La liturgia de la Palabra de hoy nos propone para alimento de nuestra vida
espiritual la conocida parábola del Fariseo y el Publicano, que todos
conocemos, sabemos de memoria y muchas veces hemos meditado. Pero cuando la
volvemos a meditar, encontramos en ella aspectos nuevos que nos enseñan ángulos
diferentes o visiones parciales de la misma realidad. Sucede en esto lo mismo
que en las obras de arte de un autor, que admiramos más su genio, cuando
contemplamos los pequeños detalles de su obra, que en sí
mismos ya son obras artísticas, que cuando estudiamos la obra en su conjunto.
Esta parábola fue compuesta por Jesús para aquellos piadosos judíos
que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y
despreciaban a los demás. Tiene una perfecta aplicación para
nosotros, cristianos practicantes y piadosos, porque podemos caer,
como el fariseo, en la tentación de considerarnos mejores que los demás y
condenar en nuestro corazón a los que no pisan la Iglesia.
En el tiempo de Jesús los fariseos eran hombres
devotos que pertenecían al fariseísmo, partido religioso que se basaba en el
riguroso y exigente cumplimiento de la ley de Moisés y en la estricta
observancia de costumbres piadosas, que desfiguraron y sacaron de quicio fanáticos
doctores de la ley.
Vamos a fijar nuestra atención en dos aspectos
negativos que se deducen de la oración del fariseo delante de Dios.
El fariseo era un hombre piadoso que se consideraba
justo, porque se juzgaba mirándose en el falso espejo del cumplimiento
parcial de ciertas observancias religiosas, que no eran ni siquiera preceptos
de la Ley de Dios: ayunar dos veces por semana y pagar los diezmos al templo.
Pero no cumplía la normativa total en todos sus aspectos; y condenaba a los
demás hombres como ladrones, injustos y adúlteros, los
tres pecados más graves de la Sociedad religiosa de entonces: y, sobre todo,
condenaba a un pecador público, (publicano), que estaba orando con
él en el templo, pidiendo a Dios el perdón de sus pecados: ¡Oh Dios! Ten
compasión de este pecador.
Como enseñanza de esta parábola, Jesús concluye
diciendo: “Os digo que el publicano bajó a su casa justificado y aquél
no”.
La Sagrada Escritura en el Antiguo Testamento enseña
claramente que la perfección consiste en el cumplimiento de los mandamientos de
la Ley de Dios y en la aceptación de la voluntad divina en todos los
acontecimientos que suceden; y no en la observancia de actos religiosos, que
son buenos, aconsejables, pero no absolutamente necesarios para la perfección.
La aceptación de la voluntad de Dios no puede ser
considerada como una segunda parte integral de la perfección, sino una
derivación de la Ley del Decálogo, o el cumplimiento de la misma ley
en su máxima y perfecta expresión. Es decir, no son dos cosas necesarias para
la santidad: cumplir los mandamientos y aceptar la voluntad de Dios, sino una
sola cosa: cumplir la ley de Dios de la que se deduce la aceptación de lo que
Dios quiere o permite. Dicho de otra manera: La santidad o perfección consiste
en cumplir la voluntad de Dios, que se basa en el cumplimiento de los
mandamientos de la Ley de Dios con la aceptación de todo lo que sucede. Los
actos piadosos que cumplía el fariseo eran normas religiosas establecidas en el
pueblo de Israel, preceptos humanos, pero no preceptos divinos
establecidos por la Ley de Dios.
San Pablo nos enseña que el cumplimiento material de
la ley no justifica por sí misma, sino la gracia de Dios por medio de la ley y,
a veces, sin ella. Cuando la gracia convierte a un pecador, le lleva al
cumplimiento de la Ley. El que cumple la ley de Dios está en gracia
y el que la quebranta en materia grave, comete pecado mortal y se sitúa en
desgracia de Dios. Los actos religiosos y ejercicios de piedad no están
preceptuados por Dios. El ayuno es un precepto de la Iglesia para los mayores
de 18 años el miércoles de Ceniza y el viernes Santo; y pagar el diezmo a la
Iglesia está preceptuado simbólicamente en el quinto mandamiento de la Santa
Madre Iglesia: Ayudar a la Iglesia en sus necesidades” Pero como preceptos
humanos, pueden ser suprimidos o cambiados por otros.
Lo mismo que el fariseo, actualmente hay cristianos
que piensan que son buenos por cumplir ciertas costumbres religiosas: tener
devoción a los santos, echar limosnas en los cepillos, rezar el santo rosario,
hacer lectura espiritual, ...; y por cumplir la ley del ayuno y la abstinencia
y colaborar con limosnas voluntarias al sostenimiento de la Iglesia. Todo eso
que haces es bueno, pero no lo mejor, que es el cumplimiento de los mandamientos
de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia.
Otro defecto del fariseo era juzgar a los demás
hombres, cosa que todos tenemos que evitar. “No juzguéis y no seréis juzgados,
nos dice Jesús en el Evangelio, porque de la misma manera que juzguéis, seréis
juzgados”. Nos equivocamos porque Dios juzga el corazón con una sabiduría
infinita de misericordia, y los hombres juzgamos los actos morales con un
criterio puramente humano, según una formación cultural histórica. Nadie sabe
quién es mejor o peor a los ojos de Dios. No condenemos a nadie con el corazón,
porque los juicios de Dios no son como los juicios de los
hombres, que son mezquinos y falibles, nos dice el libro de la
Sabiduría. Dios es tan sabio que juzga a los hombres con su sabiduría, humanamente
incomprensible, y los salva de muchas maneras con el poder de su infinita
misericordia.
Fijando nuestra atención en la actitud religiosa del
fariseo, resumimos: Seamos coherentes en nuestra actitud cristiana: Cumplir,
primero, la voluntad divina en la observancia de los mandamientos de la Ley de
Dios y de la Santa Madre Iglesia; luego practicar ejercicios piadosos
recomendados por la Iglesia, sabiendo que la ley no justifica, sino la gracia
de Dios; y nunca considerarnos mejores que los demás, condenando a los demás
hombres, por pecadores que sean, pues sólo Dios sabe la bondad y malicia que
hay en cada corazón.
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