sábado, 3 de diciembre de 2022

Segundo domingo de Adviento. Ciclo A

 


Juan bautista en el desierto de Judá tenía como objetivo prioritario de su predicación la conversión: Convertíos porque está cerca el reino de los Cielos.

Seguramente que a más de uno de los me escuchan, se le habrá ocurrido la idea de decir que el precursor del Mesías, el mejor nacido de mujer, excepto Jesús, predicaba la conversión para los hombres de su tiempo; pero que no tiene sentido para nosotros, que somos cristianos practicantes. Y esto es un error, porque todos tenemos que convertirnos.

Se tienen que convertir los infieles para que pasen de la infidelidad de la idolatría a la fe, al culto del verdadero Dios, cuya misión realizan los misioneros y las misioneras. Los cristianos colaboramos a esta empresa misionera de toda la Iglesia, celebrando una vez al año el Domund, día de la propagación de la fe, con la oración, sacrificios y limosnas.

Puede parecer también que la conversión es empresa que tenemos que realizar los cristianos para aquellos que no tienen fe, o que tienen una fe distinta a la nuestra. Pero no es así. Tampoco pensemos  que la conversión es propia de los grandes pecadores, que creyendo en Dios, se apartaron de la Iglesia, o viven en ella  en pecado, satisfaciendo las pasiones con todos los halagos del mundo y de la carne, instigados por el demonio, aunque cumplan ciertos sacramentos de compromiso social. No son éstos solamente los que tiene que convertirse.

Con injusticia de desagradecidos pedimos al Señor por la conversión de los infieles, por la de los no católicos, o por la conversión de los pecadores, sin caer en la cuenta de que también nosotros, los míos, los de mi casa, los de mi familia, mis amigos, todos tenemos que convertirnos para ser mejores cada día. Permitidme que os diga que la conversión es más necesaria para los que estamos ya oficialmente convertidos al Señor, pero todavía no hemos conseguido la perfección, que para los que nos parece que están lejos de Dios. De la misma manera que la perfección en el arte es más propia de artistas que de profanos en el arte, así también la conversión es más propia de los cristianos cualificados, religiosos y religiosas, que la de los infieles y grandes pecadores que tienen el corazón empedernido.

No sabemos quiénes necesitan más la conversión, si los pobrecitos de África, de América Latina, del Japón o nosotros los españoles que rezamos, practicamos los sacramentos, y somos creyentes y practicantes de la Iglesia Católica. Tenemos que pedir por la conversión de los infieles, ¿cómo no? y por la conversión de los pecadores, por supuesto; pero más aún, tenemos que pedir y trabajar por nuestra propia conversión, que está en nuestra mano y no por la conversión de los infieles y pecadores que depende de Dios y de su libertad.

Convertirnos, hermanos, es llevar una vida cristiana, una vida mejor, convertirnos es dar una respuesta a la llamada exigente del Señor que pide ser santos, como Él lo es, conseguir la perfección cristiana a la que cada uno ha sido llamado, según la vocación que ha recibido del Espíritu Santo. Tú, que estás ahí en el banco escuchando la Palabra de Dios, y yo sacerdote que la estoy predicando, tenemos también que convertirnos.

La conversión del justo, del virtuoso y hasta del santo es más difícil que la conversión de los pecadores, porque es más difícil llegar a la perfección del arte que empezar la carrera de arte.

El peón albañil se contenta con llevar ladrillos y materiales en la carretilla, amasar, ayudar al albañil en la construcción, y con esto cumple su obligación, porque ha colaborado a realizar la obra, bajo la dirección del maestro, con arreglo al plano del arquitecto. La perfección en la construcción  no consiste en la cimentación y edificación, sino en realizar artísticamente hasta los más insignificantes detalles. Así pasa en la vida espiritual,

No podemos decir que yo ya soy perfecto, porque soy fiel cumplidor de la ley de Dios, voy a misa todos los domingos o acaso diariamente, rezo a la Santísima Virgen y hasta hago un rato de oración, tengo además compromisos cristianos y apostólicos, pues si no llevamos a la perfección los mínimos detalles, estamos muy lejos de la auténtica conversión que Dios nos pide.

Cambiar de vida no significa otra cosa que moderar en lo posible el modo de ser en el virtuoso obrar; y no cambiar la manera de ser substantiva. Esto es imposible y contrario a la voluntad de Dios, porque tú  tienes que ser siempre tú, corrigiendo tus defectos y pecados, haciendo porque tu obrar sea lo mas perfecto posible en tu virtuoso modo de ser. No quiere el Señor que si tú eres vehemente, te conviertas en pacífico, si eres de carácter sanguíneo, de repente te vuelvas en carácter temperamental. Lo que el Señor quiere es que perfecciones tu carácter en el virtuoso obrar.

El que no fructifica en la conversión no se ha convertido. El que habla de la conversión y luego no la realiza en la familia, en la amistad, en el trabajo, en la relación social, no está convertido.

Una auténtica conversión consiste, hermanos, en estar siempre sobre nosotros mismos. De la misma manera que el que corre por una pista en una competición de carrera de coches, tiene que estar pendiente del terreno por donde circula, controlar su situación personal de inteligencia y atención, dominar en todo momento el vehículo, así también nosotros en nuestro modo de vivir debemos estar pendientes de vivir siempre en estado de gracia, luchar contra nuestras pasiones, dominando el pecado grave y superando, en lo posible, el leve,  cumplir la ley de Dios, la de la Iglesia,  la ley propia del estado, la del trabajo, atento siempre en controlar los imprevistos que puedan surgir en nuestra marcha perfecta hacia Dios.

La conversión, nos lo dice la palabra de Dios, tiene que dar frutos. Yo no te digo que nunca más te enfades, que no tengas genio, que no te alteres en los momentos difíciles de tu vida, sino que luches por ser cada día un poco mejor.

Si no pones de tu parte todo el esfuerzo que supone la conversión, entendida en sentido de santificación, y exige la gracia de Dios, tu conversión será prácticamente ilusa e ineficaz.

Me da la sensación de que nuestra vida espiritual está estructurada en unos cánones que nosotros nos hemos prefabricado: rezar tres Avemarías  o algo por la mañana al levantarnos o al acostarnos, sin ton ni són y sin ningún sentido de unión con Dios; comulgar porque es mi obligación o costumbre, pero  sin contacto eficaz con Jesucristo; hacer un rato de oración de modo artificial, y de presencia en Dios, de cualquier manera. Pero, sigo siendo el mismo, no tengo empeño por mejorar mi vida, no hago nada o casi nada por trabajar en la perfección, ¿qué clase de conversión es ésta?

Convertirse es empezar nuestra propia  santificación personal por los cimientos y no por el tejado, como hemos explicado antes, pedir por la conversión de todos los hombres, con profundo respeto y caridad, y trabajar por la gloria de Dios en la santa Madre Iglesia, con todas nuestras fuerzas, dejando el fruto en manos de Dios, que con su gracia santifica a los hombres que quiere, de muchas maneras, y la mayor parte de las veces por la vía del misterio de su infinita misericordia.

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