lunes, 31 de octubre de 2022

1 de noviembre, festividad de Todos los Santos


Hoy celebramos, en primer lugar, el día de todos los santos canonizados por la Iglesia, nuestros intercesores ante Dios en el Cielo y  modelos nuestros de santidad en la Tierra, a quienes veneramos en sus imágenes, altares y retablos de nuestras Iglesias. También conmemoramos el día de los santos canonizables, que no llegaron a ser venerados por los fieles, por razones históricas y humanas comprensibles, pero que por sus méritos  estarán, tal vez,  tan cerca de Dios o más  que los santos reconocidos oficialmente por los hombres; y también, por extensión, podemos decir que hoy es  la fiesta de los santos del silencio, que son nuestros familiares y amigos que murieron en el Señor y esperamos estén ya gozando de Dios eternamente, por su infinita misericordia. Podríamos decir, por tanto, que hoy celebramos el día de los hombres que están en el Cielo.

¿Quiénes fueron los santos?

Los santos fueron hombres como nosotros, de carne y hueso, sometidos a las debilidades humanas, pecadores cristianos, que se santificaron viviendo el Evangelio en el ejercicio heroico de  las virtudes; y hasta podríamos decir que también los hombres de buena voluntad, no cristianos, que vivieron en este mundo la fe que conocieron con recta conciencia en el bien obrar y murieron con pureza de corazón, estado de gracia misteriosa, en la presencia de Dios, aunque en la Tierra, por muchas circunstancias, no conocieron la Iglesia ni  a Jesucristo.

¿Por qué fueron santos?          

La Iglesia, institución divina, como toda institución humana, tiene un fundador, que es Jesucristo, unos Estatutos o Constituciones que son las ocho bienaventuranzas proclamadas en el Sermón de la Montaña y unas reglas, que son las enseñanzas y normas de conducta del Evangelio, que determinan el modo de vivir las Constituciones.

Los santos fueron santos porque vivieron con perfección las Constituciones de las Bienaventuranzas y las Reglas del Evangelio con fe operativa expresada en el amor a Dios con el cumplimiento de los mandamientos y en el amor al prójimo demostrado con obras de caridad; y por la misericordia de Dios y sus méritos murieron en estado de gracia.

Aunque el momento no es el propio para explicar las bienaventuranzas, porque es un tema que nos ocuparía mucho tiempo, vamos a proponer, sin embargo, las bienaventuranzas con una breve explicación de cada una de ellas, porque son, como hemos dicho, los fundamentos de la santidad sobre los que hay que construir el edificio de la santidad.

Son dichosos los pobres de espíritu aquellos cristianos, pobres o ricos, que viven con lo necesario, según su clase social, sin apego a las riquezas, siendo señores de las cosas y no esclavos de ellas, y utilizando los bienes de la Tierra para servicio propio, de la familia y de la Sociedad. Los pobres reales no son bienaventurados por su pobreza material, si son ricos en el corazón,  pues son pobres a la fuerza, porque no pueden ser ricos; ni tampoco los ricos reales son condenados por el Evangelio porque tienen dinero y posesiones, pues pueden ser pobres de espíritu, si viven la pobreza evangélica con corazón desprendido de las riquezas y con recta y caritativa administración de sus bienes en favor de los pobres y de la Sociedad. Son dichosos y herederos del Reino de los Cielos los que son pobres en el espíritu.

Son dichosos los sufridos que saben sufrir con paciencia las cruces y contrariedades de esta vida, ofreciendo a Dios el dolor, como necesario para la propia salvación y complemento de lo que faltó a la pasión de Cristo en sus miembros. Los que dan sentido redentor al sufrimiento, heredarán la tierra, es decir, poseerán la tierra del Cielo, felicidad plena y eterna del hombre.

 Son dichosos los que lloran sus pecados propios y los pecados de todos los hombres. Es decir son bienaventurados los que saben llorar santamente, los que  viven la teología de las lágrimas, porque ellos serán consolados con la alegría de la promesa y posesión de la vida eterna.

Son dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, no justicia humana sino teológica, que es la gracia, la santidad. Los que trabajan en la Tierra por saciar el hambre de Dios vivirán felices y serán saciados en el Cielo con la satisfacción de la visión de Dios y gozo eterno de su Ser.

Son dichosos los misericordiosos que comprenden las miserias de los hombres, sus pecados y se compadecen de ellos y ejercen la misericordia remediando los males que están a su alcance, porque alcanzarán la misericordia de Dios.

Son dichosos los limpios de corazón que ven todas las cosas con los ojos de Dios, actúan en la vida sin trampas ni segundas intenciones, ni marrullas, ni mentiras, con el corazón limpio de  pecados, porque ellos verán a Dios en esta vida por la fe y en la otra con su visión y posesión eternamente.

Son dichosos los que trabajan por la paz haciendo por implantar en el mundo el bienestar social, la justicia en todos los órdenes, la defensa de los derechos humanos y se esfuerzan por todos los medios por conseguir el bien común de todos los hombres, porque ellos se llamarán los hijos de Dios.

Son dichosos los perseguidos por causa de la justicia que padecen  por vivir el Evangelio, por seguir a Jesucristo, porque la persecución de los que buscan a Dios es distintivo y predilección de los cristianos, porque de ellos es el Reino de los Cielos. 

En resumen, son santos aquellos hombres que cumpliendo la voluntad divina en la fiel y rigurosa observancia de la Ley de Dios y de la Iglesia, aceptan y ofrecen todos los acontecimientos de la vida, gozosos y dolorosos, y viven las constituciones del Evangelio, que son las bienaventuranzas

sábado, 29 de octubre de 2022

Trigésimo primer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 

            


En la primera lectura de la liturgia de la Palabra de este domingo, el libro de la Sabiduría nos habla del amor de Dios a todas las cosas:  “Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado”. Pero de una manera especial resalta el amor a los hombres, pecadores, llegando a decir que Dios cierra los ojos a sus pecados  para que se arrepientan, corrige poco a poco a los que caen, y recuerda su pecado a los que pecan, para que se arrepientan y crean en el Señor.

Sabiendo esto, nace en nuestro corazón la alegría de tener a Dios como Padre, que muchas veces hace la vista gorda a nuestros pecados, porque los evalúa con paternidad misericordiosa, teniendo en cuenta nuestra debilidad; y, brota, a la vez, el deseo de nuestra constante conversión, sabiendo que Dios siempre perdona nuestros pecados, por muchos y graves que sean.                                  

El Evangelio de hoy propone para nuestra consideración la conversión de Zaqueo, que es como una demostración de la enseñanza que se expone en la primera lectura. Expliquemos este hecho.

Sucedió que cuando iba Jesús hacia Jerusalén en su último viaje apostólico,  entró en Jericó y se le agolpó tanta gente que apenas podía ser visto. La fama del profeta milagroso de Nazaret había cundido por toda Palestina, de tal manera que era noticia, incluso entre los hombres ricos y personajes importantes de aldeas, pueblos y ciudades. Había en Jericó un jefe de publicanos, llamado Zaqueo, que se había enriquecido injustamente a costa de la gente humilde del pueblo, y vivía con el corazón puesto en las riquezas. Pero, sin saber por qué, desde hacía tiempo venía madurando el deseo de tener ocasión de ver a Jesús, no por simple curiosidad, sino por un sentimiento indescriptible que había nacido con fuerza en su corazón,  sin haber escuchado jamás la noticia del Evangelio. Un día se enteró de que por el centro de la ciudad pasaba Jesús, y, sin pensarlo dos veces, echó a correr a su encuentro; y cuando estuvo cerca del lugar por donde Él estaba, había tanta gente que no tenía posibilidad de poder verlo, porque además se daba en él la circunstancia de que era bajo de estatura. Entonces echó a correr un poco más adelante, y ni corto ni perezoso, venciendo todo respeto humano, se subió a  un árbol, especie de higuera, para ver a Jesús, porque sabía “que tenía que pasar por allí”. Jesús al llegar  a aquel sitio, levantó los ojos y dijo:

Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa. Él bajo a toda prisa y lo recibió muy contento. Es posible que Jesús, acompañado de sus discípulos, se hospedara en casa de Zaqueo, por lo menos para pasar el día; y es probable que aprovechara esta oportunidad para predicar la parábola de las minas y otros temas con el fin de hacer brotar las raíces de la gracia que ya habían agarrado profundamente en su corazón. Al ver los fariseos que Jesús había sido alojado en casa de un pecador público, se escandalizaron murmurando: Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.

Zaqueo se convirtió, y dijo al Señor: Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más. Y es de pensar que se hizo fiel discípulo suyo y le siguió incondicionalmente.

Esta escena me da pie para hablar de la conversión, fijándome en una frase muy significativa que pensó Zaqueo, cuando fue al encuentro de Jesús para verlo, “porque tenía que pasar por allí”; frase que me ha servido de título para esta homilía.

La conversión es obra radical del Espíritu Santo, y no del esfuerzo humano. Nadie se convierte, si antes no es convertido por Dios, porque a la conversión precede la gracia divina y la acompaña en todo su proceso hasta que llegue a su pleno desarrollo. “Sin mí no podéis hacer nada”, dijo Jesús en la alegoría de la Vid, que Escribió San Juan en el Evangelio (Jn 15,5).

