Hagamos un breve comentario acerca del
Evangelio de San Lucas, y que nos relata el hecho histórico de la curación
milagrosa de diez leprosos, conocida por todos nosotros.
Alabamos
el gesto de los diez leprosos que acudieron a Jesús en oración comunitaria a
pedirle el milagro de su curación; admiramos el ejemplo de Jesús que cura a los
diez, sin tener en cuenta las condiciones personales de cada uno; y
recriminamos la ingratitud de nueve de ellos que no volvieron a dar gracias al
Señor por el favor recibido. Sólo uno de ellos, que era extranjero, acudió a
Jesús a darle las gracias.
Los diez tenían la misma enfermedad incurable y los diez acudieron juntos al Señor a pedirle la curación de su lepra personal. Este comportamiento nos enseña el valor de la oración comunitaria. Cuando estemos necesitados de una gracia, pidamos al Señor en plural por aquellos otros que tienen el mismo problema; y no seamos en cierto sentido tan egoístas que pidamos para nosotros y nuestras familias, olvidando que otros se encuentran en iguales circunstancias o peores
No está mal pedir por nosotros y los nuestros, y es una necesidad la oración personal, pero es muy edificante hacer de la oración personal oración comunitaria: “Señor, concédenos...” De esta manera nos sentimos más reforzados, recordando que no sólo sufrimos nosotros o necesitamos nosotros la gracia que pedimos, pues hay otros muchos que necesitan la misma y aún mayor y más urgente.
Si te falta, por ejemplo, la pureza, pide: “Señor, concédenos la pureza”; si estás necesitado de humildad, pide la humildad para todos, etc. De esta manera quitamos el posible egoísmo de nuestra oración, y hacemos que nuestra oración personal se convierta en comunitaria. Por otra parte esta actitud que parece un consejo, es una exigencia comunitaria de la realidad del Cuerpo Místico en el que todo lo que se hace es para todos.
Nos cuenta el Evangelio que eran diez los leprosos a quienes curó Jesús; y conforme iban a presentarse a Jesús, observaron que quedaban curados. De ellos, solamente uno, que era extranjero, al comprobar que estaba curado, corrió en busca de Jesús, y arrojándose a sus pies, le dio a gritos las gracias. Entonces Jesús le dijo:
-¿No eran diez a los que yo curé? ¿Dónde están los otros nueve?
Este comportamiento es un ejemplo claro que nos invita a saber hacer el bien que podamos a todos, sin esperar de nadie a cambio las gracias, sino solamente la misericordia de Dios.
Hemos de contar con la ingratitud humana, pues no todos a quienes hacemos el bien, vendrán a darnos las gracias por los favores que de nosotros han recibido. La estadística del Evangelio es el 10%, pero en nosotros es mucho menos. La experiencia de la vida nos lo atestigua, pues son realmente pocos los que nos agradecen el bien que les hemos hecho.
Generalmente aquellas personas sobre las que nos hemos volcado, suelen ser las menos agradecidas. Y aquellas otras a las que hemos hecho poca cosa o casi nada, se muestran con nosotros agradecidas, para que aprendamos a vivir el refrán que dice: “Haz el bien y no mires a quién”; y sigamos el ejemplo de Jesús que dio la vida por todos, buenos y malos, solamente con la finalidad suprema de hacer el bien, incluso a sus enemigos. Acaso nos podemos aplicar también nosotros este reproche, pues no siempre agradecemos a nuestros bienhechores los favores que nos hacen, pues pensamos que el bien que se nos hace es una obligación que ellos tienen y un derecho nuestro.
Resumiendo:
Este Evangelio nos lleva a tres consecuencias prácticas para vivir nuestra vida
cristiana:
La
primera: hacer propias las
necesidades de los demás, de manera que la oración personal se convierta en
oración comunitaria, como hicieron los diez leprosos del Evangelio.
La
segunda: pensar que el bien que
hacemos por amor a Dios y sin esperar recompensa alguna humana, nos
reporta mayor bien que el que hacemos a los demás.
La tercera: hacer todo por amor a Cristo,
porque Él nos ha dicho: Todo cuanto hagáis por los hermanos, lo hacéis por mi,
según nos enseña el Evangelista San Mateo en el capítulo 25,31ss.
Vamos a pedir en la santa misa al Señor que nos enseñe a vivir como miembros del mismo Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, a pedir por los demás también, haciendo que nuestra oración sea también comunitaria, a ser agradecidos a Dios y a los hombres por los favores que recibimos y a entender o comprender la ingratitud de los hombres, como una condición de la debilidad humana que nos ocasiona recompensa eterna y temporal.
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