El Evangelio de hoy nos propone la parábola
de los criados vigilantes, que es una invitación para que durante toda nuestra
vida vivamos preparados para la muerte o venida del Señor.
En aquella época los grandes señores, cuando se marchaban de boda, que duraba días y hasta semanas, no decían a sus criados el momento en que volverían. De esta manera les obligaban a estar vigilantes guardando y cultivando su hacienda, ceñidas las cinturas, es decir en actitud de servicio, y con las velas encendidas, porque podrían llegar en cualquier momento: de día, por la tarde, de noche o de madrugada.
Si el señor encontraba a criados fieles, en espera vigilante, los recompensaba sentándolos a su mesa, signo de amistad y de pertenencia a la familia. En cambio, si encontraba a criados infieles que, pensando que el amo tardaría en llegar, se daban a la buena vida, a comer, a beber y a maltratar a los mozos y a las mozas, el señor a su llegada los echaba de casa y les daba el castigo merecido. Jesús concluye esta parábola con la consiguiente moraleja: “Lo mismo vosotros estad preparados, porque a la hora en que menos penséis, viene el Hijo del Hombre”.
Es un hecho evidente que la mayor parte de la gente, según parece, vive de espaldas a Dios, dedicada, en cuerpo y alma, a la consecución de las riquezas, a comer y a beber sin tino, a la diversión peligrosa o pecaminosa, a las juergas descontroladas, al disfrute y gozo de los placeres, al ejercicio personal y caprichoso del poder.
Pocos son los que de verdad se plantean el problema de la salvación eterna, la necesidad de luchar contra el pecado y vivir en gracia de Dios. Es cierto que también muchos viven humanamente bien, pero sin pensar ni cultivar los valores sobrenaturales de transcendencia, humanizando lo divino, justificando todas las cosas que son malas o peligrosas, como si fueran buenas, porque se estilan, es la moda, todo el mundo lo hace,...; incluso hay cristianos buenos que dan a su vida un sentido puramente humano, ético, sociológico, pero sin referencia a la doctrina de la Iglesia ni a la moral católica.
Parecen más bien filósofos “cristianizados” que teólogos que estudian la fe revelada y hablan de las verdades eternas, o de las terrenas relativas a la eternidad. Esta no es la mente de la Iglesia ni el espíritu de la liturgia de la Santa Misa, en la que siempre se respira la vivencia de la gracia, la lucha contra el pecado, el deseo de los bienes celestiales, por encima de los terrenos.
Si nos fijamos detenidamente en la oración de la colecta de cualquier misa, en la oración de las ofrendas y postcomunión aparece siempre la constante de la referencia a la vida espiritual con referencia a la vida eterna.
Veamos, por ejemplo, las ideas de las oraciones de la misa de hoy. En la oración colecta hemos pedido al Padre "que aumente en nuestros corazones el espíritu filial, para que merezcamos alcanzar la vida eterna". En la oración de las ofrendas vamos pedir al Señor "que los dones que has dado a la Iglesia podamos ofrecértelos y transformarlos en sacramento de salvación". Y al final de la Santa misa, antes de la bendición del sacerdote, le vamos a pedir en la postcomunión que "la comunión en tus sacramentos nos salve".
Hagamos unas reflexiones en torno a la Palabra del Evangelio que hemos escuchado y predicado.
La vida que Dios nos ha concedido es una preparación para la eternidad, un medio para conseguir el Cielo que tiene prometido a los que son fieles en el servicio a Dios. Por lo tanto, debemos emplearla en vivir en gracia de Dios cumpliendo los mandamientos, luchando y dando muerte al pecado. Es decir, nuestra misión en la Tierra no es otra que cumplir siempre la voluntad de Dios.
Una religiosa me decía en cierta ocasión que ella pedía al Señor siempre y sólo tres gracias, que ella significaba en la siguiente sigla SAF: sabiduría para conocer la voluntad de Dios, alegría para aceptarla y fortaleza para cumplirla.
Los medios que aconseja la Iglesia para conseguir la meta última y suprema de la buena administración de nuestra propia hacienda son:
- la oración de comunicarse con Dios, de la manera que sea;
- la recepción frecuente del sacramento del perdón, recibido con fe en la infinita misericordia de Dios Padre, pensando en Cristo que es quien perdona y no en el sacerdote que administra el sacramento;
- la comunión recibida en unión con Cristo, es decir en estado de gracia y con deseo de santificarse o “cristificar” todas las cosas, y no como un acto simple de devoción o costumbre religiosa, que todo el mundo puede recibir sin escrúpulo, como parece que se hace;
- la escucha atenta y fructuosa de la santa misa, y no como el cumplimiento de un precepto grave que obliga bajo pecado mortal;
- el dolor personal, en el cuerpo y en el alma, padecido y ofrecido a Dios como reparación de los propios pecados y con sentido de redención;
- y el sufrimiento de la convivencia familiar, laboral y social con todas las cruces que conlleva por parte de todos los miembros que la componen.
Estemos,
hermanos, preparados para la muerte, que no es el final de la vida, sino el
principio de la verdadera vida que nunca termina, con las velas encendidas de
la fe y en estado de gracia, ceñidas las cinturas o en actitud permanente de
servicio en el cumplimiento de la voluntad de Dios, esperando que cuando
Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, venga a llamarnos nos encuentre
preparados y consigamos de la infinita misericordia de Dios Padre que seamos
dignos de sentarnos a la mesa de la gloria celestial, como buenos hijos que
fueron fieles administradores de la hacienda que nos ha regalado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario