sábado, 17 de diciembre de 2022

Cuarto domingo de Adviento. Ciclo A

 

El mal que nos sucede tiene varias causas teológicas que conviene explicar para no caer en el peligro de creer que las cosas nos van mal siempre por culpa del demonio. Es verdad que muchas veces Satanás es el culpable de no pocos males que suceden a los hombres en la vida, pues, envidioso de nuestra suerte, nos tienta para conseguir de nosotros el mal. Pero no siempre es así, pues Dios  quiere o permite  también diversas pruebas que son  males físicos y materiales en su apariencia, pero que son bienes en su fin, para enseñar a los hombres con  estilo pedagógico de Padre tres cosas importantes: la pequeñez del hombre, la grandeza de la misericordia infinita de Dios y la realidad de la vida. Y como estas verdades fundamentales no suelen aprenderse en otros, porque pocos escarmientan en cabeza ajena, ni en los libros, ni en la vida, el Señor nos las enseña personalmente con clases particulares, con pruebas, a veces muy dolorosas, que no se entienden generalmente, pero que contienen lecciones sabias de fe para  purificarnos de nuestros pecados, apegos y como método para encaminarnos al Cielo.

 San José, que era bueno, tan bueno que después de la Virgen María no hay otro mejor en el Reino de los Cielos, también fue probado por Dios para que se santificara más aún y se afianzara más en la fe de Dios. La prueba, como todos sabemos, consistió en que la Virgen María había concebido a Jesús por obra del Espíritu Santo, y él no lo sabía, por razones misteriosas que no acertamos a descubrir. María guardó el secreto misterioso de la Encarnación en su corazón sin revelárselo a nadie, ni siquiera a su querido esposo José con quien tenía las más profundas confidencias. Tal vez porque este misterio absoluto no se podría creer sino por la revelación del Espíritu Santo, como sucede con los misterios de nuestra fe, como por ejemplo la Eucaristía, que si no se tiene la potencia de la fe, no se puede creer.

 No es posible entender la tragedia que sufrió San José en el corazón, dándole vueltas en la cabeza al hecho evidente de la concepción de María, su mujer. Por más conjeturas que se fraguaba en la mente, no podía adivinar el extraño silencio de María sobre su concepción virginal, que ciertamente no se debía a ninguna causa humana. ¿Cómo es posible que su esposa, santa entre las santas, la bendita entre todas las mujeres, haya concebido? ¿Violación forzosa en el camino a Ain Karin, cuando fue a visitar a su prima Isabel para ejercer con ella el oficio caritativo de sirvienta, como piensan algunos intérpretes protestantes de la Sagrada Escritura? De ninguna manera, pues es evidente que María se hubiera desahogado con él, sabiendo que como santa que era, la iba a comprender perfectamente. ¿Un fallo humano? Imposible, pues José sabía que María era santísima, aunque pienso que pudo ignorar su inmaculada concepción, pues si lo hubiera sabido, hubiera pensado que algo misterioso había pasado en Ella, incluso en que podría ser la Madre del Mesías esperado por siglos sin término.

La mejor solución humana era la que San José había planificado, dejarla en secreto, pasando ante el pueblo como un posible infiel a su mujer que la abandona dejándola embarazada. Pero Dios que es fiel y premia la fidelidad de los hombres, le reveló el misterio de la Encarnación de María, que concibió por obra y gracia del Espíritu Santo. De esta manera se conoció más a sí mismo, se afianzó en la fe de Dios, que todo lo puede y quiere el bien para todos los hombres, y supo la realidad de la vida, que puede tener excepciones, cuando Dios quiere, como sucedió en la dura prueba que sufrió de parte de Dios.

Las pruebas que Dios nos manda o permite en sí mismas son buenas, aunque tengan cara mala o apariencia de mal, porque tienen una finalidad suprema de bien, que podemos suponer, pero que no conocemos. Con ellas, si las aceptamos con fe de providencia, llegamos a conocer la pequeñez de nuestro ser, la pobreza de la debilidad del hombre, la miseria de nuestra existencia sin Dios. Y por medio de ellas conocemos más de cerca a Dios y a él nos confiamos sin reservas, despegándonos de las criaturas; y terminamos por conocer la realidad de la vida a los ojos de Dios, que no tiene otra finalidad que el camino hacia Dios, pues las cosas de este mundo son pasajeras, caducas, variables, y no merece la pena, sin fe, querer vivir las realidades de este mundo que pasa.

 Seguramente que tú estas ahora padeciendo alguna prueba dolorosa, tu enfermedad o la de un familiar, la muerte de un ser querido, el aguijón de la carne, el desprecio de los hombres, las continuas humillaciones de la familia o amigos, las pruebas económicas. La solución a estas pruebas que tienen visos de bien eterno es aceptar la voluntad de Dios, que se manifiesta con contrariedades. Espera la hora de Dios, pues te está probando para que conozcas tu debilidad, impotencia, miserias y pecados; para que te fíes sólo y nada más que de Él, y conociendo la realidad de la miserias propias y la fortaleza y gracia de Dios, conozcas la verdad de la vida que consiste en vivir en Dios y para Dios siempre, a pesar de todo lo malo que parece, pues todo sucede para el bien de los hombres a quienes Dios ama.

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