Zaqueo no se convirtió por el impacto que produjo en él la visita de Jesús a su casa, que fue la ocasión de su conversión, sino por el milagro de la gracia que desde hacía tiempo estaba misteriosamente madurando en su corazón. El hospedaje fue la oportunidad sobrenatural de la que Jesús se valió para que este pecador público empezara el proceso de la conversión, que es la santificación permanente, simplemente y nada más que porque Dios quiso ¡Misterio de la gracia!

Nosotros, que inicialmente estamos convertidos ya, tenemos que aprovechar los múltiples caminos por donde sabemos que Jesús tiene que pasar: Jesús pasa cuando se celebra la Eucaristía, que es el mismo que pasó por donde Zaqueo estaba, con la sola diferencia de que entonces pasó físicamente y ahora pasa sacramentalmente; pasa cuando hacemos oración, encuentro con Jesús donde Él despacha su gracia; pasa cuando dos o más nos reunimos en nombre del Señor para hablar de las cosas de Dios; pasa cuando se lee y escucha atentamente la Palabra de Dios, arma de doble filo que penetra en el corazón podando todas sus malezas; pasa cuando en la Casa de Dios se cantan himnos y salmos de alabanza, de arrepentimiento, de acción de gracias, y de otros sentimientos religiosos; pasa cuando se realiza la caridad con el pobre, en quien Cristo está representado, como miembro de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Pasa en fin, por donde el cristiano hace el bien, sufre, ama, ofrece el trabajo y todas las circunstancias de la vida.

Conociendo los distintos caminos por donde el Señor pasa, corre a su encuentro, como Zaqueo, sabiendo que “por allí tiene que pasar” porque te ama como si a nadie más tuviera que amar y quiere tu conversión permanente, que es la santificación en esta vida y la glorificación después en el Cielo.

Examina unos instantes los distintos lugares y personas por donde Jesús pasó por tu vida o sigue pasando “porque tenía que pasar por allí” ¿La familia? ¿la escuela? ¿la Parroquia? ¿aquél amigo? ¿aquél sacerdote? ¿aquél libro? ¿aquéllos ejercicios?... Y, en correspondencia de gratitud, como Zaqueo, conviértete o continúa por el camino de la creciente conversión por el que desde toda la vida o desde hace tiempo sigues caminado.

           

sábado, 22 de octubre de 2022

Trigésimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 

La liturgia de la Palabra de hoy nos propone para alimento de nuestra vida espiritual la conocida parábola del Fariseo y el Publicano, que todos conocemos, sabemos de memoria y muchas veces hemos meditado. Pero cuando la volvemos a meditar, encontramos en ella aspectos nuevos que nos enseñan ángulos diferentes o visiones parciales de la misma realidad. Sucede en esto lo mismo que en las obras de arte de un autor, que admiramos más su genio, cuando contemplamos los  pequeños detalles de su obra,  que en sí mismos ya son obras artísticas, que cuando estudiamos la obra en su conjunto.

Esta parábola fue compuesta por Jesús para aquellos piadosos judíos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás. Tiene una perfecta aplicación para nosotros,  cristianos practicantes y piadosos, porque podemos caer, como el fariseo, en la tentación de considerarnos mejores que los demás y condenar en  nuestro corazón a los que no pisan la Iglesia. 

En el tiempo de Jesús los fariseos eran hombres devotos que pertenecían al fariseísmo, partido religioso que se basaba en el riguroso y exigente cumplimiento de la ley de Moisés y en la estricta observancia de costumbres piadosas, que desfiguraron y sacaron de quicio  fanáticos doctores de la ley.

Vamos a fijar nuestra atención en dos aspectos negativos que se deducen de la oración del fariseo delante de Dios.

El fariseo era un hombre piadoso que se consideraba justo,  porque se juzgaba mirándose en el falso espejo del cumplimiento parcial de ciertas observancias religiosas, que no eran ni siquiera preceptos de la Ley de Dios: ayunar dos veces por semana y pagar los diezmos al templo. Pero no cumplía la normativa total en todos sus aspectos; y condenaba a los demás hombres  como ladrones, injustos y adúlteros, los tres pecados más graves de la Sociedad religiosa de entonces: y, sobre todo, condenaba a un pecador público, (publicano), que estaba orando con él en el templo, pidiendo a Dios el perdón de sus pecados: ¡Oh Dios! Ten compasión de este pecador.

Como enseñanza de esta parábola, Jesús concluye diciendo: “Os digo que el publicano bajó a su casa justificado y aquél no”.

