El hombre fue creado por Dios a su imagen y
semejanza en un estado de santidad
original que comprendía el don sobrenatural de la gracia, el conocimiento de la
verdad, sin posibilidad de error, la ausencia del dolor, la inmunidad de la
concupiscencia o inclinación al pecado, y el don de la inmortalidad, con el fin
de que, viviendo divinizado en la Tierra, consiguiera la plena gloria con Dios
en el Cielo. Pero para que esto se realizara, Adán debería cumplir un precepto
muy importante y grave, que no se sabe cuál es, con la condición vinculante de
que si no lo cumplía, moriría.
El hombre, abusando de su
libertad, desobedeció el mandato de Dios y cometió el llamado pecado original
que se transmite a todos los hombres por propagación, no por imitación, y se
halla como propio en cada uno. En consecuencia, por culpa del pecado, el hombre
perdió los dones que había recibido y “la naturaleza humana quedó debilitada en
sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al dominio de la muerte
e inclinada al pecado, inclinación llamada concupiscencia. (Cat 415-418).
Dios no abandonó al hombre a su
perdición, sino que en el mismo momento en que pecó, lo perdonó y le prometió
enriquecer su naturaleza contagiada en estado de pecado, con la promesa de la
Redención realizada por el Mesías, Jesucristo, Dios y Hombre verdadero. Este
nuevo estado era superior al que el hombre tenía al principio. Así nos lo
enseña el pregón de la Vigilia Pascual: “Necesario fue el pecado de Adán, que
ha sido borrado por la muerte de Cristo ¡Feliz la culpa que mereció tal
Redentor!”.
Esta promesa fue revelándose, de muchas maneras, principalmente en dos grandes etapas del Antiguo Testamento: Patriarcas y Profetas; y en otra tercera, Nuevo Testamento, por medio del Hijo de Dios, Jesucristo. Así nos lo enseña la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de hoy, del Apóstol San Pablo a los Hebreos: “En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo”.
El contenido de la Revelación se encuentra en la Tradición y en la Biblia: Antiguo y Nuevo Testamento; y es interpretada oficialmente por el Magisterio de la Iglesia, de manera que nadie, que se precie de ser católico, puede interpretarla a su aire o capricho.
Cuando llegó la plenitud de los
tiempos, el Hijo de Dios encarnó en las entrañas Purísimas de la Virgen
María, y en el mismo instante en que
empezó a ser Jesucristo, dentro del útero virginal de María, nació la Iglesia
en su germen. Pasados nueve meses de la gestación de Dios, hecho hombre, tuvo
lugar la Navidad o el nacimiento de Jesús en Belén y con él el Nacimiento de la
Iglesia en su Cabeza, como Cuerpo místico.
Hoy, el día de la Navidad, conmemoramos aquel acontecimiento singular del nacimiento de Jesús, centro y eje del tiempo y de la Historia. Ateniéndonos a los textos de la liturgia de la Palabra de hoy, en la primera lectura de la misa de la media noche, la Palabra de Dios nos enseña que la aparición de Jesús entre los hombres es luz que brilla entre las tinieblas, gracia, presencia de Dios y alegría, como profetizó en su tiempo el profeta Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo”. Como respuesta a la Palabra de Dios proclamada en la primera lectura, el pueblo reunido para celebrar la Navidad responde un texto tomado del Evangelio: “Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor”. Y por este gozoso motivo, en el salmo responsorial cantamos la alegría de la Navidad con estas palabras: “Cantad al Señor un cántico nuevo, se alegre el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque. Delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra”.
La Navidad de Cristo es el comienzo del misterio pascual que comprende la vida oculta de oración y trabajo en obediencia; vida pública de servicio en favor de todos los hombres, principalmente pobres, enfermos y pecadores; vida de pasión y muerte, y vida de resurrección.
Con el nacimiento de Cristo,
nosotros recordamos nuestro nacimiento a la vida cristiana en la Iglesia, que
tuvo lugar en el sacramento del bautismo. Nacimiento que exige una vida oculta
de oración y trabajo en la vida ordinaria, como la de Jesús, una vida pública
de ejemplo cristiano y realización de obras buenas y una vida de pasión,
soportando el dolor en todas sus versiones siguiendo a Jesús con la cruz a
cuestas, con la esperanza de morir con Cristo y resucitar luego con Él para la
vida eterna, plasmando en la propia vida el misterio pascual de Cristo.
En la Misa del Gallo, la segunda lectura del apóstol San Pablo a Tito nos dice que porque “ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres, debemos renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y llevar una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios Salvador nuestro: Jesucristo”.
La Navidad para los cristianos no es motivo para la juerga, la diversión, el pecado; ni ocasión para comilonas y despilfarro, como es costumbre en estas fechas en que el mundo profana el sentido de la celebración.
La Navidad debe ser un momento para renunciar al pecado y a sus males, y para llevar una vida sobria, sin excesos inútiles en comidas y bebidas; una vida honrada, llena de gracias, virtudes y ejercicio de santas obras; una vida religiosa de fe profunda y consecuente, con el fin de participar de la divinidad de Jesucristo, que al asumir nuestra naturaleza realizó un intercambio de dones, como dice el sacerdote en la oración sobre las ofrendas; y una vida de gracia para llegar un día a la perfecta comunión con Cristo en la gloria, como pedimos al Señor en la oración después de la Comunión. Esta vida tiene que ser en cada uno de nosotros Navidad en la celebración litúrgica del 25 de Diciembre, vivencia en los sacramentos y ejercicio del misterio pascual en la vida ordinaria hasta que llegue el momento de celebrarla eternamente en el Cielo.
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