Aquella Navidad histórica que se celebra
litúrgicamente cada año el 25 de Diciembre, fue el gran acontecimiento de la
Humanidad: el nacimiento de Jesucristo, centro de la historia y eje, alrededor
del cual gira toda la vida de la Iglesia. Cristo nació, vivió, murió y resucitó
para salvar a todos los hombres, mediante su misterio pascual.
Cuando Jesucristo terminó personalmente la
Redención en la tierra, resucitado, confirió a sus Apóstoles, los mismos
poderes que había recibido del Padre (Jn, 20,21), con el encargo de perpetuar
su misma misión hasta el fin del mundo (Mt 28,18). Y después, subió al Cielo en
cuerpo glorioso, para seguir realizando desde allí la salvación
ministerialmente por medio de la Iglesia, hasta que vuelva otra vez al fin de
los tiempos (Hech 1,111).
Efectivamente, Cristo Rey volverá a la tierra
a terminar su obra. Entonces juzgará a vivos y muertos con rigurosa justicia de
infinita misericordia, y por fin, consumará definitivamente su reino eterno y
universal: reino de la verdad y la vida, reino de la santidad y la gracia,
reino de la justicia, el amor y la paz, como rezamos en el prefacio de la Misa
de Cristo Rey.
La liturgia de la palabra de hoy contiene
tres lecturas de la Sagrada Escritura, que nos ofrecen el alimento espiritual
para disponernos al banquete eucarístico del Cuerpo y la Sangre de Jesús en
esta santa Misa; y también para fortalecer nuestra fe a lo largo de la semana
en medio de este mundo descreído y materialista en que vivimos.
La primera lectura, original del Espíritu
Santo, y escrita por Isaías, contiene esencialmente el mensaje de conversión,
que el profeta transmitió al Pueblo de Israel, con vivas y expresivas imágenes
de inspiración poética: “En el desierto preparadle un camino al Señor, Allanad
en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que los
montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se
iguale”.
Mensaje que equivale a decir: Pueblo de
Israel, conviértete a Dios y deja de ser estepa sin camino: que los humillados
y esclavizados por la injusticia, simbolizados por los valles, sean levantados
del hundimiento de su degradación personal y social, y consigan una altura
justa de dignidad humana en pacífica convivencia; que los explotadores del
egoísmo, del poder, del dinero y del sexo, simbolizados por los montes y colinas, se abajen: depongan su
ambición, su soberbia y su injusticia;
que los pecadores torcidos o desviados del camino de Dios por el pecado y los
vicios, expresados con el símbolo de "lo torcido se enderece y lo
escabroso se iguale", se conviertan. Y todos, unos y otros, construyan
para el Señor que viene un camino de justicia y paz.
El Evangelio de San Marcos, haciendo alusión
al profeta Isaías, repite el mismo anuncio de la venida del Mesías, la misma
salvación y el mismo mensaje puestos en boca de San Juan Bautista:
"Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos”. El profeta predica
la conversión del pueblo, simbolizada por el bautismo de agua, figura del
bautismo del Espíritu Santo, que
Jesucristo había de instituir en el tiempo.
La segunda lectura del Apóstol San Pedro
alude al fin del mundo, que será transformado sustancialmente en “un cielo
nuevo y una tierra nueva, en que se habite la justicia”. Y mientras llega ese
momento, el Apóstol nos exhorta a "esperar estos acontecimientos,
procurando que Dios nos encuentre en paz con Él, inmaculados e irreprochables".
Por tanto, hermanos, vivamos el tiempo del
adviento con una vida santa de conversión permanente, para prepararnos
litúrgicamente para la Navidad. Y hagamos que nuestra vida sea siempre un
adviento teológico, que nos prepara para la Navidad de nuestra muerte, con la
mirada puesta en la Parusía, el triunfo de
la Iglesia, que tendrá lugar con la segunda venida de Jesús, no sabemos
cuándo.
Hermano, si quieres, para ti siempre es
adviento y siempre es Navidad. El adviento cuando esperas la venida de Jesús en
su gracia; y Navidad cuando lo recibes
en Persona sacramentada.
Es adviento, cuando rezas privadamente o en
comunidad; y Navidad cuando recibes la presencia garantizada de Jesús en medio
de los que rezan juntos.
Es adviento, cuando trabajas y realizas las
cosas sencillas y ordinarias de la vida en unión con Dios; y Navidad cuando
recibes la gracia de la perfección personal y la gracia místicamente apostólica
de la santificación del mundo.
Es adviento, por último, cuando aceptas,
sufres, y ofreces al Señor las contrariedades de la vida, y haces que tu cruz,
el dolor, sea sacrificado; y es Navidad cuando recibes la fortaleza de Jesús
para sufrir con la esperanza de la resurrección eterna.
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