La Sagrada Escritura en el Antiguo Testamento enseña claramente que la perfección consiste en el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios y en la aceptación de la voluntad divina en todos los acontecimientos que suceden; y no en la observancia de actos religiosos, que son buenos, aconsejables, pero no absolutamente necesarios para la perfección.

La aceptación de la voluntad de Dios no puede ser considerada como una segunda parte integral de la perfección, sino una derivación de la Ley del Decálogo, o  el cumplimiento de la misma ley en su máxima y perfecta expresión. Es decir, no son dos cosas necesarias para la santidad: cumplir los mandamientos y aceptar la voluntad de Dios, sino una sola cosa: cumplir la ley de Dios de la que se deduce la aceptación de lo que Dios quiere o permite. Dicho de otra manera: La santidad o perfección consiste en cumplir la voluntad de Dios, que se basa en el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios con la aceptación de todo lo que sucede. Los actos piadosos que cumplía el fariseo eran normas religiosas establecidas en el pueblo de Israel, preceptos humanos,  pero no preceptos divinos establecidos por la Ley de Dios.

San Pablo nos enseña que el cumplimiento material de la ley no justifica por sí misma, sino la gracia de Dios por medio de la ley y, a veces, sin ella. Cuando la gracia convierte a un pecador, le lleva al cumplimiento de la Ley.  El que cumple la ley de Dios está en gracia y el que la quebranta en materia grave, comete pecado mortal y se sitúa en desgracia de Dios. Los actos religiosos y ejercicios de piedad no están preceptuados por Dios. El ayuno es un precepto de la Iglesia para los mayores de 18 años el miércoles de Ceniza y el viernes Santo; y pagar el diezmo a la Iglesia está preceptuado simbólicamente en el quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia: Ayudar a la Iglesia en sus necesidades” Pero como preceptos humanos, pueden ser suprimidos o cambiados por otros.

Lo mismo que el fariseo, actualmente hay cristianos que piensan que son buenos por cumplir ciertas costumbres religiosas: tener devoción a los santos, echar limosnas en los cepillos, rezar el santo rosario, hacer lectura espiritual, ...; y por cumplir la ley del ayuno y la abstinencia y colaborar con limosnas voluntarias al sostenimiento de la Iglesia. Todo eso que haces es bueno, pero no lo mejor, que es el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia.

Otro defecto del fariseo era juzgar a los demás hombres, cosa que todos tenemos que evitar. “No juzguéis y no seréis juzgados, nos dice Jesús en el Evangelio, porque de la misma manera que juzguéis, seréis juzgados”. Nos equivocamos porque Dios juzga el corazón con una sabiduría infinita de misericordia, y los hombres juzgamos los actos morales con un criterio puramente humano, según una formación cultural histórica. Nadie sabe quién es mejor o peor a los ojos de Dios. No condenemos a nadie con el corazón, porque los juicios de Dios no son como los juicios de los hombres,  que son mezquinos y falibles, nos dice el libro de la Sabiduría. Dios es tan sabio que juzga a los hombres con su sabiduría, humanamente incomprensible, y los salva de muchas maneras con el poder de su infinita misericordia.

Fijando nuestra atención en la actitud religiosa del fariseo, resumimos: Seamos coherentes en nuestra actitud cristiana: Cumplir, primero, la voluntad divina en la observancia de los mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia; luego practicar ejercicios piadosos recomendados por la Iglesia, sabiendo que la ley no justifica, sino la gracia de Dios; y nunca considerarnos mejores que los demás, condenando a los demás hombres, por pecadores que sean, pues sólo Dios sabe la bondad y malicia que hay en cada corazón.

 


sábado, 15 de octubre de 2022

Vigésimo noveno domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 


El Evangelio de hoy nos propone la parábola de los criados vigilantes, que es una invitación para que durante toda nuestra vida vivamos preparados para la muerte o venida del Señor.

Jesús nos enseña en esta parábola que nuestra vida es una hacienda que tenemos que administrar para dar cuenta de ella a Dios, Dueño y Señor de todas las cosas, estando preparados para su venida, que es la hora de la muerte, como criados que esperan la llegada de su amo que se marchó de boda y volverá a la hora menos pensada.

En aquella época los grandes señores, cuando se marchaban de boda, que duraba días y hasta semanas, no decían a sus criados el momento en que volverían. De esta manera les obligaban a estar vigilantes guardando y cultivando su hacienda, ceñidas las cinturas, es decir en actitud de servicio, y con las velas encendidas, porque podrían llegar en cualquier momento: de día, por la tarde, de noche o de madrugada. 

