Por instinto natural el hombre busca el bien que le apetece, como camino para la felicidad, poniendo su corazón en las cosas: el dinero, la sexualidad, el poder, la diversión, la comida, el vino, la cultura..., que en su justa medida son bienes buenos y lícitos, pero que tienen el peligro de desordenar las pasiones del hombre e inducirle a muchos males y vicios. Y para conseguir la felicidad que necesita, se esfuerza y trabaja, a veces sin descanso, por encontrarla en las cosas materiales. Pero la experiencia dice que las cosas de este mundo satisfacen momentáneamente el apetito sensitivo o sexual del hombre, pero aumentan después el hambre de las mismas cosas u otras con el peligro de la degeneración en vicios. El corazón está hecho para amar, y si se le alimenta solamente con cosas, se queda siempre con hambre.
La verdadera felicidad en este mundo es relativa e imperfecta, y está mezclada de alegrías y penas. Consiste en la intercomunicación del amor y no en el intercambio o regalo de cosas; en la entrega generosa y desinteresada del uno al otro, en darse a los demás por amor con sacrificios y renuncias, en dar más que en recibir. Solamente Dios satisface plenamente las apetencias del ser humano, como decía San Agustín: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón no se satisface hasta que descanse en ti”.
La verdadera felicidad, en sentido cristiano, consiste en la vivencia de la fe con la esperanza puesta en Dios, sabiendo que todo sucede para el bien eterno de los hombres a quienes ama el Señor, aunque no se entienda la razón del obrar de Dios, que muchas veces parece castigo más que amor. Los acontecimientos tristes, desgracias y sufrimientos son los mismos para los que tienen fe que para los que no la tienen. Pero son distintos en cuanto a la aceptación, pues el cristiano recibe las desgracias y sucesos malos, como voluntad de Dios para un fin supremo, misterioso, que no se entiende en este mundo, pero que son medios para conseguir la vida eterna en el Cielo.
En cambio, el que no cree, evalúa los acontecimientos buenos como suerte, fruto del trabajo o astucia personal, y los malos como desgracias naturales o malicia de los hombres. Lo que cambia es la motivación del creyente o no creyente en la aceptación del mal o el bien, que se acepta de distinta manera y se explica por distintas causas. Para el que cree, todo tiene razón de bien, lo bueno y lo malo, y lo acepta como voluntad suprema y misteriosa de Dios; y para el que no cree, los males suceden por causas naturales, por la casualidad o por el misterio de la vida.
La fe es auténtica cuando es operativa, es decir, se vive en estado de gracia y con expresión en obras buenas, sabiendo que Dios está con nosotros siempre, actuando en nuestra salvación, aunque nos dé la sensación de que nos ha dejado de su mano, nos ha abandonado. El estado de gracia es esencial para la vida cristiana de fe, que consiste en el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia y en la aceptación de la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste en los acontecimientos de la vida.
La vida cristiana, vivida consecuentemente, es un seguro a todo riesgo para conseguir eternamente la alegría, que es el gozo de la visión y posesión de Dios en el Cielo.
Hoy celebramos el tercer domingo de adviento, conocido en la liturgia como el día de la alegría. En la antífona de entrada San Pablo nos manda: Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca. Pronto, dentro de catorce días, vendrá la Navidad, y en ella recordaremos el nacimiento de Jesús nuestro Salvador, alegría de nuestra salvación.
En la oración colecta hemos pedido al Señor que esperando con fe la fiesta del nacimiento de Jesús, consigamos llegar a la Navidad, fiesta de gozo y salvación, y poder celebrarla con alegría desbordante.
Nos preparamos con fe para la alegría de la Navidad. Pero podemos preguntarnos: ¿Para qué alegría? Todos o algunos tenemos muchos e importantes motivos para estar tristes: la enfermedad que está minando nuestra salud, la de mis hijos o de mi familia; la desgracia de haber perdido un ser querido hace poco; los dolores que no puedo aguantar; la ingratitud de los hijos; la soledad en la que vivo, sin nadie a mi lado a quien contar mis penas y alegrías o charlar de nuestras cosas; las distintas desgracias familiares; los problemas económicos y sociales: el terrorismo, la guerra...; la falta de fe de mi familia... ¿Cómo se nos puede mandar vivir la alegría en medio de tantas penas.
La alegría que nos pide la Iglesia en este domingo es, en primer lugar, la alegría en el Señor, la alegría de la salvación, la alegría de la fe y la esperanza, la alegría de que todo pasa pronto y viene luego el gozo de estar con Dios en el Cielo, por toda la eternidad, viendo y gozando de su presencia. Mientras llega ese día, el Apóstol Santiago nos aconseja tener paciencia hasta la venida del Señor, como el labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia, nos dice el Apóstol, manteneos firmes en la fe, porque la venida del Señor está cerca. Debemos esperar con paciencia la alegría de la venida del Señor, al estilo de los profetas que aguardaron la llegada del Mesías, como salvador del mundo.
Mantengamos la alegría de la fe, que muchos no tienen, conservándola pese a todas las dificultades y por encima de todos los acontecimientos adversos. La alegría de perseverar en la gracia de Dios con salud o con achaques, la alegría de vivir en paz con la familia, con pequeñas o grandes dificultades, fácilmente salvables; la alegría de tener lo suficiente para vivir, mientras otros no tienen ni lo necesario. La alegría del premio eterno que aguarda a los que perseveren en la fe y en la gracia.
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