sábado, 22 de octubre de 2022

Trigésimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 

La liturgia de la Palabra de hoy nos propone para alimento de nuestra vida espiritual la conocida parábola del Fariseo y el Publicano, que todos conocemos, sabemos de memoria y muchas veces hemos meditado. Pero cuando la volvemos a meditar, encontramos en ella aspectos nuevos que nos enseñan ángulos diferentes o visiones parciales de la misma realidad. Sucede en esto lo mismo que en las obras de arte de un autor, que admiramos más su genio, cuando contemplamos los  pequeños detalles de su obra,  que en sí mismos ya son obras artísticas, que cuando estudiamos la obra en su conjunto.

Esta parábola fue compuesta por Jesús para aquellos piadosos judíos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás. Tiene una perfecta aplicación para nosotros,  cristianos practicantes y piadosos, porque podemos caer, como el fariseo, en la tentación de considerarnos mejores que los demás y condenar en  nuestro corazón a los que no pisan la Iglesia. 

En el tiempo de Jesús los fariseos eran hombres devotos que pertenecían al fariseísmo, partido religioso que se basaba en el riguroso y exigente cumplimiento de la ley de Moisés y en la estricta observancia de costumbres piadosas, que desfiguraron y sacaron de quicio  fanáticos doctores de la ley.

Vamos a fijar nuestra atención en dos aspectos negativos que se deducen de la oración del fariseo delante de Dios.

El fariseo era un hombre piadoso que se consideraba justo,  porque se juzgaba mirándose en el falso espejo del cumplimiento parcial de ciertas observancias religiosas, que no eran ni siquiera preceptos de la Ley de Dios: ayunar dos veces por semana y pagar los diezmos al templo. Pero no cumplía la normativa total en todos sus aspectos; y condenaba a los demás hombres  como ladrones, injustos y adúlteros, los tres pecados más graves de la Sociedad religiosa de entonces: y, sobre todo, condenaba a un pecador público, (publicano), que estaba orando con él en el templo, pidiendo a Dios el perdón de sus pecados: ¡Oh Dios! Ten compasión de este pecador.

Como enseñanza de esta parábola, Jesús concluye diciendo: “Os digo que el publicano bajó a su casa justificado y aquél no”.

La Sagrada Escritura en el Antiguo Testamento enseña claramente que la perfección consiste en el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios y en la aceptación de la voluntad divina en todos los acontecimientos que suceden; y no en la observancia de actos religiosos, que son buenos, aconsejables, pero no absolutamente necesarios para la perfección.

La aceptación de la voluntad de Dios no puede ser considerada como una segunda parte integral de la perfección, sino una derivación de la Ley del Decálogo, o  el cumplimiento de la misma ley en su máxima y perfecta expresión. Es decir, no son dos cosas necesarias para la santidad: cumplir los mandamientos y aceptar la voluntad de Dios, sino una sola cosa: cumplir la ley de Dios de la que se deduce la aceptación de lo que Dios quiere o permite. Dicho de otra manera: La santidad o perfección consiste en cumplir la voluntad de Dios, que se basa en el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios con la aceptación de todo lo que sucede. Los actos piadosos que cumplía el fariseo eran normas religiosas establecidas en el pueblo de Israel, preceptos humanos,  pero no preceptos divinos establecidos por la Ley de Dios.

San Pablo nos enseña que el cumplimiento material de la ley no justifica por sí misma, sino la gracia de Dios por medio de la ley y, a veces, sin ella. Cuando la gracia convierte a un pecador, le lleva al cumplimiento de la Ley.  El que cumple la ley de Dios está en gracia y el que la quebranta en materia grave, comete pecado mortal y se sitúa en desgracia de Dios. Los actos religiosos y ejercicios de piedad no están preceptuados por Dios. El ayuno es un precepto de la Iglesia para los mayores de 18 años el miércoles de Ceniza y el viernes Santo; y pagar el diezmo a la Iglesia está preceptuado simbólicamente en el quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia: Ayudar a la Iglesia en sus necesidades” Pero como preceptos humanos, pueden ser suprimidos o cambiados por otros.

Lo mismo que el fariseo, actualmente hay cristianos que piensan que son buenos por cumplir ciertas costumbres religiosas: tener devoción a los santos, echar limosnas en los cepillos, rezar el santo rosario, hacer lectura espiritual, ...; y por cumplir la ley del ayuno y la abstinencia y colaborar con limosnas voluntarias al sostenimiento de la Iglesia. Todo eso que haces es bueno, pero no lo mejor, que es el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia.

Otro defecto del fariseo era juzgar a los demás hombres, cosa que todos tenemos que evitar. “No juzguéis y no seréis juzgados, nos dice Jesús en el Evangelio, porque de la misma manera que juzguéis, seréis juzgados”. Nos equivocamos porque Dios juzga el corazón con una sabiduría infinita de misericordia, y los hombres juzgamos los actos morales con un criterio puramente humano, según una formación cultural histórica. Nadie sabe quién es mejor o peor a los ojos de Dios. No condenemos a nadie con el corazón, porque los juicios de Dios no son como los juicios de los hombres,  que son mezquinos y falibles, nos dice el libro de la Sabiduría. Dios es tan sabio que juzga a los hombres con su sabiduría, humanamente incomprensible, y los salva de muchas maneras con el poder de su infinita misericordia.

Fijando nuestra atención en la actitud religiosa del fariseo, resumimos: Seamos coherentes en nuestra actitud cristiana: Cumplir, primero, la voluntad divina en la observancia de los mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia; luego practicar ejercicios piadosos recomendados por la Iglesia, sabiendo que la ley no justifica, sino la gracia de Dios; y nunca considerarnos mejores que los demás, condenando a los demás hombres, por pecadores que sean, pues sólo Dios sabe la bondad y malicia que hay en cada corazón.

 


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