Si el señor encontraba a criados fieles, en espera vigilante, los recompensaba sentándolos a su mesa, signo de  amistad y de pertenencia a la familia. En cambio, si encontraba a criados infieles que, pensando que el amo tardaría en llegar, se daban a la buena vida, a comer, a beber y a maltratar a los mozos y a las mozas, el señor a su llegada los echaba de casa y les daba el castigo merecido. Jesús concluye esta parábola con la consiguiente moraleja: “Lo mismo vosotros estad preparados, porque a la hora en que menos penséis, viene el Hijo del Hombre”.

Es un hecho evidente que la mayor parte de la gente, según parece, vive de espaldas a Dios, dedicada, en cuerpo y alma, a la consecución de las riquezas, a comer y a beber sin tino, a la diversión peligrosa o pecaminosa, a las juergas descontroladas, al disfrute y gozo de los placeres, al ejercicio personal y caprichoso del poder.

Pocos son los que de verdad se plantean el problema de la salvación eterna, la necesidad de luchar contra el pecado y vivir en gracia de Dios. Es cierto que también muchos viven humanamente bien, pero sin pensar ni cultivar los valores sobrenaturales de transcendencia, humanizando lo divino, justificando todas las cosas que son malas o peligrosas, como si fueran buenas, porque se estilan, es la moda, todo el mundo lo hace,...; incluso hay cristianos buenos que dan a su vida un sentido puramente humano, ético, sociológico, pero sin referencia a la doctrina de la Iglesia ni a la moral católica.

Parecen más bien filósofos “cristianizados” que teólogos que estudian la fe revelada y hablan de las verdades eternas, o de las terrenas relativas a la eternidad. Esta no es la mente de la Iglesia ni el espíritu de la liturgia de la Santa Misa, en  la que siempre se respira la vivencia de la gracia, la lucha contra el pecado, el deseo de los bienes celestiales, por encima de los terrenos.

Si nos fijamos detenidamente en la oración de la colecta de cualquier misa, en la oración de las ofrendas y postcomunión aparece siempre la constante de la referencia a la vida espiritual con referencia a la vida eterna.

Veamos, por ejemplo, las ideas de las oraciones de la misa de hoy. En la oración colecta hemos pedido al Padre "que aumente en nuestros corazones el espíritu filial, para que merezcamos alcanzar la vida eterna". En la oración de las ofrendas vamos pedir al Señor "que los dones que has dado a la Iglesia podamos ofrecértelos y transformarlos en sacramento de salvación". Y al final de la Santa misa, antes de la bendición del sacerdote, le vamos a pedir en la postcomunión que "la comunión en tus sacramentos nos salve".

Hagamos unas reflexiones en torno a la Palabra del Evangelio que hemos escuchado y predicado.

La vida que Dios nos ha concedido es una preparación para la eternidad, un medio para conseguir el Cielo que tiene prometido a los que son fieles en el servicio a Dios. Por lo tanto, debemos emplearla en vivir en gracia de Dios cumpliendo los mandamientos, luchando y dando muerte al pecado. Es decir, nuestra misión en la Tierra no es otra que cumplir siempre la voluntad de Dios.

Una religiosa me decía en cierta ocasión que ella pedía al Señor siempre y sólo tres gracias, que ella significaba en la siguiente sigla SAF: sabiduría para conocer la voluntad de Dios, alegría para aceptarla y fortaleza para cumplirla.

Los medios que aconseja la Iglesia para conseguir la meta última y suprema de la buena administración de nuestra propia hacienda son:

  • la oración de comunicarse con Dios, de la manera que sea;
  • la recepción  frecuente del sacramento del perdón, recibido con fe en la infinita misericordia de Dios Padre, pensando en Cristo que es quien perdona y no en el sacerdote que administra el sacramento;
  • la comunión recibida en unión con Cristo, es decir en estado de gracia y con deseo de santificarse o “cristificar” todas las cosas, y no como un acto simple de devoción  o costumbre religiosa, que todo el mundo puede recibir sin escrúpulo, como parece que se hace;
  • la escucha atenta y fructuosa de la santa misa, y no como el cumplimiento de un precepto grave que obliga bajo pecado mortal;
  • el dolor personal, en el cuerpo y en el alma, padecido y ofrecido a Dios como reparación de los propios pecados y con sentido de redención;
  • y el sufrimiento de la convivencia familiar, laboral y social con todas las cruces que conlleva por parte de todos los miembros que la componen.

