Sabiendo esto, nace en nuestro corazón la alegría de tener a Dios como Padre, que muchas veces hace la vista gorda a nuestros pecados, porque los evalúa con paternidad misericordiosa, teniendo en cuenta nuestra debilidad; y, brota, a la vez, el deseo de nuestra constante conversión, sabiendo que Dios siempre perdona nuestros pecados, por muchos y graves que sean.
El Evangelio de hoy propone para nuestra consideración la conversión de Zaqueo, que es como una demostración de la enseñanza que se expone en la primera lectura. Expliquemos este hecho.
Sucedió que cuando iba Jesús hacia Jerusalén en su último viaje apostólico, entró en Jericó y se le agolpó tanta gente que apenas podía ser visto. La fama del profeta milagroso de Nazaret había cundido por toda Palestina, de tal manera que era noticia, incluso entre los hombres ricos y personajes importantes de aldeas, pueblos y ciudades. Había en Jericó un jefe de publicanos, llamado Zaqueo, que se había enriquecido injustamente a costa de la gente humilde del pueblo, y vivía con el corazón puesto en las riquezas. Pero, sin saber por qué, desde hacía tiempo venía madurando el deseo de tener ocasión de ver a Jesús, no por simple curiosidad, sino por un sentimiento indescriptible que había nacido con fuerza en su corazón, sin haber escuchado jamás la noticia del Evangelio. Un día se enteró de que por el centro de la ciudad pasaba Jesús, y, sin pensarlo dos veces, echó a correr a su encuentro; y cuando estuvo cerca del lugar por donde Él estaba, había tanta gente que no tenía posibilidad de poder verlo, porque además se daba en él la circunstancia de que era bajo de estatura. Entonces echó a correr un poco más adelante, y ni corto ni perezoso, venciendo todo respeto humano, se subió a un árbol, especie de higuera, para ver a Jesús, porque sabía “que tenía que pasar por allí”. Jesús al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo:
—Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa. Él bajo a toda prisa y lo recibió muy contento. Es posible que Jesús, acompañado de sus discípulos, se hospedara en casa de Zaqueo, por lo menos para pasar el día; y es probable que aprovechara esta oportunidad para predicar la parábola de las minas y otros temas con el fin de hacer brotar las raíces de la gracia que ya habían agarrado profundamente en su corazón. Al ver los fariseos que Jesús había sido alojado en casa de un pecador público, se escandalizaron murmurando: Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.
Zaqueo se convirtió, y dijo al Señor: Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más. Y es de pensar que se hizo fiel discípulo suyo y le siguió incondicionalmente.
Esta escena me da pie para hablar de la conversión, fijándome en una frase muy significativa que pensó Zaqueo, cuando fue al encuentro de Jesús para verlo, “porque tenía que pasar por allí”; frase que me ha servido de título para esta homilía.
La conversión es obra radical del Espíritu Santo, y no del esfuerzo humano. Nadie se convierte, si antes no es convertido por Dios, porque a la conversión precede la gracia divina y la acompaña en todo su proceso hasta que llegue a su pleno desarrollo. “Sin mí no podéis hacer nada”, dijo Jesús en la alegoría de la Vid, que Escribió San Juan en el Evangelio (Jn 15,5).
Zaqueo no se convirtió por el impacto que produjo en él la visita de Jesús a su casa, que fue la ocasión de su conversión, sino por el milagro de la gracia que desde hacía tiempo estaba misteriosamente madurando en su corazón. El hospedaje fue la oportunidad sobrenatural de la que Jesús se valió para que este pecador público empezara el proceso de la conversión, que es la santificación permanente, simplemente y nada más que porque Dios quiso ¡Misterio de la gracia!
Nosotros, que inicialmente estamos convertidos ya, tenemos que aprovechar los múltiples caminos por donde sabemos que Jesús tiene que pasar: Jesús pasa cuando se celebra la Eucaristía, que es el mismo que pasó por donde Zaqueo estaba, con la sola diferencia de que entonces pasó físicamente y ahora pasa sacramentalmente; pasa cuando hacemos oración, encuentro con Jesús donde Él despacha su gracia; pasa cuando dos o más nos reunimos en nombre del Señor para hablar de las cosas de Dios; pasa cuando se lee y escucha atentamente la Palabra de Dios, arma de doble filo que penetra en el corazón podando todas sus malezas; pasa cuando en la Casa de Dios se cantan himnos y salmos de alabanza, de arrepentimiento, de acción de gracias, y de otros sentimientos religiosos; pasa cuando se realiza la caridad con el pobre, en quien Cristo está representado, como miembro de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Pasa en fin, por donde el cristiano hace el bien, sufre, ama, ofrece el trabajo y todas las circunstancias de la vida.
Conociendo los distintos caminos por donde el Señor pasa, corre a su encuentro, como Zaqueo, sabiendo que “por allí tiene que pasar” porque te ama como si a nadie más tuviera que amar y quiere tu conversión permanente, que es la santificación en esta vida y la glorificación después en el Cielo.
Examina
unos instantes los distintos lugares y personas por donde Jesús pasó por tu
vida o sigue pasando “porque tenía que pasar por allí” ¿La familia? ¿la
escuela? ¿la Parroquia? ¿aquél amigo? ¿aquél sacerdote? ¿aquél libro? ¿aquéllos
ejercicios?... Y, en correspondencia de gratitud, como Zaqueo, conviértete o
continúa por el camino de la creciente conversión por el que desde toda la vida
o desde hace tiempo sigues caminado.
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