sábado, 2 de diciembre de 2023

Primer domingo de Adviento. Ciclo B




Hoy celebramos el primer domingo de Adviento, el comienzo del año litúrgico. La palabra latina adviento significa venida, llegada de alguien o de algo que supone una espera. En sentido litúrgico podríamos definir el Adviento como la espera confiada y alegre de la venida del Señor.

La vida es una espera constante de acontecimientos nuevos o iguales, con monotonía unas veces y novedad otras. Esperamos con alegría confiada cosas buenas. Por ejemplo, el enfermo espera salir de la enfermedad y recuperar la salud perdida. Si esperamos a alguien con alegría, estamos deseando que llegue el momento de su llegada. En cambio, cuando sabemos que nos va a venir un mal, tenemos pena porque va a venir lo que no queremos. El bien se espera con alegría y el mal se teme con pena.          

La venida del Señor puede interpretarse en tres sentidos diferentes: la venida del Señor litúrgica, que celebramos el día 25 de Diciembre, nacimiento de Jesús. Durante cuatro semanas de adviento nos preparamos con alegría penitente para celebrar el acontecimiento más grande de la Historia: el cumpleaños de Jesús, el recuerdo desbordante y alegre de que el Hijo de Dios se hizo hombre para salvar a todos los hombres. Esta espera, tiempo de esperanza y conversión, tiene referencia con la segunda venida de Jesús al final de los tiempos, pues así lo dijeron los ángeles a los Apóstoles cuando Jesús subió a los Cielos: “Mientras miraban fijos al Cielo, viéndole irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco que le dijeron:

“Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al Cielo, volverá como lo habéis visto marcharse.” (Hech 1,11). 

Por tanto, el adviento litúrgico no sólo tiene una dimensión cercana o próxima de preparación para la Navidad, el día 25 de Diciembre, sino también lejana y última: la venida del Señor en la Parusía. ¿Cuándo vendrá? No sabemos. Por supuesto, no como muchos piensan que dentro de treinta y tantos días, el principio del año 2000. 

Cuando el Señor vuelva al final de los tiempos, vendrá a juzgar a vivos y a muertos, a clausurar con solemne majestad el Reino que fundó en la Tierra, que es la Iglesia. Para entender el verdadero sentido del Adviento estas dos dimensiones tienen que ser entendidas como dos elementos de una misma realidad, la del tiempo y la de la eternidad. 

Mientras celebramos el Adviento litúrgico en espera del Adviento escatológico, hay un adviento intermedio de espera para cada uno de nosotros: la espera de la llegada del Señor, a la hora de la muerte, para celebrar la Navidad eterna. Remachando ideas repetimos: Hay tres esperas o tres advientos estrechamente unidos entre sí: adviento litúrgico en que nos preparamos para la Navidad; adviento de la vida en el que nos preparamos para la muerte; y adviento histórico de la Parusía en el que la Iglesia se prepara para la venida definitiva del Señor, al final de los tiempos: la Navidad eterna del Reino de los Cielo.

¿Cuándo vendrá el Señor a buscarnos al final de nuestra existencia? No lo sabemos, pero pronto, pues la vida pasa a velocidad vertiginosa, como el chorro de humo que deja el avión en el firmamento, cruzando el espacio, que inmediatamente desaparece, como si nunca hubiera existido.           

Efectivamente, el Señor vendrá a buscarnos, cuando menos lo pensemos. ¿Cómo tenemos que prepararnos para ese día? Nos dice el Evangelio que en actitud permanente de vigilancia, mientras llega el Señor para recogernos y celebrar en el Cielo nuestra Navidad personal, que es el nacimiento a la vida eterna. ¿Qué significa estar en vela? Vivir siempre en estado de gracia, vivir en una actitud permanente de servicio a los demás en trabajo apostólico, vivir con paciencia esperando los acontecimientos con fe y alegría espiritual, porque todo lo que sucede lo quiere Dios o lo permite para nuestro bien. Por consiguiente, tenemos que aceptar la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste. 

Muchos se cuestionan la existencia del mal en el mundo, y es lógico y natural, y dicen: ¿Cómo Dios, que es Padre de todos los hombres, permite tantos males? Alguien me dijo una vez que perdió la fe porque no entendía la existencia del dolor. A mí me sucede todo lo contrario, pues la existencia del dolor que no entiendo, aumenta más mi fe. Si existen tantas injusticias, tanto dolor, tantas penas en esta vida es porque tiene que haber justicia eterna en la otra. Nuestra felicidad en el Cielo será total y eterna. Consiste en ver y poseer a Dios para siempre. Luego todo dolor que se padece en este mundo es poco en relación con la visión y gozo de Dios, que nunca terminan y colman todas las aspiraciones humanas. En estos días han operado a un amigo mío, sacerdote, que me dijo: Estoy preparado para todo. Está pasándolo muy mal, sufriendo mucho, pero con la esperanza de que el dolor pasa pronto y la felicidad que me espera será eterna. 

No solamente no entienden el misterio del dolor los que no tienen fe, sino que tampoco lo entendemos los que la tenemos. La reacción ante este interrogante angustioso es de dos maneras: una teológica, desde la fe, y otra humana, desde la razón. La teológica esta argumentada de esta manera: Si Dios es mi fin, si Dios es mi móvil y si Dios es mi felicidad eterna, todo lo que me suceda en este mundo, por malo que sea, es poco. ¿Hay quien entienda lo que significa la eternidad en visión y gozo de Dios? San Agustín decía que la eternidad es el concepto más difícil de entender ¿Qué será siempre, siempre, siempre Dios visto y poseído, que es TODO el bien que ni siquiera se puede imaginar? Luego de esta manera se entiende la existencia del mal, que es un medio temporal para el fin último y supremo, que es la felicidad personal, total y eterna del hombre. 

La otra manera de entender el misterio del mal en el mundo, desde la razón, es caer en el existencialismo, en el agnosticismo o en el escepticismo. 

Pues bien, hermanos, el dolor existe, pero tenemos  que aceptarlo con fe. ¿Cómo? En situación permanente de conversión, a la todos estamos obligados. No solamente tienen que convertirse los infieles, los que culpable o inculpablemente no tienen fe, sino también los que la tenemos: los cristianos que no pisan la Iglesia o la pisan en ocasiones sociales y viven de espaldas a Dios, y quizás más los que nos consideramos cristianos comprometidos. El artista que tiene el instinto o carisma del arte, como dicen ahora, tiene que perfeccionarse cada día más para alcanzar la máxima perfección. El cristiano que vive su fe con compromisos por vocación tiene que vivir en una actitud permanente de perfección evangélica. 

¿De qué tenemos que convertirnos? De nuestras miserias, de nuestras debilidades, de nuestras imperfecciones, de nuestro pecados, de nuestros desvíos para que estemos siempre en vela, celebrando el adviento de nuestra vida personal, mientras vivimos en la Tierra, conmemorando cada año el adviento litúrgico de la Navidad con la perspectiva de la espera de la celebración eterna de la Navidad, al final de los tiempos.

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