Estemos, hermanos, preparados para la muerte, que no es el final de la vida, sino el principio de la verdadera vida que nunca termina, con las velas encendidas de la fe y en estado de gracia, ceñidas las cinturas o en actitud permanente de servicio en el cumplimiento de la voluntad de Dios, esperando que cuando Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, venga a llamarnos nos encuentre preparados y consigamos de la infinita misericordia de Dios Padre que seamos dignos de sentarnos a la mesa de la gloria celestial, como buenos hijos que fueron fieles administradores de la hacienda que nos ha regalado.

         

miércoles, 12 de octubre de 2022

Fiesta de la Virgen del Pilar

 


Podemos decir que hoy es la fiesta de todos los españoles, porque como el Papa dijo en una su visita a nuestra Patria, el año 1982, España es tierra de María.

Según una antiquísima tradición española, que se remonta al comienzo del cristianismo, María, viviendo todavía en carne mortal, vino a Zaragoza, y se apareció a Santiago Apóstol, y  los ángeles transportaron la imagen que hoy se venera en la basílica del Pilar de Zaragoza,  Por eso, es la Virgen del Pilar Patrona de España.       

En la oración colecta de la misa de hoy, que en nombre de la Comunidad Cristiana he elevado al Padre, he pedido para cada uno de nosotros tres gracias importantes: fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor. Es decir, pedimos a nuestra Madre nos conceda las tres virtudes teologales que son necesarias para vivir una vida cristiana. Las tres existen unidas entre sí, de manera inseparable y complementaria, aunque una puede estar más crecida que las otras dos en el alma. Si alguien tiene fe y no esperanza, realmente no tiene la virtud de la fe teológica, sino fiducia, que es fe o sugestión de que algo va a suceder. Y si tiene esperanza sin fe,  confía humanamente en alguien o en algo, pero no espera por los méritos de Jesucristo la salvación eterna, que es el objeto de esta virtud. Y si ama sin tener fe, ama humanamente, es la virtud antropológica del amor al hombre por el hombre, y no por Dios, sin ninguna relación con Él y sin esperar nada de Él. Los ateos también tienen fe humana, esperanza humana y amor humano. En cambio los católicos, porque tenemos fe y creemos en Él, todo lo esperamos de Él y amamos a los hombres, incluso a nosotros mismos y amamos todas las cosas en Él y por Él.

La primera gracia es fundamental porque sin fe nadie puede merecer ni salvarse. Gracias a Dios todos tenemos fe, pero necesitamos la fortaleza para afrontar todos los obstáculos de la vida.

Dejamos este tema sin desarrollar, y fijemos nuestra atención en la frase VIRGEN DEL PILAR.

La expresión Virgen del Pilar comprende dos conceptos importantes que merece la pena comentar: virgen y pilar, que son como dos apellidos que definen el bello nombre sustantivo de María, que significa mar de gracias, de gracia santificante y gracias sobreañadidas actuales, las más perfectas que se puedan concebir, en orden a cumplir su misión en la tierra de Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Madre de la Iglesia.

Virgen significa mujer que no ha roto su integridad física por ningún motivo y en sentido místico mujer que, además, quiere guardar virginidad en el corazón, es decir virgen en el cuerpo y en el alma.

Según una tradición antiquísima, María debió hacer desde su niñez voto de virginidad, por inspiración del Espíritu Santo, como parece deducirse del anuncio del ángel a Nuestra Señora, en el que, de parte de Dios, le propuso ser Madre del Mesías, y Ella expuso la seria dificultad que tenía de permanecer virgen: “¿Cómo puede ser eso, si no conozco varón? Dios dispuso que María, Madre de todos los hombres, fuera las dos cosas, a la vez, Virgen y Madre virgen. Por tanto, María es modelo de las vírgenes y modelo de las Madres, y modelo de los que se consagran a Dios en pureza o virginidad. En efecto, María es modelo de la mujer que quiere ser madre y no llega serlo por las circunstancias sociales de la vida; modelo también de la mujer que puede ser madre y renuncia a serlo por consagrar su vida al servicio de Dios en la Iglesia y modelo de los que se consagran a Dios en pureza o virginidad.

Pilar significa en sentido arquitectónico especie de pilastra que sostiene un edificio. Esta metáfora puede muy bien aplicarse a María porque Ella es en la Iglesia como el Pilar o fundamento de Cristo, en el sentido de que fue su Madre, y por consiguiente Madre de la Iglesia, que es el Cuerpo místico de Cristo. El fundamento o pilar es el principio de consistencia en la edificación. Si no hay pilar no existe seguridad en la edificación. De manera parecida, en la actual providencia divina de la Redención, si no hubiera existido María, no habría existido Cristo. Entonces porque Cristo es Hijo de María, nosotros somos hijos de Dios y de María.

También la analogía de pilar puede aplicarse a María en cuanto que Ella, por ser Inmaculada o concebida sin pecado original en plenitud de gracia, es el fundamento o pilar de todas las gracias que de Dios podemos recibir. Nuestras virtudes se fundamentan en María.

Cada uno de nosotros, que somos hijos de María, porque somos hijos de Dios, acudamos a la Virgen del Pilar a pedirle la virtud de la pureza conyugal o la vivencia de la perfecta virginidad en el estado en el que el Señor ha querido concedernos y pedirle también que sea para todos nosotros el fundamento o el pilare nuestra vida de gracia.         

sábado, 8 de octubre de 2022

Vigésimo octavo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 


Hagamos un breve comentario acerca del Evangelio de San Lucas, y que nos relata el hecho histórico de la curación milagrosa de diez leprosos, conocida por todos nosotros.

Alabamos el gesto de los diez leprosos que acudieron a Jesús en oración comunitaria a pedirle el milagro de su curación; admiramos el ejemplo de Jesús que cura a los diez, sin tener en cuenta las condiciones personales de cada uno; y recriminamos la ingratitud de nueve de ellos que no volvieron a dar gracias al Señor por el favor recibido. Sólo uno de ellos, que era extranjero, acudió a Jesús a darle las gracias.

Los diez tenían la misma enfermedad incurable y los diez acudieron juntos al Señor a pedirle la curación de su lepra personal. Este comportamiento nos enseña el valor de la oración comunitaria. Cuando estemos necesitados de una gracia, pidamos al Señor en plural por aquellos otros que tienen el mismo problema; y no seamos en cierto sentido tan egoístas que pidamos para nosotros y nuestras familias, olvidando que otros se encuentran en iguales circunstancias o peores

No está mal pedir por nosotros y los nuestros, y es una necesidad la oración personal, pero es muy edificante hacer de la oración personal oración comunitaria: “Señor, concédenos...” De esta manera nos sentimos más reforzados, recordando que no sólo sufrimos nosotros o necesitamos nosotros la gracia que pedimos, pues hay otros muchos que necesitan la misma y aún mayor y más urgente.

Si te falta, por ejemplo, la pureza, pide: “Señor, concédenos la pureza”; si estás necesitado de humildad, pide la humildad para todos, etc. De esta manera quitamos el posible egoísmo de nuestra oración, y hacemos que nuestra oración personal se convierta en comunitaria. Por otra parte esta actitud que parece un consejo, es una exigencia comunitaria de la realidad del Cuerpo Místico en el que todo lo que se hace es para todos.

Nos cuenta el Evangelio que eran diez los leprosos a quienes curó Jesús; y conforme iban a presentarse a Jesús, observaron que quedaban curados. De ellos, solamente uno, que era extranjero, al comprobar que estaba curado, corrió en busca de Jesús, y arrojándose a sus pies, le dio a gritos las gracias. Entonces Jesús le dijo:

-¿No eran diez a los que yo curé? ¿Dónde están los otros nueve?

Este comportamiento es un ejemplo claro que nos invita a saber hacer el bien que podamos a todos, sin esperar de nadie a cambio las gracias, sino solamente la misericordia de Dios.

Hemos de contar con la ingratitud humana, pues no todos a quienes hacemos el bien, vendrán a darnos las gracias por los favores que de nosotros han recibido. La estadística del Evangelio es el 10%, pero en nosotros es mucho menos. La experiencia de la vida nos lo atestigua, pues son realmente pocos los que nos agradecen el bien que les hemos hecho.

Generalmente aquellas personas sobre las que nos hemos volcado, suelen ser las menos agradecidas. Y aquellas otras a las que hemos hecho poca cosa o casi nada, se muestran con nosotros agradecidas, para que aprendamos a vivir el refrán que dice: “Haz el bien y no mires a quién”; y sigamos el ejemplo de Jesús que dio la vida por todos, buenos y malos, solamente con la finalidad suprema de hacer el bien, incluso a sus enemigos. Acaso nos podemos aplicar también nosotros este reproche, pues no siempre agradecemos a nuestros bienhechores los favores que nos hacen, pues pensamos que el bien que se nos hace es una obligación que ellos tienen y un derecho nuestro.

Resumiendo: Este Evangelio nos lleva a tres consecuencias prácticas para vivir nuestra vida cristiana:

La primera: hacer propias las necesidades de los demás, de manera que la oración personal se convierta en oración comunitaria, como hicieron los diez leprosos del Evangelio.

La segunda: pensar que el bien que hacemos por amor a Dios y sin esperar recompensa alguna humana, nos reporta  mayor  bien que el que hacemos a los demás.

