siempre tú, corrigiendo tus defectos y pecados, haciendo porque tu obrar sea lo mas perfecto posible en tu virtuoso modo de ser. No quiere el Señor que si tú eres vehemente, te conviertas en pacífico, si eres de carácter sanguíneo, de repente te vuelvas en carácter temperamental. Lo que el Señor quiere es que perfecciones tu carácter en el virtuoso obrar.

El que no fructifica en la conversión no se ha convertido. El que habla de la conversión y luego no la realiza en la familia, en la amistad, en el trabajo, en la relación social, no está convertido.

Una auténtica conversión consiste, hermanos, en estar siempre sobre nosotros mismos. De la misma manera que el que corre por una pista en una competición de carrera de coches, tiene que estar pendiente del terreno por donde circula, controlar su situación personal de inteligencia y atención, dominar en todo momento el vehículo, así también nosotros en nuestro modo de vivir debemos estar pendientes de vivir siempre en estado de gracia, luchar contra nuestras pasiones, dominando el pecado grave y superando, en lo posible, el leve,  cumplir la ley de Dios, la de la Iglesia,  la ley propia del estado, la del trabajo, atento siempre en controlar los imprevistos que puedan surgir en nuestra marcha perfecta hacia Dios.

La conversión, nos lo dice la palabra de Dios, tiene que dar frutos. Yo no te digo que nunca más te enfades, que no tengas genio, que no te alteres en los momentos difíciles de tu vida, sino que luches por ser cada día un poco mejor.

Si no pones de tu parte todo el esfuerzo que supone la conversión, entendida en sentido de santificación, y exige la gracia de Dios, tu conversión será prácticamente ilusa e ineficaz.

Me da la sensación de que nuestra vida espiritual está estructurada en unos cánones que nosotros nos hemos prefabricado: rezar tres Avemarías  o algo por la mañana al levantarnos o al acostarnos, sin ton ni són y sin ningún sentido de unión con Dios; comulgar porque es mi obligación o costumbre, pero  sin contacto eficaz con Jesucristo; hacer un rato de oración de modo artificial, y de presencia en Dios, de cualquier manera. Pero, sigo siendo el mismo, no tengo empeño por mejorar mi vida, no hago nada o casi nada por trabajar en la perfección, ¿qué clase de conversión es ésta?

Convertirse es empezar nuestra propia  santificación personal por los cimientos y no por el tejado, como hemos explicado antes, pedir por la conversión de todos los hombres, con profundo respeto y caridad, y trabajar por la gloria de Dios en la santa Madre Iglesia, con todas nuestras fuerzas, dejando el fruto en manos de Dios, que con su gracia santifica a los hombres que quiere, de muchas maneras, y la mayor parte de las veces por la vía del misterio de su infinita misericordia.