miércoles, 7 de diciembre de 2022

Inmaculada Concepción. Ciclo A

 


La Iglesia, desde la tradición patrística, siempre ha interpretado que Jesucristo empezó a existir, en cuanto hombre, en el mismo momento en que dijo la Santísima Virgen: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí, según tu palabra”. El  anuncio de la maternidad divina tuvo lugar al mismo tiempo que el suceso de la encarnación, en ese instante, el Verbo, el Hijo de Dios, encarnó en las entrañas purísimas de María, por obra del Espíritu Santo. 

Uno de los misterios más grandes que contiene la Teología de la gracia es éste: ¿Cómo puede conciliarse la libertad del hombre con la gracia? La gracia siempre es eficaz, empuja al hombre, y, sin embargo, el hombre la recibe y la secunda libremente. Esto quiere decir que se puede rechazar en teoría la propuesta que Dios hace, pero de hecho el santo no la rechaza. ¿Por qué? Porque la libertad del santo queda fuertemente impulsada por la fuerza de la gracia, sin que la coaccione. María pudo decir no al ángel, en teoría, pero de hecho, por ser Inmaculada, santa, tuvo que decir sí libremente.

El Evangelio de hoy no nos habla solamente de la encarnación del Verbo, en cuyo acontecimiento yo quiero considerar hoy la maternidad divina y maternidad espiritual de todos los hombres.

Por la encarnación del Verbo, María quedó constituida en Madre de Dios y Madre de todos los hombres, pues la maternidad divina es inseparable de la maternidad espiritual.

Cuando María concibió en su seno virginal a la Cabeza, que es Cristo, concibió místicamente, también a sus miembros, que somos todos los hombres del mundo. Lástima que no tengamos tiempo para explicar en su principio esta grandeza de la maternidad física de María, Madre de Dios, juntamente con el nacimiento de la maternidad espiritual de todos los hombres. Podemos decir que cuando nosotros celebramos el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, o la maternidad divina en su origen, estamos celebrando también la encarnación de la maternidad espiritual de María.      

En María podemos concebir varias etapas.

María en la mente eterna de Dios, concebida o imaginada, si así se puede hablar, en el consenso misterioso de la Santísima Trinidad, como Madre de Dios, en el sentido que entiende el dogma católico. Esa es la base fundamental de toda la Teología mariana. En la maternidad divina se fundamentan todos los dogmas marianos, privilegios y títulos teológicos de María.

María creada en el tiempo Inmaculada, para ser madre de Dios encarnado y madre espiritual de todos los hombres. Este privilegio no tenía otra razón de ser que destinar a María a ser Madre de Dios, Corredentora del género humano y Madre espiritual de todos los hombres. 

María en la concepción virginal de Jesús. Empezamos a ser hijos de María cuando Jesucristo empezó a ser hijo de María, en el mismo instante en que fue concebido. Podemos decir que fuimos concebidos hijos de María, cuando Jesús fue concebido en el seno de María.

María en el momento del alumbramiento, en que dio a luz a su Hijo y místicamente a todos los hombres.  Cuando vayamos a besar al niño Jesús, el día de Navidad, al conmemorar el nacimiento físico de Jesús, en la memoria y en el recuerdo estamos como celebrando nuestro propio nacimiento místico, aunque nuestro nacimiento histórico sucediera en otro tiempo.

La Navidad, hermanos, no es simplemente el recuerdo y la celebración litúrgica del nacimiento de Jesús, sino el nacimiento de todos los hombres “a la vida de la gracia”. Es el nacimiento de la maternidad de la Virgen, física y espiritual.

Algunos teólogos, equivocadamente, por supuesto, dicen que la maternidad de la Virgen empieza, cuando Jesucristo en la cruz dijo: “Madre he ahí a tu hijo, hijo he ahí a tu madre”. Aquel momento no fue nada más que la declaración oficial de la Maternidad espiritual de María, como madre de todos los hombres, pues la maternidad divina de Jesús y espiritual de todos los hombres tuvo un origen eterno trinitario, fue preparada por Dios creando a María Inmaculada, tuvo lugar en su causa en la Encarnación y en su efecto en el nacimiento de Jesús. 

Es este hecho sublime un misterio, hermanos, que he expuesto en cuatro pinceladas, creo al alcance de cualquiera.

Santa María del Adviento puede considerarse como una mujer israelita que esperaba, como todo el pueblo de Dios, la venida del Mesías: adviento histórico en el Antiguo Testamento; y también como un adviento personal, durante nueve meses, en que esperaba, como madre, la venida de Jesús, el Mesías, Redentor de todos los hombres. Durante todo ese tiempo se preparó para ese singular acontecimiento con una presencia mística de altura inconcebible, con su Hijo, a quien llevaba físicamente presente en su virginal seno; con la acción de atención de madre, preparando su nacimiento, como hacen todas las madres, que como sabemos por el Evangelio fue aventurado y plagado de  sorpresas y contrariedades; cumpliendo su deber de esposa de José con solicitud, cariño y entrega; haciendo todo lo que tenía que hacer con amor en la esperanza del adviento histórico y personal.

Lo que importa es no celebrar la Navidad, como un acontecimiento aislado; no considerar a la Virgen como Madre de Dios en su adviento histórico y personal en espera del Mesías, sino contemplar e imitar a María en su adviento, llevando una vida santa, de manera que en nosotros siempre sea adviento y navidad  en esta vida y después navidad para siempre en el Cielo.

De manera parecida, hermanos, nosotros debemos prepararnos en el adviento para la Navidad conmemorativa del nacimiento de Jesús y para la Navidad litúrgica del 25 de Diciembre, viviendo el adviento histórico de nuestra vida, preparándonos para  la Navidad eterna, que será nacer para ver cara a cara a Dios, y gozar eternamente de Él en el Belén del Cielo.

             

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