La tercera: hacer todo por amor a Cristo, porque Él nos ha dicho: Todo cuanto hagáis por los hermanos, lo hacéis por mi, según nos enseña el Evangelista San Mateo en el capítulo 25,31ss.

Vamos a pedir en la santa misa al Señor que nos enseñe a vivir como miembros del mismo Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, a pedir por los demás también, haciendo que nuestra oración sea también comunitaria, a ser agradecidos a Dios y a los hombres por los favores que recibimos y a entender o comprender la ingratitud de los hombres, como una condición de la debilidad humana que nos ocasiona recompensa eterna y temporal.

sábado, 1 de octubre de 2022

Vigésimo séptimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 


    
La fe, que por la gracia de Dios recibimos en el bautismo, es un tesoro que llevamos en vasijas de barro. De la misma manera que las vasijas fácilmente rezuman el agua que contienen y hasta la pueden perder por roces inevitables, arañazos, descuidos y malos tratos, así también la fe, que todavía conservamos, puede ser dañada, adulterada y hasta perdida por la infidelidad a la gracia, repetición de pecados, contemporización con el mundo y el contagio de  modas y costumbres que atentan contra la fe y la moral católica. Hay que caminar con tiento, esmero y mimo por el destierro de la vida, pisando tierra, manteniendo el tesoro de la fe entre las manos y con los ojos puestos en el Cielo, para poder conservar y aumentar la fe durante toda la vida hasta que lleguemos a la meta, que es la muerte, principio de la eternidad.

Todos conocemos muchos casos de cristianos buenos y sacerdotes fervorosos, religiosos y religiosas edificantes, que vivieron la fe a tope, como se dice ahora, y luego se debilitaron en la gracia, se congraciaron con el pecado, se amundanaron, y ahora están a merced de la misericordia de Dios con graves y serios peligros para su alma.

 A medida que pasa el tiempo, hay mayor progreso, la economía mundial crece y los hombres tenemos más recursos materiales, la fe está en mayor peligro, porque el mundo atolondra la mente, enerva las pasiones y la concupiscencia se pone en carne viva, porque el ambiente se apodera del hombre y le hace vivir de espaldas a Dios y de cara abierta a los halagos del mundo.

Cada día cuesta más ser fieles a la gracia, defender la fe en privado o en público, conservarla en llama viva en medio de los vendavales del mundo, que soplan por todas partes amenazando el apagón. En todo momento, y, sobre todo, en el cine y en la televisión hay programas provocativos que encenagan el pudor, invitan al desmadre de la inmoralidad, enturbian las buenas costumbres y ridiculizan la fe de la Iglesia y profanan la moral católica. Muchos cristianos, que quieren mantenerse en pie, encuentran serias y graves dificultades en todos los ambientes, y son víctimas de esta barbarie; otros se mantienen a trancas y barrancas, se levantan, y siguen caminando manchándose los pies de barro; y no falta buena gente que cae por debilidad y se recupera de sus heridas con esperanza.

Cualquiera que sea tu caso, que no lo sé, pero me lo imagino, te animo al combate de la fe, a la pelea contra el pecado, a la lucha contra el mundo. Pero si de verdad quieres, no quisieras o desearías, tienes que poner los medios sobrenaturales que tienes a tu alcance:

1º Alimentar tu fe con  la escucha atenta de la Palabra de Dios, estudio de la doctrina de la Iglesia,  lectura espiritual, charlas y conferencias, teniendo por seguro no la opinión de los teólogos de revistas y periódicos, sino la doctrina de la Iglesia, contenida en el Catecismo del Papa Juan Pablo II. Muchos cristianos debilitan o pierden su fe porque la alimentan con panfletos, lecturas religiosas, no fiables, opiniones de teólogos, sacerdotes y catequistas que cuestionan la fe de la Iglesia, y acaban por vivir la de la Iglesia popular, y no la fe revelada por Jesucristo y enseñada siempre por el Magisterio auténtico de Iglesia.

2º Huida de amistades que perjudiquen tu fe, la pongan en tela de juicio, la discutan o contradigan sin respeto a tus ideales religiosos, y blasonen de la inmoralidad en que viven, dejando intranquila la paz de tu alma. Hay que ser amigos de todos, sean como sean, piensen lo que piensen, vivan como vivan, siempre y cuando la amistad sea humanamente buena, y de relación social respetuosa.  No frecuentar ambientes mundanos, en el sentido peyorativo de la palabra, que pongan en jaque mate tu fe y moral; y abandonar lugares donde se respire un ambiente de malas costumbres.